ESCENA 18. Los dos gallos del corral.

----- (Continuación de la escena 17) -----
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Giró sobre sí misma y se dispuso a abandonar la sala. Un traquetear de ruedas y un rumor creciente la frenó. Meritoria pedía turno de palabra.
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- ¡Un momento abadesa! ¿Qué ... ?
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La madre Severa la interrumpió, cortante.
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- ¿Se declara culpable, Meritoria? ¿Conoce la identidad del malhechor?
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- ¡Claro que no!
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- Pues entonces, no moleste.
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La abadesa anduvo con decisión hacia la puerta. En el umbral, se paralizó, alanceada por las palabras virulentas de Meritoria.
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- ¿De dónde le nace esa crueldad? -El dardo acertó en el ánima costrada de la abadesa-. Así no se comportan los buenos cristianos.
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- El creyente no teme asumir los errores.
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- Nos amenaza por no contarle lo que desconocemos. ¿Qué clase de tiranía pretende imponer? Usted no puede ...
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- ¡Cállese!
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- ... juzgarnos. -Zanjó Meritoria-. ¡Guárdese su arrogancia! Usted no va a sentenciar nada porque no tiene competencia para ello.
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- Este convento y este asilo lo administro yo y dicto las normas que creo convenientes Y si no coinciden con las que usted está dispuesta a aceptar, váyase donde casen mejor. -La superiora señaló con el dedo a Meritoria-. A nadie se le obliga a vivir aquí, y esto, si que le incumbe, Meritoria. -Recorrió con su mirada al resto de los reunidos.- El envenenamiento del obispo no es una broma de mal gusto. Es un delito y quién lo ha cometido puede volver a repetirlo. Todos peligramos mientras el agresor se mantenga en el anonimato. Me concierne, -regresó a Meritoria-, velar por la integridad de los residentes y de las monjas, ofrecer a todos tranquilidad. ¡A usted también! Y no estoy dispuesta a aguantar retórica engañosa sobre mis modos. El suceso ha ocurrido y ha producido daño, y todo lo que produce daño, tiene consecuencias.
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- Que usted dictaminará.
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- ¡No le quepa ninguna duda!
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- ¡Yo no voy a aceptar un castigo que no me corresponde! -Bramó Meritoria.
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- ¡No me chille, pérfida comunista!
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- ¡Y usted no me acuse, aprendiz de Torquemada!
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- ¡Abadesa, Meritoria! -Intercalé un grito que las acalló por inesperado-. ¿A dónde conduce esta disputa?
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- La gobernación de esta casa me corresponde a mí. -La madre Severa cimbreó la voz sin mostrar flaqueza-. Y no voy a tolerar que nadie, tampoco usted Carmelo, contradiga mis procedimientos.
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- Nada más lejos de mi intención. -Dejé que mi enervamiento vertiera por la pendiente hasta el valle de la cordura-. Si ambas lo permiten, quisiera formular una humilde sugerencia.
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- Diga lo que le plazca. -Contestó la superiora, descortés-. Pero no confunda sugerencia con intromisión.

- ¿Y usted, Meritoria?

- No tiene que pedirme permiso.

- ¡Gracias! -Roté y me enfrenté a la asamblea-. Monseñor y cinco hermanas permanecen ingresados en urgencias, esto es indiscutible. Y también lo es que este convento y esta residencia los dirige la abadesa. -Meritoria arboló un conato de desacuerdo-. ¡Déjeme acabar! La madre Severa nos ha propuesto esclarecer el suceso internamente, sin publicidades que no convienen. -Meritoria bajo el brazo-. Aunque nos ha anticipado que no puede decirnos las pruebas que lo demuestran, nos ha confirmado, primero, que se trata de un envenenamiento planeado y producido por una sustancia tóxica mezclada en algún alimento y, segundo, que el responsable se encuentra aquí, presente en esta sala. -Di un paso hacia la superiora, con las palmas de las manos juntas en señal de ruego-. Sin cuestionar su facultad de mando, abadesa -levantó la cabeza con altanería obligándome a someter la mía-, creo que sería mejor ofrecer la intimidad de su despacho a quien aporte datos para la resolución de este dramático episodio que no pedir una acusación pública. La figura del delator no nos apasiona a los cristianos por el pago que en la historia nos han dado.

- ¡Se ha inmiscuido, padre Carmelo! -La abadesa se mostró arisca-. Espero que su falta de tacto no vuelva a repetirse. Me interesa aclarar este asunto y no sus opiniones sobre la delación, que yo llamo responsabilidad subsidiaria de la comunidad. -Deslizó su enojo hacia la turbación de los ancianos-. ¡Si alguien desea hablar, que lo haga ya! -Con reparos, negoció una concesión-. En todo caso, quien prefiera acudir a mi despacho tendrá las puertas abiertas a partir de ahora.

-Yo he envenenado a monseñor. -Otra vez, para mi desesperación, Meritoria, brazo en alto, vociferó pendenciera.

La madre Severa entornó los ojos embadurnada de satisfacción. El placer le duró un mínimo instante. Seguidamente, Ana levantó la mano y con la que mantenía bajada, elevó la de Probio que, descuidado, la ocupaba manipulando los picores en la bragueta.

- Nosotros también somos culpables, abadesa. -Ana en estado puro-. Cumpla con su deber y enciérrennos en los calabozos de la santa inquisición.

- ¡Vaya por Dios, el trío de la bencina! -Desdeño a los subalternos y atacó al jefe de la cuadrilla-. Qué pretende con esta payasada, Meritoria.

- Que el padre Carmelo esclarezca el caso.

Tragué saliva al escuchar mi nombre y la instancia por la cual me convocaban. Ignoraba qué perseguía Meritoria y qué me competía esclarecer. Mi perplejidad se contagió en la cara de la abadesa que me indicó que me acercara.

- ¿Qué pinta en todo esto, Carmelo? -El bisbiseo encastrado en el tímpano me forzó a negar con vehemencia.

Me aproximé a Meritoria y alejándola hacia el ventanal, la inquirí con la misma intimidad que me hubo requerido la madre Severa.

- ¿Me quiere explicar qué se propone, Meritoria?

- ¡La abadesa quiere machacarnos! -Susurró entre dientes-. Usted no puede imaginarse lo que le ronda por la cabeza: ¡venganza!

- ¿Venganza? ¿Por qué?

- La semana pasada su hermana y yo, en representación de los ancianos, reivindicamos unas mejoras en las condiciones del asilo (>Esc 10).

- ¿Reivindicaciones? ¿De qué tipo?

- Las más cándidas del mundo: doblar la ración de galletas en el desayuno y en la merienda, una sábana y una manta extra para cada cama, cerrar una hora más tarde la residencia, dejar de aguar el vino, celebrar un baile los sábados por la noche y otras parecidas. -Desvió la mirada hacia la superiora-. ¡La amenazamos con acciones contundentes!

- Ya, el anónimo de la mano sangrante (>Esc 10).
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- ¿El anónimo de qué?
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- De la mano sangrante. -Insistí-. El ultimátum que remitieron a la abadesa.
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- No hemos remitido nada, ni anónimos, ni gaitas. -Protestó confusa-. La chantajeamos con escribir una carta de queja al obispo si no atendía nuestras peticiones. Ella nos prometió que estudiaría nuestra solicitud pero que le concediéramos un tiempo para pensárselo. Pactamos una tregua y nosotros la hemos cumplido.
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- ¿Y por qué entonces va a desquitarse?
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- ¡Criticamos su capacidad para administrar este asilo y eso, usted ya lo ha comprobado, es mentarle la bicha! -Ojeó de soslayo al resto-. Este incidente le viene al pelo. Le importa un bledo averiguar la identidad del saboteador. Sólo le interesa enemistarnos con monseñor.
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- Usted, Ana y Probio ya se han incriminado.
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- ¿Cree que el verdadero autor va a hacerlo? ¡No! Ella lo sabe también. Conseguirá que pasemos por su despacho uno a uno, nos presionará y nos dividirá. Todos nos acusaremos mutuamente. ¡No menosprecie el poder de intimidación de la abadesa! Es capaz de lograr que los viejos se culpen de la crucifixión de Cristo. Las consecuencias las apechugaremos todos, nos indispondrá ante el obispo y ella justificará su forma despótica de dirigir el asilo.
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- ¿Y yo que tengo que ver?
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- ¡Usted es inteligente e intuitivo padre Carmelo! Ha descubierto las trampas que hacíamos jugando a las cartas. Su trabajo consiste en diferenciar qué es cierto, qué es coincidencia y qué es mentira (>Esc 15). Si aclara lo ocurrido demostrará nuestra inocencia.
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- No tengo ni la más remota idea de quien lo ha hecho.
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- ¡Posiblemente, alguna monja!
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- ¡O un abuelete radical que se ha extralimitado y además de enviar un anónimo, ha emponzoñado la comida!
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- No. -Blandió contundente-. Aquí es imposible ocultar un secreto. Pero si fuera como dice, prefiero que lo averigüe usted con sus métodos que no la abadesa con su terrible firmeza.
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- No me apetece inmiscuirme ...
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- ¿ ... en lo que le sucederá a su hermana cuando usted regrese a Roma? Ana también las pasará canutas, como todos los demás. -Pejiguera lisiada. Ya no me quitaría de la cabeza aquello que ni siquiera anidó de refilón, que Ana era presunta por boca de la abadesa (>Esc 10) y confesa miembro del trío de la bencina por su mano elevada-. Además, nos debe una (>Esc 16).
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Me alejé pensativo, esforzándome en reordenar el torrente de ideas peregrinas que me surgían. ¡Investigar un caso! La tentación embadurnada de vanidad, me empujaba hacia un lado. El miedo al ridículo y la inoportunidad de mi injerencia, me recolocaban a la contra sensata. De negarme, la superiora y sus modos autoritarios los trizarían. De entrometerme, los estragaría yo con mi ignorancia. ¿Qué aportaba a la resolución? Nada, ni capacidad deductiva ni improvisación. El padre Brown si tenía talento, pero yo no pertenecía a esa galería ilustre de detectives de ficción que inflamaron mis años adolescentes y a quienes el tutor Apuleto desterró debajo de su cama. (>Esc 17).
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Desconozco que enjaretó a mi cerebro aquella astucia que hube leído en algún libro de Chesterton, y que de seguir las pautas convenidas, conseguiría aplacar los ánimos crispados de la abadesa y de Meritoria, sin ganar ninguna, sin perder tampoco, en todo caso los abrojos los penaría el capuchino metomentodo que maquinaba la artimaña.
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- Meritoria pide que yo esclarezca el lamentable incidente que ha ocurrido hoy, aquí. .-Resumí a todos, en especial a la madre Severa-. Propuesta que me es imposible asumir si la abadesa no lo autoriza, ...
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- ¡Por supuesto que no voy a secundar semejante bobada!
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Por tercera vez, la madre Severa se alejó hacia el exterior de la sala. Mi treta, construida a botepronto, la detuvo en seco.
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- … en cuyo caso, Meritoria denunciará esta misma tarde el suceso en la comisaría de policía más cercana e informará a los medios de comunicación para que lo difundan. -La superiora se trasmutó en estatua de plomo, pero no se giró-. Por el contrario y si lo aprueba, Meritoria se compromete a aceptar de buen grado la sentencia que estime justa la abadesa y a no divulgar el suceso fuera de estos muros, tal y como recomienda monseñor.
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- Si el saboteador es un residente cargaremos con las consecuencias que la madre Severa considere oportunas. -Meritoria me interrumpió para puntualizar, complacida por la sutileza inesperada que siendo de mi cosecha se la cedí como suya-. Si el envenenamiento se produce por una coincidencia, o se debe a un alimento en mal estado, o lo comete una persona distinta de un residente del asilo, en cualquiera de estos tres casos, la superiora nos pedirá perdón públicamente y concederá las reivindicaciones exigidas la semana pasada.
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- ¡Está loca Meritoria! ¡Ha perdido el juicio!
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- Estas son las condiciones. -Meritoria se mantuvo impertérrita-. Usted decide abadesa: lavar los trapos sucios dentro o abrirme de par en par las puertas para denunciarlo en el primer juzgado de guardia.
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La madre Severa nos traspasó con un atisbo punzante. Vaciló unos momentos, se ladeó primero hacia las monjas acólitas y después hacia los ancianos expectantes
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- ¿Y si el padre Carmelo no identifica al culpable?
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- ¡Entonces, -concluyó Meritoria-, ganará usted!
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- Yo siempre gano, Meritoria. -Sentenció la superiora saliendo por fin del salón-. ¡Siempre! Porque yo represento el poder y el orden. ¡No lo olvide nunca, Meritoria!