ESCENA 15. Las manos azules.

----- (Continuación de escena 14) -----
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Me senté al lado de Ana para comprobar como jugaba y perdía. El método de Ana era el riesgo sumo aplicado al tute. Fue trizando uno a uno, todos los preceptos que reglamentan el juego. Conté hasta en dos ocasiones que salía de mano con treses, y otras tantas veces, Meritoria le acompañó con el as. En el rastreo de los cantes, mostraba igual desprecio hacia las normas más elementales. Entre varios palos a elegir, palpaba las cartas con suavidad, escudriñaba a los rivales y se dejaba aconsejar por el tacto del cartón, como si alguna le dijera tira de mí, que te serviré lealmente. Lanzaba un siete a bocajarro y para mi asombro, robaba el cante a Ramonet, a Probio, nunca a Meritoria. Dos tandas las cuarenta, que se casan con dificultad, se las pilló a Probio. Como estas pude numerar hasta la docena, que sin más lógica que el puro azar, conquistaba con rotundidad lo que el juego dicta que deberían por lo común, perder. No sólo controlaba triunfos, cortaba cantes, arrastraba con posibilidades de apresar cartas de puntuación, sino que demostraba pericia hasta para espiar las más humildes del mazo.

- Las diez de monte para nosotras Meritoria, que la sota de copas de Probio no vence a mi caballo. -Probio lanzó boca arriba la sota de copas recién adivinada. Recordé que algún jugador, por algo parecido, la dedicó con tinta roja una sentencia de talión: Por tí he perdido, bujarrón (>Esc 14).

¡Dios santo! Aquella sota de copas no tenía ningún lema escrito en su anverso. La cogí antes de que Ana la apilara con sus bazas ganadas. Aquella figura, aquel paje travestido de camarero de un garito de ambiente homosexual, no coincidía con la carta que yo sujeté en mis manos.
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Reparé en Ana con incredulidad, procesando miles de datos en una décima de segundo. Ella me devolvió la mirada, sopesando otros tantos en parejo tiempo. Sus gestos retornaron de la hostilidad a la dulzura. Recuperó la carta, la juntó al resto del montón y contó sus tantos. Y por primera vez, se confundió en la suma. Aún así, ganaron nuevamente. Nueve, -ellos-, a siete, -ellas-.
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La partida de tute escondía tejemanejes impropios del juego. Lo que hasta entonces me hubo parecido una tontería, apostarse el vino de la comida, se transformaba en una guerra a mordiscos que no atendía a reglas del combate. Ana y Meritoria, todo un contubernio fullero, encadenaban trampa tras trampa. Dos ancianas insidiosas a muerte contra un maño desdentado y un zamorano prostático. Ana había sustituido los naipes, seguramente en la escena teatrera del baile, por otros señalados con algún tipo de marca fraudulenta. Nadie, salvo su compinche Meritoria, nos percatamos entonces.

Lo que presumí una estrategia desesperada causada por la derrota tan abultada que la dejé en herencia, tapujaba un inmenso renuncio. Ana y Meritoria conocían a priori las cartas del contrario y eso les daba ventaja. Tuve que contenerme para no levantarme y avergonzarlas voz en grito delante del corrillo de abuelos, pero antes debía averiguar el modo de la burla, seguramente un código sencillo de señas. Durante la siguiente mano, las vigilé con el suficiente detenimiento como para desechar aquella posibilidad. Y ganaron de igual forma que en las anteriores, abrumadoramente.

Descubrí el fraude en el tanto del empate a nueve. Los naipes, en el revés, tenían impresa la marca comercial Caja Rural (>Esc 14). Sobre una o varias de las letras de la denominación, en cada una de las cuarenta, resaltaba una muesca en azul oscuro, difícil de percibir para los confiados o para los faltos de buena vista. La C de la palabra Caja representaba los oros; la A, las copas; la J, las espadas y la segunda A, los bastos. La R de la palabra Rural representaba los ases; la U, los treses; la segunda R, los reyes; la A, los caballos y la L, las sotas. ¡Pobre escudero de copas!. Alguno le bosquejó en el envés aquello de Por tí he perdido, bujarrón. Otra aún mayor bribona y en el reverso, le punteó en azul oscuro, Caja Rural, monograma de Ana ludópata.

Se dispusieron como deportistas dopados a finalizar el innoble encuentro: Ana con un movimiento de cerviz que sonó a chasquido de hueso que quiebra; Ramonet limpiándose las uñas con un palillo que indistintamente se acercaba a la boca para escarbarse en los dientes y de nuevo a las uñazas para rascarse los ronchoncitos de negrura y otra vez a las fauces, que todo mezclado no mata, engorda y nutre; Meritoria se atusó la manta a cuadros escoceses que le tapaba las piernas tullidas y alargando los brazos, recolocó el cuello de la chaqueta de Probio que se hubo arrugado con tanto aspaviento de las manos hacia el centro cardinal de la bragueta.
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Repartieron y de mano situó Ana. Me resultó fácil seguirlas en su estafa. Ana y Meritoria, por entrenamiento y práctica, ya habían leído todas las cartas de Ramonet y de Probio.

- ¿Existen los milagros, padre Carmelo? –Meritoria, tunante y tahúr, trato de despistarme-.
Probio nos ha contado el prodigio de las formas voladoras. Ramonet los portentos del santo Lamberto. Estas historias, ¿no son algo exageradas?
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- Dios actúa a través de sus enviados, Meritoria. -Contesté atento al discurrir de la partida-. El poder de Dios es ilimitado y cualquier maravilla posible, aunque no sea comprensible a nuestro talento, si El lo desea, sucede. En los episodios sobrenaturales, los hombres nos comportamos como científicos y tratamos de explicarlos. Si nos supera, el acontecimiento es milagroso, en cuyo caso únicamente resta levantar testimonio de lo visto. La Iglesia, paradójicamente, se conduce de manera contraria a como se espera. Dios se manifiesta para recordarnos que nos alejamos del camino correcto. Los asombros son un aviso de la tendencia equívoca de nuestro comportamiento. Por eso, ante el prodigio, nos obcecamos en razonarlo para no admitir nuestra falta de bondad.
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- Entonces, en un mundo perfecto, ¿no habrían santos?
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- Por lo menos no destacarían del resto. En la actualidad estamos bastante más humanizados que hace mil años. Entonces surgieron muchos santos y ahora menos. Dios se muestra donde impera la injusticia.
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- A nuestro alrededor reina la tiranía, el hambre y el sufrimiento.
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No iba a permitir la táctica de distracción que Meritoria se empecinaba en mantener. Su repentino interés sobre la santimonia y las causas que la generan se correspondía más con una maniobra de fingimiento. No pretendía delatarlas, pero si angustiarlas. De ellas dependía ganar los vinos desafiados; de mí que se les agriaran en el paladar.
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- No somos quienes para medir la maldad y menos aún para imponer la penitencia. Supongamos que ahora, en este preciso momento y en esta partida, alguno hiciera trampas, tantas y de tal calado, que colmaran la paciencia de Dios y actuara a través mío permitiéndome adivinar que Ramonet tiene el rey de copas, Probio el tres de oros y Meritoria la sota de espadas, y si acertara, ¿pensarían que es un milagro o una coincidencia?
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- Desde luego, -Meritoria enganchó la tanda ganada y se la sumó a su montón-, no jugaría nunca contra usted.
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- Una coincidencia. -Defendió Probio temblándole las manos sobre el tres de oros que le hube atinado-. Pienso yo que Dios no va a manifestarse por una tontería de nada, padre Carmelo.

- No se aturda Probio, sólo formulo una suposición. -Seguí cimentando la sutileza-.
Existen actos tenidos por sobrenaturales que en realidad son casualidades. Y otros que directamente son engaños, en ocasiones tan bien realizados, que nos parecen inexplicables.
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- Vamos, que algunos santos son unos impostores.
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- ¿Te refieres a san Lamberto?
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- No me refiero a ninguno en concreto, Ramonet. - Meritoria nos sumió en una pausa y arrojó su naipe que sabía superaba Ana-. Aquí, en Borondón, veneramos al santo Borón.
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- Cuéntanos su historia, Meritoria.
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- Si te empeñas, Probio. -Aprovechó el inciso para repasar las marcas de las cartas-. Jaime I de Aragón concedió al conde de Bearn, un advenedizo francés que se comportaba como un animal sanguinario, la propiedad del castillo de Borondón y el derecho sobre las tierras de alrededor, que hasta entonces correspondía a Cornel de Ahones, noble muy estimado por los campesinos. El conde de Bearn conquistó la fortaleza y ordenó ajusticiar a Cornel de Ahones y a otros dos caballeros que se mantuvieron fieles. Les cortó la cabeza, los brazos y las piernas. El ermitaño Borón les revivió y les hizo rebrotar la cabeza y las extremidades amputadas. Jaime I presenció el portento, reconoció su error y confirmó como gobernador legítimo a Cornel de Ahones.
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- ¡Tócate los huevos, Meritoria! -Vociferó Ramonet con fastidio viendo como Probio arrastraba y le quitaba el triunfo que le quedaba-. ¿Y te parece exagerado lo de san Lamberto?
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- ¡Tócate los huevos, tú, Bocanegra! –Ana portuaria, que sólo le restaba escupir un gargajo-. Cuenta, cuenta tus bazas. ¡Hemos ganado! Diez a nueve.
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No soporte más. Incauté las cartas y a poco las estampo contra la pared.
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- ¡Ana! ¡Vaya palabrotas! Eres una …
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- ¡ ... impaciente! -Intermedió Meritoria-. Aún nos falta un tanto, Ana. Gana el punto diez, con dos de ventaja.
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- ¡ ... grosera! -Mi cólera inicial atemperó mientras sentía el tacto de la baraja en las manos. Repentinamente y aleccionado por no sé qué resortes, maquiné una artimaña-. ¿Nadie te ha explicado que a los maleducados se les tiñen las manos de azul? ¡Venga, enséñalas! -Se las cogí y se las levanté con mi mano derecha mientras introducía la izquierda en el bolsillo de su delantal, y sustituía este mazo marcado por aquel otro cuya sota de copas tenía rotulado Por tí he perdido, bujarrón. Ramonet y Probio se embobaron en pos de las manos de Ana. Meritoria no apartó su atisbo de mi marrullería. Ana intento soltarse infructuosamente-. ¡Ajajá, azules pálidas!
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- ¡Míratelas Ramonet que tú perjuras sin descanso! -Probio saltaba de palma a palma, sugestionado-. Las mías rosaditas y las tuyas, azulonas.
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- ¿Contento? Tú serás el responsable. -Ana me desafió entrecerrando los ojos-. Las cartas, por favor.
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Se las di y ni siquiera las miró. Sabía que se las hube cambiado y yo, por el rencor que fluía de sus ojos y por el misterio que escondía su frase lapidaria que me responsabilizaba ¿de qué?, me temía que me había excedido y que lo que en un principio me pareció un acto de justicia, en segundos se convertía en una necedad.
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Repartió Ana. Cuatro montones de diez cartas, total las cuarenta. Pinta en oros. Nadie hablaba. Si la suerte quiere ir a ti, la atraerás con un pensamiento, aseguraba un proverbio árabe. Ciertamente. A Ana le entró el as, el tres, el rey y el caballo de oros; el as, el rey y el caballo de copas; el tres y la sota de espadas, y el rey de bastos. Sesenta puntos fijos sólo en cantes. Otros veintiocho sumaban los triunfos. Y otros once el as de copas, que difícil resulta fallarlo en primera ronda. Sólo restaba la posibilidad del cante de espadas. Noventa y nueve seguros sobre un tope de doscientos diez en liza, ... , a seis de ganar sin voltear ninguna carta. Los ojos le brillaron y yo recordé en su destello la máxima de Mateo Alemán. Nunca el ojo del ávido dirá, como no lo dicen el mar y el infierno, ya me basta. Salió Ramonet con la sota por delante, olisqueando las cuarenta. Meritoria soltó el único triunfo que disponía, el seis. Probio el dos y Ana remató con el as. ¡Las cuarenta! Segundo descarte. Ana lanzó el as de copas, Ramonet el cuatro, Meritoria con un seis y Probio con un suspiro y con la sota que se le iba, aquella que tenía impreso Por tí he perdido, bujarrón. Veinte en copas. Ciento tres puntos sobre ciento cinco el empate. Ana me dedicó un gesto, los labios entornados, zahiriéndome, fastídiate Carmelo, no necesitamos marcar la baraja. Hincó la tercera carta sobre el tapete, sota de espadas. Ramonet el as. Meritoria el cuatro. Probio el cinco y las veinte en espadas de botín inútil. Ana sonrió. A falta de siete tandas, la partida ya estaba ganada matemáticamente con el tres de espadas.
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Estábamos tan absortos que no reparamos en los movimientos que se produjeron por el salón. La hermana Regla y la hermana Caridad se abalanzaron sobre la mesa profiriendo murmullos y reconvenciones. Fueron más rápidas que cualquier intento por frustrarlo.
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- ¡Se acabó la partida!
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Con habilidad arrancaron los abanicos de siete cartas que sujetaban los cuatro jugadores y los apilaron con las dos bazas que reposaban a la derecha de Ana y con la baza de Ramonet. Así como vinieron se marcharon, con los naipes confiscados y derivado, los vasos de vino de la apuesta sin dueño, porque si a nadie correspondía el triunfo, tampoco a nadie correspondía la derrota.
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Levanté el brazo para protestar, y otra mano huesuda, con un gran anillo ensartado en el dedo anular, enlazó la mía desde atrás y con efusión me la estrechó.
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- Vuelven a cruzarse nuestros caminos, padre Carmelo.
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Efectivamente, y en la peor de las situaciones. Yo temiendo por mi integridad y el obispo chapoteando sorprendido sobre el charquito de pis que la próstata de Probio no logró contener.