ESCENA 16. El obispo Juan Matamoros

Creo recordar que nos conocimos por casualidad. Monseñor Juan Matamoros realizaba la visita ad limina junto a otros epíscopos y en un descuido del protocolo, acudieron al museo Chiaramonti. Yo acompañaba a Fray Tesón quien se saludó con otro prelado del grupo y por cortesía nos presentaron al obispo Juan Matamoros, junto al Doríforo. Me llamó la atención el contraste de su cuerpo cebado por las atrofias frente a la armonía del Canon de Polícleto. Pequeño y encorvado, hirsuto, de nariz insultante, mascarón de proa que te apartaba para no cortarte. Hablaba con voz fuerte, mientras me tendía el anillo para que lo besara, consideración que no tuve pues la soberbia de la juventud me impulso al desaire. Simulé un ataque repentino de tos. Diplomático o ingenuo, el obispo Matamoros retiró la mano huesuda y se preocupó por mi inoportuno estado de salud.
.
- ¡Hermano Carmelo! ¿Recuerda nuestro anterior encuentro? -Ahora, no sé cuantos años después, su mano estrujaba la mía sudada. De nuevo, la sortija de oro con una gran amatista incrustada se exhibía obstinadamente ante mis ojos. La besé en señal de respeto.- ¡Cuánto ha cambiado su carácter, capuchino! En Roma me negó la deferencia.
.
- Me sentí indispuesto.
-
- ¿El ataque repentino de tos? ¡Por Dios, Carmelo, esa astucia se enseña en los pasillos del seminario! -Estudio mi extrañeza al comprobar su admirable memoria-. Debo resolver unos asuntillos en el convento, meros formulismos. La superiora me ha tentado con un delicioso postre al que no he podido negarme.
-
- Obra de mi hermana que cocina mejor que los mismísimos ángeles.
-
Me impulso con delicadeza hacia el vestíbulo. Sor Caridad retornó a recepción junto a la hermana Segura. Ambas nos observaban de soslayo.
-
- Tiempo tendremos en la comida de discutir esa afirmación. -Sonrió conciliador-. Y también las conclusiones que usted expone en un reciente artículo publicado en Acta Apostolicae Sedis sobre la psicología comparada de los santos contemporáneos.
-
- No quiero contrariarle ilustrísima, y menos todavía cuando ya lo hice en tiempos. -Junté las manos en señal de ruego-. Discúlpeme, pero debo controlar a mi hermana una adición recién descubierta.
-
- ¿Algo grave?
-
- Alcoholismo, no sé en qué grado. -El obispo Juan Matamoros asintió, condescendiente-. De seguro que la abadesa Severa nos instalará convenientemente a postres, si para entonces el alcohol y su veneno no han dañado a mi hermana.
-
Nos detuvimos en el pasillo, a la altura de la recepción. La superiora Severa nos adelantó y con una suave genuflexión, invitó al obispo Matamoros que la acompañara al despacho conventual, para informarle pormenorizadamente de los temas que la aquietaban, a listar, su cese, el inventario tasado de ofrendas y el anónimo de la mano sangrante (>Esc 08).
-
Los residentes se agolparon frente a la entrada del comedor. Ana, empujando la silla de Meritoria, finalizaba a las bravas lo que la partida de cartas hubo resuelto en tablas.
-
- ¡A las buenas o a las malas, Ramonet!
-
Entramos en procesión, unos detrás de otros. Se disponían dos grandes mesas verticales en paralelo y otra horizontal en el fondo, montadas las tres en forma de U invertida. En cada uno de los brazos alargados se sentaban unos cuarenta comensales, veinte por lado, y en la horizontal, aupada sobre un escalón, conté doce asientos que ocupaban las personalidades invitadas junto a las monjas más ancianas y principales. El resto de las hermanas franciscanas, salvo aquellas que se turnaban en la cocina o en la recepción y algunas otras que cuidaban enfermos en las habitaciones, se acomodaron en las mesas alargadas, esquinadas en el extremo más próximo a la de presidencia.
-
Los últimos en sentarse fueron la superiora y el obispo Juan Matamoros. Penetraron por una puerta lateral del comedor y tomaron asiento en el centro de la mesa de gala. Los descubrí serios. El obispo oteó alrededor y se frenó circunspecto en mi semblante indiscernible. La mueca dura y seca de su rostro significaba que la madre Severa le hubo puesto en antecedentes sobre las incidencias del convento y de la residencia. Alguna de ellas o el conjunto de todas, le inquietaban más de lo que me alarmaron a mí. Así se mantuvo, observando gestos que descubrieran a los culpables de la amenaza anónima. Luego descansó la acechanza en los cuchicheos que le dedicó la abadesa y se dispuso, y nos dispusimos a dar gracias a Dios por los alimentos que estábamos a punto de ingerir.
-
De cada una de las esquinas de las mesas laterales se levantaron dos monjas y una de la mesa horizontal, las cinco más jóvenes del convento. Se dirigieron a la cocina y volvieron a entrar con unos carros con bandejas. Iniciaron el reparto por los extremos más alejados para acabar racionándose ellas mismas en el final de recorrido. Dispusieron jarras de agua y cestas de pan para cada seis personas. A continuación y en pocos minutos, sirvieron un sabroso caldo de primero. Así actuaron en el segundo plato, pescado a la plancha, añadiendo una cantidad de vino rosado que escanciaban desde unas tinajeras de barro. Algunos lo negaron y se sirvieron agua de las jarras. Ramonet, sentado a mi lado, y Probio, en la diagonal, a la vera del republicano Bernabé Penas, lo recibieron con fruición, como si fuera escarcha de maná.
-
- Carmelo, quítale el vino a Ramonet.
-
La hermana franciscana me estaba llenando el vaso de vino.
-
- Tómate el mío si tanto te apetece.
-
- ¡No! -La monja llegó a la altura de Ana y le ofreció vino. Ana negó tapando la abertura del vaso con la palma de la mano-. Quiero el de Ramonet.
-
La observé pasmado, viéndola insistir con gestos a Bernabé para que hiciera otro tanto con el vino de Probio. La hermana del lado contrario repetía con Meritoria. También declinó la ración. Asombrado, el trozo que ensartaba trincado en el tenedor se me cayó al sayo y lo emporcó.
-
- Ana. -Insistí enojado-. ¡O te tomas el vino o te lo vierto por la cabeza!
-
- ¿Por qué he de beberme tu vino si no me gusta el vino?
-
- Ana. -Mascullé confuso-. La partida, la apuesta, las trampas, ...
-
- Su hermana y yo somos abstemias, padre Carmelo. -Meritoria intervino apaciguadora-. ¿Cree que queremos el vino de Ramonet y Probio para beberlo nosotras?
-
- Desafiar sin desear la ganancia, implica más ruindad si cabe.
-
- Nos apostamos el vino, cierto, pero no para bebérnoslo sino para que Ramonet y Probio no lo prueben. -Continuó Meritoria-. Padecen una cirrosis aguda. No pueden ni olerlo, pero no saben controlarse voluntariamente. Sólo nos queda una opción: el engaño. Su pasión por las cartas es superior a sus ganas de beber. Por eso nos apostamos el vino, ellos codiciosamente para duplicar la ración, y nosotras para quitársela. En la farsa participamos todos los de la cuadrilla: Cástulo y Pepe, Bernabé y Loli, Ana y yo. Cada semana una pareja les reta y ellos, animados por el premio y por el juego, aceptan.
.
- Si no beben aquí, lo harán en el pueblo.
-
- ¿Sabe lo que es la pobreza extrema? Aquí se vive la indigencia, padre Carmelo, sin antifaces que la enmascaren. Le juro que si tuviera una fortuna dignificaría la vida de estos miserables. -Hincó sus ojos revolucionarios en mi aturdimiento-. Ramonet y Probio no usan monedero porque vacío resulta inútil.
-
- Marcamos las cartas para no depender del azar. -Ahondó Ana- El principio justifica los medios, Carmelo.
-
- El fin justifica los medios, Ana. -La corregí- ¿Y las hermanas no lo impiden?
-
- Lo intentan, pero el derecho del ser humano a decidir es superior a la recomendación médica. -Argumentó Meritoria-. La responsabilidad es únicamente de ellos. La abadesa no puede establecer un agravio comparativo. Si les niega el vino, tendría que prohibirlo al resto que beben con mesura. Y eso, no parece justo. Por eso y por ahorro, lo aguan. -En aquel mismo instante, Ramonet y Probio brindaron entre ellos y trasegaron el vino que, por mi culpa, no habían perdido en la partida-. En definitiva, padre, nos debe una.
-
Apuré mi vaso de vino aguado, compungido por los perjuicios que el alcohol pudiera causar en los ancianos y aliviado por los que no causaría a Ana.
-
Nos trajeron el tercer plato, un filete de ternera de sabor equívoco. No me importó. Aún faltaba el postre de castañas.
-
Un ruido seco nos hizo girar la cabeza hacia la mesa presidencial. Una monja se levantó violentamente y sujetándose la trasera del faldón, abandonó el comedor. La superiora, perpleja como todos, recolocó la silla caída. De repente, una segunda hermana, sentada a la izquierda del obispo, se excusó y salió apresuradamente. Ladeó a la madre Severa, su asombro y su turbación. La superiora titubeó. No por mucho tiempo. Una tercera monja repitió la escena. La abadesa se incorporó y anduvo tras de ellas. No hubo traspasado la puerta, cuando un grito desgarrador la detuvo. El obispo Juan Matamoros, preso de una extraña convulsión, inició la carrera, tropezó con las patas de la mesa tirando platos, vasos y cubiertos al suelo, y desapareció como un destello. Y después de él otras dos monjas más en apenas un minuto. Aturdidos nos incorporamos y quisimos seguirles. La abadesa nos contuvo y llamó con rapidez a otras monjas. La hermana Segura penetró desde la recepción y se ofreció a la madre Severa. Esta sopesó durante un instante la situación y ordenó que se localizara al médico con urgencia. Sor Regla recibió las instrucciones que en cadena debía transmitirnos: las puertas del asilo se cerrarían, nadie saldría de la residencia hasta que lo autorizara la abadesa y si alguno se sentía indispuesto, debería dirigirse a la clínica. Allí se fue la superiora y nos dejó boquiabiertos, secuestrados y sin postre de castañas.
-
A las cuatro y media de la tarde nos reunieron a todos en el salón. Antes, y desde el enclaustramiento forzoso, asistimos a la venida del doctor, a los rumores sobre el suceso, y a la marcha precipitada y en tres ambulancias, a eso de las cuatro y cuarto, de las cinco hermanas y del obispo. Ya no podríamos discutir sobre mi artículo de los santos contemporáneos. Despedí a monseñor en la recepción, postrado sobre la camilla, tapándose el rostro descompuesto y perjurando que millones de gusanos le carcomían por dentro.
-
La salud de los enfermos me preocupaba, lo ocurrido me confundía y la cara desfigurada de la madre Severa me confirmaba que, el silencio de los viejos según se sentaban, ocultaba el temor del culpable que sabe va a ser juzgado. La ira de la superiora era en sí, una verdadera declaración de intenciones.
-
- ¡Alguien ha envenenado al obispo!