ESCENA 17. Las novelas policiacas.

Abandonado a la lectura del libro no le sentí acercarse. Se empalizó detrás y se mantuvo espiándome, hasta que los ángeles que nos avisan del peligro me alertaron.
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Plegué violentamente las tapas del volumen. Él permaneció inmóvil
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- ¿Lee algo interesante?
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Aguanté su mirada sin someter la mía. El hermano capuchino me quitó el libro de las manos.
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- ¡Alguien ha envenenado al obispo!
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- Claro, claro. ¿Y quién ha sido? -Me preguntó cínicamente.
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- ¡No lo sé! -Respondí con candor-. Seguro que el padre Brown descubre al culpable.
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- ¡Cómo no, Carmelo! -Ojeó la cubierta y entornó los ojos-. Gilberth Keith Chesterton. Bien, bien. ¿Y usted desea conocer la identidad del mezquino que lo ha cometido? ¿Verdad? -Aguardo mi asentimiento- Abandone esta literatura vana y céntrese en los estudios que le convienen. La Iglesia precisa doctores, no aficionados al crimen y a la futilidad. El noviciado prepara para amar a Dios a través del conocimiento, no para buscar asesinos de obispos. -Su tono imperativo me atemorizó-. Aquí se está por vocación.
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- Sí, hermano Apuleto.
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- El superior me ha pedido que informe sus dimisorias, Carmelo. No me tiente a invalidar su ingreso en la Orden.
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Acababa de cumplir los dieciocho años y aún no había aprendido lo que significaba el voto de la obediencia. Para entonces, acumulaba un año de postulantado y dos como novicio en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, y todavía ignoraba la verdadera magnitud de mi aventura espiritual. En la Orden entrabas con las páginas de la vida en blanco para que fueran escritas por tutores como el hermano Apuleto. Jamás imaginé que la entrega a Cristo fuera tan exclusiva como para desterrar las ensoñaciones de la adolescencia. Aquí se está por vocación. Sí. Deseaba ser fraile, y de segunda opción y compatible, cosa de la edad del pavo, investigador como los de las novelas policíacas, como el anodino Dupín o como el deductivo Sherlock, como Arsene Lupín o como Philo Vance, como Margret o como Poirot, y por encima de todos, religioso católico y detective, como el padre Brown de Chesterton. Algún villano envenenó al obispo y me quedaría sin saber su identidad. Poco le importaba al hermano Apuleto la suerte del prelado y las averiguaciones del padre Brown. Mucho menos las súplicas calladas del novicio Carmelo. Dieciocho años. Apilé un fardo con todos los libros, lo até con cuerda de cáñamo y se los dejé en su celda. Ni siquiera me dejó despedirles. De una patada los estampó debajo de su cama. Nunca supe si alimentaron las llamas de la chimenea o la imaginación de otros muchachos carentes de vocación. Cumpliendo sus funciones de tutoría, me hizo prometerle que desde entonces, todos mis esfuerzos intelectuales los encaminaría a los estudios programados que la Orden dispuso convenientes para mí (>Esc 04).
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La voz iracunda de la abadesa me rescató al presente.
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- ¡Alguien ha envenenado al obispo!
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Se produjo un silencio revelador. La superiora aguantó impávida. Giró lentamente la cabeza, desde un extremo del salón hasta el otro, esperando leer en los gestos de los viejos evidencias inculpatorias que sirvieran de condena. Estrelló su mirada peregrina con la mía y se la rehusé asustado de la cólera que destilaban sus ojos.
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- ¿Falta alguien, hermana Perfecta?
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- Tres ancianos inválidos que permanecen en sus cuartos y sor Consuelo que los cuida. Seis residentes que están de vacaciones. El jardinero y el encargado de mantenimiento. La hermana Gracia que convalece en cama, tres hermanas de permiso, y sor Regla que vigila la recepción, además de las cinco hermanas intoxicadas en la comida y sor Pura que las ha acompañado al hospital, junto con el médico. Los demás, estamos todos. En total, cuarenta y cinco personas contándola a usted, madre.
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- ¿Familiares de los residentes?
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- Únicamente el padre Carmelo.
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- Gracias hermana Perfecta. -Ahogó un leve suspiro-. Busque a Américo y a Pelayo y traigalos también. Y dígale a la hermana Regla que mantenga todas las puertas cerradas hasta nueva orden y que atienda los imprevistos y las visitas que pudieran surgir. No quiero que nadie nos interrumpa. ¿Entendido?
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La disciplinada vicesuperiora Perfecta escapó a ejecutar las instrucciones de la abadesa. Al cabo de unos minutos se presentó con Américo, el jardinero y con Pelayo, el empleado de mantenimiento
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- Aquí, entre nosotros, se oculta un sinvergüenza que ha realizado un sabotaje por el cual el obispo Juan y cinco hermanas de esta congregación se encuentran en estos momentos en el hospital. -Elevó su voz por encima de los cuchicheos- Tal vez quería hacer una gracia, pero contra lo que deseara, ha atentado contra la vida de personas, un delito condenable por la justicia y un pecado capital a los ojos de Dios.
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- ¿Qué ha ocurrido? -Inquirió una voz cascada y anónima desde el fondo de la sala.
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La madre Severa desdeñó la pregunta y prosiguió su monólogo.
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- Como superiora, tengo la obligación de proteger a las personas que habitamos en este convento y en esta residencia, y evitar que se repitan nuevos actos de esta naturaleza. Ignoro la razón que lo ha motivado, ni lo que se persigue con ello, pero les aseguro a ustedes que todo mi empeño lo dedicaré a desenmascarar al culpable.
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- ¿Ha muerto el obispo?
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- Su Ilustrísima y las hermanas hospitalizadas están graves, pero gracias a Dios, fuera de todo peligro. -Contestó la abadesa-. Este comportamiento no admite excusas y el autor deberá responder de ello y arrepentirse ante esta comunidad. Y a quien, aún sin intervenir directamente, tuviera conocimiento de lo ocurrido, también le exijo que lo confiese aquí y ahora.
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Giré sobre mis pies y a través del amplio ventanal contemplé el paisaje lánguido que nos cercaba. Llovía mansamente. Las ramas de los abedules y chopos que rodeaban la residencia franciscana se agitaban como el alma de la superiora. Instaba una declaración pública de culpa, o cuanto menos, una delación.
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- Explíquenos lo sucedido, abadesa. -La voz suave de Meritoria consiguió atraerme de nuevo a la reunión-. Hemos oído rumores, pero no sabemos nada en concreto. Usted nos informa que alguien ha planeado envenenar al obispo y a cinco hermanas. Si quiere que le ayudemos a aclarar este lamentable episodio, tendrá que facilitarnos más detalles.
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Meritoria poseía la habilidad de exasperar a la madre Severa y ésta recomponía su aparente ecuanimidad mostrando mayor altivez.
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- El obispo y las hermanas padecen una irritación intestinal aguda ocasionada por la ingestión de alguna sustancia tóxica.
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- ¿Qué es una irritación intestinal aguda? -preguntó Ramonet con simplonería.
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- ¡Que se va por las patas abajo, Ramonet! -Le ilustró Ana.
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Las risas de la comunidad encolerizaron aún más a la superiora. Cruzado de vergüenza, me acerqué a mi hermana y le propiné un pellizco.
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- ¡Ah, una cagalera! De eso no se muere nadie, caramba -Insistió Ramonet consciente ya de la levedad del mal-. Una buena purrulera limpia el cuerpo y …
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La abadesa, circunsitiada de hilaridad, le cortó la conclusión.
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- ¡Ana, Ramonet, basta ya de comentarios estúpidos! -La asamblea se distraía en lo jocoso-. El obispo Matamoros y las hermanas sufren una fuerte diarrea hemorrágica, que puede derivar en una gastroenteritis. ¿Conforme? -De nuevo, su irascibilidad deslizó hacia una altanería dominadora-. Mientras que el médico no disponga de los resultados definitivos de los análisis, no puede establecer qué sustancia lo ha originado, aunque se sabe que ha sido ingerida mezclada en algún alimento.
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- ¿Mezclada en un alimento? -Intervino Meritoria-. Si fuera así, muchos otros habríamos enfermado.
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- ¡Se acabó la conferencia de prensa! -Extrañamente, la abadesa contestó con despecho lo que a mi entender suponía una duda sensata-. No les he reunido para intercambiar preguntas sino para obtener respuestas. Crean lo que les digo, aunque todavía no pueda explicarles el motivo de mis afirmaciones: alguien ha intentado asesinar a seis seres humanos y ese tal anda aquí, entre nosotros. ¡Escúchenme todos! -Elevó la voz sobre los murmullos-. El obispo Juan Matamoros desea que el incidente se solucione internamente, sin dar publicidades gratuitas al exterior. Y yo lo comparto. Todos sabemos que la condena religiosa es más benigna que la civil. -Su amenaza velada acongojó a los ancianos-. Vamos a reflexionar en silencio durante unos minutos. Pensemos en el mal causado y en el buen proceder cristiano. Luego quiero que el culpable o cualquiera otro que sepa algo del suceso nos lo comunique al resto de los presentes.
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Fueron unos minutos interminables. Todos se vigilaron, unos a otros, rastreando un mínimo movimiento. Ni un respiro. El saboteador no iba a levantar la mano y el cómplice, por miedo o inexistencia, tampoco. Volví a refugiarme frente al ventanal, la lluvia boba y el aire agitando las copas desvencijadas. Sólo se filtraba el siseo del viento y los chasquidos de las gotas al rebotar en los cristales. Más atento, más inmerso, supuse que el ruido no lo producía el agua estrellada, sino los lamentos y las meditaciones de la asamblea que ante la falta de confesos mendigaban benevolencia.
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- Compruebo que no quieren solucionarlo. Si el responsable no lo admite, condena al resto a sufrir las consecuencias. -Bajó la voz en un último requiebro por amedrentar a los ancianos- ¡Y les aseguro que las habrá!
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----- (Continua en escena 18) -----