ESCENA 19. El fraile goloso.

Con certero juicio, la madre Severa ordenó posponer mi intervención hasta después de la merienda. Los residentes se calentaron el cuerpo con el postre de castañas que nos expropiaron en la comida, comentándose entre relamido y relamido el extraño suceso y los perjuicios derivados del episodio que presenciaron. Rebosaron estómago y ánimos para aguantar la representación que, la soberbia de la superiora, la incordia de Meritoria, y la estupidez de mi vanidad, les programamos como plan de tarde sin ellos votarlo.
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La abadesa puso a mi disposición a la vicesuperiora Perfecta, con la orden de proveerme de todo aquello que necesitara y de acompañarme por las dependencias del asilo. Nos detuvimos en varias de ellas, especialmente en la recepción, en el comedor, en la cocina y en el salón. Juntos circunvalamos una vuelta por el perímetro de la edificación durante la cual me informó de todos aquellos datos que ayudaban a mi investigación. Le di algunas instrucciones complementarias y se retiró a cumplirlas, mientras yo, ayudado por Pelayo Cejón, escarbaba en los cubos de la basura en pos de un presentimiento. Almacenamos en una caja de cartón unos desechos que consideré indicios. Luego le pedí que me construyera en el tallercito un simple artilugio con madera y clavos según unas medidas que le facilité, tiempo que aproveché para subir a la habitación de Ana y Meritoria y comprobar dos detalles que me martirizaban, el uno de contenido y el otro de diccionario.
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A las seis y cinco me presenté a la abadesa, solicitándole los penúltimos favores necesarios para fundamentar mi estrategia, aunque a ella no pudiera confesarle que todo era un burdo engaño.
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- ¿Me podría facilitar un listado que incluya a los residentes, a las monjas y al personal contratado?
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- Por supuesto. Hermana Perfecta, prepárelo.
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La vicesuperiora, concluidas las tareas que le impuse, tecleaba eficaz frente al ordenador. En apenas nada, me entregó la relación.
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- Abadesa, necesito que tache de esta lista a todas aquellas personas, residentes, monjas o trabajadores, que sufran algún tipo de inmovilidad.
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- Permítame.
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Repasó el listado y quitó cuatro nombres, tres de residentes y uno de religiosa. No pude evitar sorprenderme. Saltó maliciosamente por encima de Meritoria, como si ir en silla de ruedas no fuera suficiente minusvalía para descartarla. No iba a dejar de sospechar de su participación por mucho que el mismísimo Espíritu Santo se lo chivara. No me importó su falta de ecuanimidad. Ya excluiría yo a Meritoria cuando me viniera en gana.
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- Suprima también a todos aquellos con problemas graves de vista, con demencia senil y similares, enfermos de Parkinson y analfabetos o que escriban con dificultad.
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- Cinco residentes y cuatro hermanas.
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- Ahora elimine a quienes no permanecieron desde ayer por la tarde hasta ahora mismo en el interior del asilo o del convento.
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- Seis ancianos y tres monjas, todos de vacaciones. El médico, también.
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- Y por último, tache a aquellos residentes, únicamente a residentes, que su habitación no se oriente hacia el patio interior.
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- ¡Dios le asista! - Mostró un gesto de perplejidad, tal que le desconcertara mi metodología detectivesca-. Sor Perfecta, usted controla mejor que yo la ubicación de los residentes.
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Entre las dos borraron del listado trece candidatos.
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- Sin olvidarnos de las cinco monjas intoxicadas. ¿Cuántos nombres quedan?
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La hermana Perfecta calculó rápida.
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- Veintiocho, sin contar a la abadesa: trece residentes, once monjas y cuatro trabajadores de plantilla.
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- Sor Pura se encuentra en el hospital cuidando a las hermanas intoxicadas. -Puntualizó la superiora-. Debo mantener a sor Consuelo de celadora y a sor Regla en recepción. Las tres aparecen en la lista.
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- Conforme. Primero, quiero entrevistar de uno en uno y en privado a estas veinticinco personas para someterlas a unas pruebas periciales. -Toqué en el hombro a la madre Severa indicándola que se levantara de su silla-. A ser posible aquí, abadesa. -La superiora fue a protestar y la acallé con un gesto.- Segundo, reúna a esas personas en el salón a eso de las siete. -La empujé hacia la puerta de su despacho-. Tercero, ¿ha sobrado postre de castañas?
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- Ni una migaja, fraile goloso.
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En venganza, la deje sóla y desamparada en el pasillo, preguntándose porqué yo prefería la ayuda de la hermana Perfecta y no la suya.