ESCENA 20. El tonel de vino.

A las siete en punto, los ancianos, las monjas y los trabajadores esperaban sentados en el salón. Siguiendo mis instrucciones, la hermana Perfecta instaló dos mesas con sus correspondientes sillas, sobre aquellas un mazo de folios escritos, una copia del anónimo de la mano sangrante y el artilugio de madera que le encargué a Pelayo Cejón que me construyera. Detrás, una pizarra donde hube dibujado un plano de la planta baja de la residencia (>Esc 13), y en una caja de cartón en el suelo, se amontonaban los desechos que extrajimos de los cubos de basura.
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Ofrecí a la abadesa, de pie y en tensa espera, que ocupara una de las dos sillas de presidencia.
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- ¿Falta alguien, hermana Perfecta?
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La vicesuperiora, en tierra de monjas, se levantó solícita.
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- La hermana Pura, la hermana Regla y la hermana Consuelo. Estamos aquí reunidos trece residentes, ocho monjas, dos cocineras, el jardinero y el encargado de mantenimiento. En total veinticinco personas, más la abadesa y usted, padre Carmelo. -Su mirada afable me contagió-. Tenga los textos redactados por la hermana Regla y la hermana Consuelo.
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- Muchas gracias. -Recogí los folios que me entregaba y en el desliz, estreché su mano-. Deseo que usted ocupe la segunda silla, al lado de la madre Severa. -Calculé que la hermana Perfecta rondaría los cuarenta años. El tono de su voz era dulce y cálido como sus manos entabladas entre las mías. Tenía unos ojos profundos y azules como el cielo en calma que embellecían el rostro pintarrajeado de pecas, salpicado de rubor, simpatía y algo de picardía-. (>Esc 08). Yo permaneceré de pie. -Sorprendida, aguardó la aprobación de la superiora y tras recibirla, se aproximó con la cabeza gacha-. ¿Puedo comenzar, madre Severa?
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- Cuando guste.
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- Todos hemos presenciado lo que ha ocurrido durante la comida. El obispo y cinco hermanas franciscanas han enfermado misteriosamente y permanecen hospitalizados. A las cuatro y media hemos asistido a una primera reunión donde la madre Severa nos ha anticipado que la intoxicación no ha sido fortuita, sino intencionada. Puedo garantizarles que es cierto. -Anduve hacia el centro de la sala-. ¿Catalina, la jefa de cocina?
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- Yo, padre. -Me contestó una mujerona recia y desaliñada.
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- Corríjame si me equivoco. El menú de hoy constaba, de primero, un caldo de gallina. -Asintió-. De segundo, pescadilla rebozada, y de tercero, carne estofada. El postre se ha servido en la merienda. -Reitero nuevamente-. ¿Hemos comido todos lo mismo? –Afirmó con la cabeza-. ¿Se ha preparado algún plato especial que únicamente hayan probado las personas enfermas? –Negó firme-. ¿Se ha hecho en recipientes distintos?
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- Toda la comida se ha cocinado en los mismos pucheros.
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- Gracias Catalina. -La tranquilicé con una palmada-. Como han oído, la cocinera jefa nos asegura que todos hemos comido lo mismo. Y es verdad. Por tanto, se deduce que el producto venenoso no se camufló en los comestibles porque muchos otros padeceríamos la fatal descomposición. ¿Hemos bebido lo mismo?
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Un carraspeo propició que me volviera. La superiora hizo un gesto para que me acercara a su lado.
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- De todas las cualidades del alma, la más útil es la prudencia, Carmelo. No me soliviante al personal.
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- No se mide la profundidad del río con los dos pies. -Comprendí su advertencia-. Confíe en mí, abadesa.
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Retorné al centro de la habitación.
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- Contésteme con sinceridad, madre Severa. ¿Hemos bebido todos el mismo agua y el mismo vino?
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- El agua sí; el vino, no. Monseñor y las monjas enfermas han tomado otro distinto.
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Noté en su respuesta una reconvención, pues a punto andaba de contar lo que ella mantenía en secreto: las monjas bebían un vino diferente y de mayor calidad que el que servían a los residentes, modesto y aguado para evitar que el alcohol pudiera perjudicarles (>Esc 16). Con un movimiento rápido de cabeza serené a la superiora. La estrategia de defensa me forzaba a referir el agravio, pero podía persuadir a los ancianos con una mentira pergeñada a bote pronto.
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- Como todos conocen, -esbocé una media sonrisa-, los religiosos vivimos en permanente comunión con nuestro Señor, y eso nos obliga a beber un vino mistela elaborado según la estricta norma que el padre Eduardo Vitoria redactó en los años cuarenta. Les aseguro que su sabor dulzón resulta extraño al paladar. -La abadesa se mantuvo vigilante a cualquiera que valiéndose de catecismo básico contradijera mi absurda explicación-. Este vino permite, mejor que el común, la mezcla con otras sustancias, en este caso, tóxicas. El obispo y las cinco hermanas hospitalizadas lo consumieron. ¿Alguno de los aquí presentes ha bebido hoy el mencionado vino?
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Centré la pregunta al grupito de monjas. Todas negaron. Catalina levantó la mano, vigiló alrededor y volvió a bajarla rápidamente.
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- Yo bebí anoche en la cena y no me ocurrió nada. -Apuntó la superiora-. En la comida no lo he probado porque esta mañana he empezado a medicarme contra la gripe.
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- Su aclaración nos viene que ni pintada, abadesa. -La regalé un halago-. Las hermanas toman vino tanto en las comidas como en las cenas. Anoche la madre Severa y otras lo bebieron y ninguna padeció malestar alguno, es decir, entonces el vino estaba en perfectas condiciones. Sin embargo, hoy durante la comida, el vino estaba en mal estado. El vino puede variar su composición química y estropearse. Difícil proceso, pero aceptemos que haya ocurrido, aún en tan corto espacio de tiempo. Es una posibilidad. Yo sin embargo, creo que alguien lo emponzoñó. -Un murmullo recorrió la sala-. De ser así, es lógico suponer que la sustancia diluida vendría contenida en una botella, un frasco, un envoltorio, ... , y que el autor, temiéndose un registro minucioso de las habitaciones, quisiera desprenderse del embalaje para impedir que nadie lo usara en su contra como prueba incriminatoria. -Miré por los ventanales. En el exterior seguía lloviendo-. El camión de la basura recoge los cubos todos los días sobre las once de la noche. Si mi deducción es correcta, el malhechor hubo de arrojar el envase del producto tóxico a la basura después de cometer la vileza, es decir, a lo largo de la noche de ayer o durante la mañana de hoy, por lo tanto, el recipiente debería permanecer en los contenedores. Pelayo y yo hemos rebuscado y seleccionado algunos desperdicios. -Levanté la caja del suelo y mostré su interior a la nutrida concurrencia-. Veamos, primero, una botella vacía sin marbete que de entrada no nos sirve. Segundo, el envase de un medicamento vasodilatador que tampoco nos aporta nada. Tercero, un gato muerto. -El público gesticuló un ademan de asco-. Este cadáver me lo reservo para incidir sobre él más adelante. Cuarto, una caja de supositorios, y quinto, fíjense en este frasco añil que les enseño. En la etiqueta de la botellita se lee: Evacuosorbitol. Este tarro ya vacío, contenía una sustancia catártica. ¿Saben qué significa el término catártica? -Negaron con la cabeza uno tras otro-. Catártica significa que "acelera la defecación", es decir, un purgante instantáneo que se utiliza en los hospitales como depurativo de heces, durante los embarazos y en otros tipos de intervenciones donde urge una limpieza súbita de los intestinos. También lo emplean los veterinarios, ligeramente adaptado, para el ganado. Su efecto laxante es fulminante. Un chorrito diluido en un líquido, -el vino-, e ingerido por las personas, -el obispo y las hermanas-, produce en éstas una diarrea tremenda en escasísimos minutos.
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- ¡Todos a una, Fuentelaoveja! -Ramonet brinco del asiento y entusiasmado por el discurrir de la explicación, me dedico unos encendidos aplausos. Ana, a su vera e inexplicablemente comedida, le ilustraba que no se decía Fuentelaoveja, sino Puenteovejuna.
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- El lunes de la semana pasada una representación de residentes solicitó a la superiora unas mejoras referidas a las normas internas del asilo. -Me aproximé a la mesa y cogí la copia del anónimo de la mano sangrante-. La abadesa prometió estudiarlas (>Esc 10). El sábado siguiente, la madre Severa recibió un anónimo, éste que les muestro, donde se cita textualmente: ¡Concede lo que te hemos pedido, vieja harpía, o te vas a cagar! Como firma, el autor estampó una palma de mano teñida de rojo, seguramente sangre de este pobre animal. -Señalé al gato enterrado en el cubo de la basura-. Parece lógico pensar que existe una relación directa entre las reivindicaciones y el ultimátum, y entre la frase escatologica, “te vas a cagar” y la colitis aguda del obispo y de las hermanas. Leído ayer, todos pensaríamos que “te vas a cagar” era una amenaza metafórica que avisaba que las consecuencias de “no conceder lo que te hemos pedido” serían dramáticas, pero nunca imaginaríamos que el sentido literal era la realidad fisiológica de “cagarse”. Alguien purgo el vino con el propósito de hacer daño a la madre Severa, a ella particularmente, sin importarle que otros más fueran victimas colaterales. Lamentablemente para las pretensiones del malvado, la abadesa hoy no ha bebido ni una gota de vino porque está contraindicado mezclar alcohol con botica.
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- Muy astuto, padre Carmelo. -La superiora me sonrió con afecto franco-. Su intervención resulta muy esclarecedora.
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- Sabemos que se trata de un sabotaje. Conocemos el producto purgante y también el intervalo durante el cual se ha diluido en el vino. Ahora reconstruiremos cómo y de qué forma se cometió, pero antes conviene que escuchemos una serie de detalles que nos va a explicar la jefa de cocina. -Me dirigí de improviso a Catalina y noté en ella cierta inquietud por su constante protagonismo-. Por favor, Catalina, ¿dónde se guarda el vino?
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- En la despensa, en un tonelillo de madera.
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- ¿El barril está apoyado en el suelo?
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- No, sobre un armazón.
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- ¿A qué altura?
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- Yo mido casi 1,80 y el grifo de la barrica me queda, ... , -se palpó el pecho enorme-, ... , por aquí.
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- ¿Dónde está el orificio para rellenar la cuba?
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- En la parte de arriba. Con la mano no se alcanza, hay que encaramarse en una escalera.
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- ¿Cuántos litros tiene de capacidad?
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Se encogió de hombros. La hermana Perfecta se levantó en su ayuda.
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- Doscientos, padre Carmelo. Ahora debe contener un cuarto, unos cincuenta aproximadamente.
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- ¿Usted se encarga de la cuba, hermana Perfecta?
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- Sí, por ser la religiosa más joven de la mesa principal.
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- ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que escanció el vino del barril hasta que lo dejó en la mesa?
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- Dos, tres, como mucho cuatro minutos. La jarra se llena directamente del tonel y se sirve de inmediato.
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- Gracias, hermana. -Regresé incisivo a Catalina Cazuelas que se mantenía de pie y angustiada-. A su juicio, anoche
, después de la cena, ¿pudo alguien penetrar en la despensa, subirse a una escalera, descorchar el tapón, verter el purgante en la cuba, bajarse, e irse sin que nadie se percatara?
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- Mientras estuvimos nosotras, -señaló a la segunda de fogón-, no. En la cocina trabajamos dos empleadas y tres monjas de refuerzo. Aunque alguna salga fuera, siempre hay varias dentro. Notaríamos algo extraño, digo yo. La despensa no tiene puertas y se ve todo su interior desde el exterior.
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- ¿Y después de la cena? -Insistí
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- A las diez cierro la puerta principal de la cocina con mi llave y me voy a casa. Se mantiene así hasta las ocho de la mañana, que se vuelve a abrir. Claro que en recepción se guarda un duplicado.
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- Como dice Catalina, es difícil de creer que alguien entrara en la cocina, buscara una escalera, colocara la escalera junto a la cuba, se subiera, quitara el tapón, vertiera el veneno, volviera a colocar el tapón, se bajara, guardara la escalera en su sitio, y escapara sin que nadie percibiera su presencia. No, porque además nadie basaría su plan en el hecho de que cinco personas, a dos metros de distancia, no le vieran ni le oyeran. El envenenamiento no se produjo en las horas durante las cuales la cocina está abierta. Se realizó cuando permanecía cerrada, entre las diez de la noche y las ocho de la mañana. Y aún podemos ajustar más. Hasta las doce de la noche, hora que se apaga la televisión en el salón, los residentes deambulan por la planta baja. Igual ocurre por la mañana, que desde las siete, ya transitan los más madrugadores. El maleante aprovechó el intervalo comprendido entre las doce y las siete para operar. -Descansé la densa exposición para permitir que los residentes la asimilaran.


Miren este dibujo. -Les indiqué el plano de la planta baja de la residencia que esbocé en la pizarra-. La cocina dispone de tres puertas de acceso. La principal comunica directamente con el corredor de entrada; una segunda con la barra del barecito de este salón donde estamos ahora; y la tercera, con el comedor. La principal se cierra con llave y la segunda con un pestillo pasante remachado en la parte de la cocina. La tercera es una puerta batiente de doble giro y no tiene cerrojo, pero el comedor, comunica a su vez con el corredor, y esta cuarta puerta, también se cierra con llave. Existe una última puerta que conecta, a través de un pasillo que discurre por delante de la clínica y por detrás de las escaleras de subida a la segunda planta, con el pasaje del convento. Esta quinta puerta, por la que irrumpen las monjas desde el convento al comedor, carece de cerradura. -Resoplé y me imbuí de renovada verborrea-. Se termina de cenar sobre las nueve y pico, y después, todos abandonan el comedor. A esa hora aproximadamente, la jefa de cocina cierra con llave la puerta que comunica el comedor con el corredor. A las diez de la noche, cuando la cocina está recogida y acaba su jornada laboral, primero atranca la puerta del barecito del salón, mediante el pasador, y segundo, cierra con su llave la principal de la cocina, la que da directamente al corredor. Todas las noches la misma rutina, nunca se olvida. Por si acaso, sor Casta, encargada nocturna de la recepción, comprueba en persona, a eso de las once de la noche, que estas tres puertas, la principal de la cocina, la de entrada al comedor y la que converge con el barecito del salón, permanecen cerradas. ¿Me equivoco, hermana Casta?

----- (Continua en escena 21) -----