ESCENA 14. La partida de cartas.

Era costumbre de los viejos, que todas las mañanas y a eso del mediodía, formaban grupos de cuatro y jugaban unas partiditas a las cartas. Como el saldo de la cartilla no daba para el despilfarro, se apostaban el vaso de vino que les tocaba en la comida.

- Necesito que me hagas un favor, Carmelo. –Ana me cercó contra un esquinazo-. La abadesa me ha pedido que le ayude en la cocina. Según parece, hoy viene el obispo (>Esc. 09) y la madre Severa quiere agasajarle con un postre de castañas. ¿Recuerdas como lo preparaba mamá? -Ana heredó su tenacidad y sus manos de ángel repostero.- ¿Qué tal juegas al tute?

- Aprendimos juntos de pequeños.

- Todas las mañanas nos distraemos con unas manitas. -Se justificó de su para mi novedosa afición-. Por pasar el rato.

- Y por un vaso de vino


- Sí, por un vaso de vino. -Mutó en un pispás de la dulzura zalamera al tono desabrido. -Sanseacabo la discusión: vas a sustituirme y a ganar.

- ¿Y si pierdo?

- Le prendo fuego a la cocina.


Plan de mediodía. Partidita de tute, gana el punto diez, con dos de ventaja. Cuatro vasos de vino de apuesta. Ramonet de mano y Probio a mi izquierda. Meritoria de compañera, el obispo diocesano Juan Matamoros a puntito de llegar, y los fogones amenazados por una repostera pirómana. Ramonet comenzó a repartir las cartas. Recordé las reglas básicas: primero, salvar los cantes propios con naipe de valor, y luego buscar los del contrario, hasta ver caballos o reyes; y segundo, controlar el número de triunfos pendientes de salir y memorizar, del resto de palos, aquellas cartas que convenía recordar por su importancia.

Al de poco, perdíamos tres a cero. Observé a Meritoria e intuí que no le preocupaba el varapalo, como si escondiera una estrategia inesperada debajo de la manga. De mí no iba a recibir mucha ayuda, que no conseguía contabilizar las pintas y los únicos cantes que levantaba eran los que sumaban puntos a nuestro haber. Mi concentración en el juego estaba bajo mínimos y me descubría ausente y peregrino, preguntándome por la simbología de las figuras de la baraja, pensando que los reyes eran exageradamente gordos, de caderas anchas y piernas anoréxicas, y blancos de raza, ninguno negro. Los caballeros, más vestidos de melindres remilgados que de toscos guerreros, montaban sobre garañones de trote domado. Los escuderos, todos rubios, dengues y bellos como querubines y como aquellos, ambiguos. El de espadas sin casquete que le distinguiera. La sota de oros avisando a su rey blanco que el enemigo se presentía. El paje de copas, travestido de camarero de un garito de ambiente homosexual. Por ende, no era el primero en proponer tal semejanza: algún jugador anterior le hubo rotulado a la sota de copas, en el anverso y con tinta roja, una sentencia de talión: Por ti he perdido, bujarrón. No pude examinar la de bastos, simplemente porque no me salió en las partidas que llevábamos jugadas.

- No se ofenda, pero les ha regalado las veinte en espadas. -Meritoria me sustrajo de la abstracción-. ¡Ya nos ganan cinco a uno, padre Carmelo!

Las risas desproporcionadas de Ramonet me retrajeron a la realidad. Perdimos la partida por un apretadito 78 a 72 y yo no sumé las tan codiciadas diez de últimas por fijarme que en el dorso de la baraja, en la parte superior, aparecía impresa en letras azules la marca publicitaria Caja Rural (>Esc. 11)

- Permítame un atrevimiento, padre Carmelo. -Probío temblaba mientras me agenciaba el mazo para que repartiera-. Usted entiende mucho de santos y mártires, pero poco de tute.

Todos los vejetes intuían que yo “tenía que ver con los santos y los mártires”, éxito exclusivo de Ana y su incontinencia verbal.


- ¡El martirio de Meritoria!

Ramonet Bocanegra, hombre de carnes a la deriva y monólogo tabernario, la dentadura a punto de escapársele entre las fauces y los recreos de palabras. Permeable como buen baturro, de vozarrón retumbante y alma de bufón, coloradito de venas rotas y tragos de vino ganados en partidas de cartas.


- ¡Déjate de astracanadas, Ramonet! -Contestó Meritoria.

- ¿Astra qué? -Refunfuñó perplejo-. No te enfades, Meritoria. ¡No pretendo mar-ti-ri-zar-te! -La gracieta silabeada se le congeló entre los ojos acerados y extrañamente tranquilos de la anciana. -¿Sabe padre Carmelo? Yo soy muy devoto de san Lamberto. ¡Un aragonés con pelotas, Probio! -Este le miró, recriminándole el taco-. Perdone padre la expresión pero seguro que Dios, unos juramentos sin mala sangre, no los tiene en cuenta. ¿Conoce el martirio de san Lamberto? -Que lo conociera no impediría que Ramonet, vapuleándonos siete a dos, nos lo contara-. Al principio, cuando Jesucristo y todo eso, parece ser que los cristianos eran acosados en Zaragoza. -Se refería a la persecución de Diocleciano, en al año 384, tres siglos y pico alejado de Jesucristo y todo eso-. Pues resulta que un gobernador que padecía de almorranas, en una de esas que se le hincharon las negruras del culo y le picaba a rabiar, mandó que les echaran de la ciudad. -Los versos adómicos de Aurelio Prudencio no precisaban que el procónsul Daciano sufriera de hemorroides-. Salieron de Zaragoza, camino del destierro: hombres y mujeres, ancianos y niños, curas y perros. -Me consterno la extraña construcción de las parejas-. Los romanos los estaban esperando en las afueras de Zaragoza, detrás de unas lomas, y cuando llegaron los mataron a todos. A los hombres les sacaron los ojos, a las mujeres les extrajeron las tripas para fabricar charol, a los chicos les desceparon los dientes de leche y a los mayores les arrancaron las uñas para licuar colirio. -¡Dios bendito, qué fabulación!-. ¡Panda hijos de puta! Les quemaron y el gobernador, el de las venas del culo como morcillas de Sangüesa, para evitar que las cenizas se veneraran, reunió a los reos y a los bandidos de la ciudad y los quemó también. Y juntó los rescoldos de los mártires cristianos con los de los delincuentes. ¡Pues le dieron por el agujero que tanto le ardía, porque se levantó un airecillo que separó las cenizas de los fieles de las de los presos: un montoncito blanco de los mártires que los seguidores recogieron y hoy se veneran en la Seo, y otra pizquita negra de los sinvergüenzas que utilizaron los albañiles como borada para rellenar las junturas del Pilar. –Ramonet tomó aire y prosiguió-. San Lamberto era un labrador que vivía en un pueblo cercano. Se enteró de la carnicería y con sus santos cojones, marchó a Zaragoza y en jarras y frente al palacio del gobernador y a grito pelado, se declaró cristiano. Le cortaron la cabeza de un hachazo. ¡Pues no murió, no! Cogió la cabeza con sus manos y cantando joticas y rezando, se encaminó a las catacumbas, donde se habían guardado las cenizas de los mártires. Y por eso venero a san Lamberto. -Dio por concluido el relato con un fuerte golpeteo sobre el tapetito-. ¡Veinte en espadas y arrastro que todavía no he visto las cuarenta!


Yo tampoco, ni la supuesta mejoría en mi juego. Ramonet insistía con la sota. Meritoria superó con el as y para mi alegría, cantó las cuarenta de marras.

- Yo nací en Cabañales, provincia de Zamora. En mi pueblo ocurrió el milagro de las Hostias Incorruptas. –Probio se movía intranquilo en la silla. La próstata le escocía como las hemorroides al procónsul Daciano-. ¿Conoce estos hechos, padre Carmelo?

Se popularizó como el Motín de la Trucha y se consideraba el prodigio eucarístico castellano más sorprendente. Uno de los privilegios de la nobleza, allá por la Edad Media, era comprar en el mercado antes de una hora determinada, con lo que lograban los productos mejores y más frescos. En cierta ocasión, pasada esta hora, un aldeano vio una hermosa trucha en un tenderete y se dispuso a adquirirla. En el mismo momento, el lacayo de un poderoso caballero que pasaba por allí con cierto retraso, se percató del pescado y quiso comprarlo también. Discutieron, se pelearon y el aldeano mató al criado. La discordia derivó en una lucha de clases. Los nobles se concentraron en la iglesia de san Román para juzgar al aldeano y para escarmentar al populacho. Estos se organizaron por los arrabales y se dirigieron al exterior de la iglesia. A los pocos minutos, incitados por la injusticia que contra ellos se cometía, trajeron maderas y la prendieron fuego, con los ricoshombres dentro.

- ¡Manda huevos! Por una puta trucha. -Masculló Ramonet.

Entonces sucedió el portento. Las Hostias Sagradas que se encontraban en el interior de la iglesia de san Román, saltaron del píxide y comenzaron a volar, y abriendo un agujero en la pared, escaparon por el aire. Mientras esto acontecía y ajenas a la insurrección, en el cercano convento de las Dueñas las monjas trabajaban en el huerto. De pronto, contemplaron las hostias revoloteando gráciles en el cielo. Las hermanas quisieron cogerlas, pero las formas lo impedían y surcaban juguetonas por el aire, hasta que la abadesa dedujo que estaban consagradas. Llamaron a un cura que se encargó, bajo liturgia, de restablecerlas nuevamente en una arqueta.

- Eso de las hostias que aletean como abejorros, me ha gustado, Panceta! -Animó Ramonet-. ¡Unas cuantas se merecía el mamón de Zaragoza!

Sentí un fuerte golpe en la espalda, como si una hostia voladora de leyenda zamorana me atinara un pescozón por la partida que de nuevo, y por mi desidia, perdíamos. El humilde dos de oros se zampó mi rey de copas y las diez de monte. Giré la cabeza hasta desatornillar el cuello. Una silueta humana con mandil de cocina, olor a castañas y bastante mala bilis me devolvió con un segundo revés a mi posición original, de frente a la mesa.

- ¡Has arrastrado con la sota de oros y te has guardado el rey de copas para la última baza! –Ana, desde atrás repetía como una moviola mis tiradas-. Si contaras las pintas sabrías que faltaban tres: tú una, la sota; Meritoria ninguna, porque falló antes; Probio igual; así que Ramónet tenía el cuatro y el dos de oros, ambas de menor valor que la tuya. Si en el penúltimo descarte hubieras salido con el rey de copas, las diez de monte serían tuyas y habrías ganado la partida. ¿Cómo va el tanteo?

- Ocho a tres y reparto yo.

- Bien.

- ¿Bien? -Mostré mi perplejidad mientras recogía las cartas-. Perdemos ocho a tres.

Ana no se lo acabó de creer. Buscó a Meritoria con los ojos bañados en sorpresa, y aceptó su confirmación.

- ¡Nunca me escuchas Carmelo! Si quiero algo, tú te emperras en lo opuesto, por humilde que sea el favor que te pido. ¡Ramonet y Probio pierden contra todos! -Cortó el posible rebate de los aludidos con un mirar bellaco y camorrista que abandono para quitarme el mazo de mis manos-. ¡Mira las cartas! ¡Tócalas y siéntelas! Si entiendes la lógica de lo sobrenatural, no puede vencerte el mecanismo del azar. Acércalas a tu pecho y amánsalas, que tu inteligencia superior las domine. -Giró una vuelta lenta sobre sí misma, con el mazo arrobado. De nuevo en su situación primera, me devolvió la baraja-. ¡Mézclalas y muéstralas que mandas tú, que los humanos las inventamos y nos deben pleitesía! ¡Somételas y se te rendirán!

Pasó una legión de ángeles. Ramonet me contemplaba, esperando un alzamiento. Probio se sujetaba las ganas de orinar. Meritoria impertérrita, aguardaba mi reacción.
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- La arenga carece de sentido alguno, pero te has expresado con lirismo y elocuencia.

- De arenga nada. Considéralo una bronca con todas las letras: be, erre, o, ene, ka y a. -Cualquiera le puntualizaba que bronca no se deletrea con ka, sino con ce-. Acordamos que me suplirías hasta mi regreso, así que, -me empujó con los deditos hasta levantarme de la silla-, aúpa el culo, Carmelo.




----- (Continua en escena 15) -----