ESCENA 21. El gato muerto.

----- (Continuación escena 20) -----
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La monja se levantó pesadamente.
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- No, y le garantizo que anoche las tres puertas que menciona estaban cerradas.
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- A cal y canto, -corroboré-, porque el sinvergüenza se introdujo en el comedor por la puerta de las monjas, la quinta, que solamente se encaja. Entró por ahí, pero antes debía salvar un gran problema: la hermana Casta. Por favor, hermana. -Se mostró molesta por su protagonismo involuntario-. Usted cuida la recepción por la noche. ¿Verdad?



- Sí. -Cooperó con desgana-. Desde las once de la noche que sustituyo a la hermana Regla, hasta las siete de la mañana que me sustituye la hermana Segura (>Esc 08).
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- Todos conocemos la localización estratégica del mostrador de recepción. Desde ahí se controla el recibidor de entrada al asilo, el corredor de la cocina, las escaleras, el pasaje de acceso al convento, y el pasillo que discurre por delante de la clínica y que enlaza con el comedor. Resulta imposible entrar a ninguna dependencia de la planta baja sin ser visto por la persona que vigila en recepción. ¡Realmente difícil! Dígame, hermana Casta, ¿vio usted, entre las doce de la noche y las siete de la mañana, a alguien rondando por los lugares mencionados?
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- No.
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- ¿En algún momento se traspuso, aunque sólo durara un instante?
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- ¡Por Dios que no! -Respondió dolida-. En ocho años que llevo encargándome del turno de noche, nunca me he dormido, jamás.
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- ¿Cómo pasa la vigilia? ¿Se entretiene con algo?
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- Inspecciono que todo permanece en calma, leo textos sagrados y rezo. Y también confecciono punto, ... , ocupación que me autoriza la abadesa.
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- Sin duda, hermana. -Bajé la voz adrede- ¿Me oye?
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- ¡Claro que le escucho perfectamente, aunque susurre! Si pretende probar que alguna persona anduvo por los pasillos y yo no advertí su presencia, comete un error. Gracias a Dios, oigo correctamente. ¡Le aseguro que nadie, absolutamente nadie, correteó anoche por la planta baja!
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- ¿No abandonó para nada la recepción?
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- Sí, -todos se ajustaron sobre sus sillas-, ... , para ir al lavabo. Aguas menores, pero apenas durante un minuto.
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- Hubo una segunda ocasión, sor Casta. -Mi firmeza la contrarió y se mantuvo pensativa, atónita, rebuscando en su memoria-. Anoche, entre las dos y las tres de la madrugada, a las dos y veinticinco exactamente, los perros ladraron durante unos minutos (>Esc 12). ¿Alguien más escuchó el alboroto?
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- ¡Gruñían como locos! -Respondieron al unísono varios ancianos.
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- Los perros aullaron, alguien los siseó y se acallaron de seguido. ¿Me equivoco, hermana Casta?
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- Tiene razón. -Admitió circunspecta-. Salí un momentito para averiguar que les ocurría, sí, a través de la puerta que comunica el asilo con la explanada del patio, junto a la recepción. Permanecí fuera unos cinco minutos. ¡Lo siento!
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- No se lamente por ello, hermana Casta. ¿Por qué ladraban los animales?
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- No lo sé con certeza, pero creo que sí, sería por eso. Al lado de las casetas encontré ese gato moribundo. -Señalo la bestia que yacía en su mortuorio de cartón-. Supongo que debió excitarles. Cogí el bicho y lo arrojé al cubo de la basura. Chisté a los perros y se tranquilizaron. Y yo retorné a la recepción. El resto de la noche no sucedió nada.
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- Gracias, sor Casta. -Nuevamente me encaré al grupeto que me atendía entregado-. El gato que la hermana Casta halló moribundo, es el mismo que Pelayo Cejón y yo hemos encontrado rebuscando en los contenedores. Ahora sabemos quién lo dejó allí. -Forcé una pausa y reordené mentalmente las patrañas engatusadoras que todavía faltaban por contarles-. El saboteador sabía de lo conflictivo para transitar por la noche hasta el pasillo que comunica por delante de la clínica con el comedor, sin que la hermana Casta se percatara de su presencia. Por ello, planeó desviar la atención de la celadora hacia el patio. Pasadas las dos de la madrugada, desde una de las habitaciones del piso superior de la residencia o del convento, lanzó el gato moribundo hacia las casetas, aguardó a que los perros aullaran excitados y abandonó su dormitorio con sigilo. Llegados a este punto, pudieron suceder dos cosas, dependiendo de que el malhechor sea un residente o una hermana. -Enumeré con el dedo índice extendido-. Si lo hizo un interno, esperó en el rellano de la planta de arriba hasta que sor Casta, preocupada por los ladridos de los animales, salió al patio para investigar, instante que aprovechó para bajar las escaleras, ladear el mostrador de recepción, torcer a la derecha hacia la clínica, nuevamente a la derecha por el pasillo e irrumpir en el comedor, por la puerta quinta que, recuerden, no se cierra. Desde ahí, penetró en la cocina y de corrido, en la despensa, donde está el tonel de vino. -Erguí el dedo corazón, v de victoria, tal vez de vanagloria-. En el caso de que lo cometiera una monja, aguantó en el distribuidor del convento que converge con el claustro, hasta que sor Casta se dirigió al patio. Anduvo el pasaje por delante del despacho de la abadesa, luego a la izquierda y por el pasillo de la clínica, penetró igualmente en el comedor y desde éste, por la puerta de doble giro, a la cocina y a la despensa. En cualquiera de los casos, no tardaría más de un minuto, tiempo bastante inferior al que necesitaría la hermana Casta para descubrir el gato, arrojarlo a la basura y amansar a los perros. El delincuente ya estaba en la despensa, y nada le impedía cometer su fechoría. Sin hacer ruido e iluminado por una linterna, acercó la escalera, destaponó el tonel de vino, diluyó el purgante, encorchó el barril, recolocó en su sitio la escalera ...
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- ¿Cómo escapó? -Me interrumpió la madre Severa, ensimismada en mi explicación.
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- ¡Con sagacidad! El saboteador rebosa talento, una mente lúcida que conoce el comportamiento humano. Por favor, hermana Casta, no, no se levante. -Detuve su conato-. Usted hizo guardia hasta las siete de la mañana. Díganos, ¿quién fue el primer residente o la primera monja que apareció por el vestíbulo?
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Titubeó unos instantes mientras repasaba mentalmente.
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- Realmente no puedo afirmarlo con rotundidad. -Se encogió de hombros-. Sor Segura me reemplazó a las siete de la mañana, sí, pero no consigo recordar si ya transitaba alguna hermana o algún residente por allí.
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- Y usted, hermana Segura, ¿puede precisarlo?
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- No, tampoco. -Ojeó a la abadesa temiendo que la falta de concreción trocara en reprimenda por incompetencia-. Las hermanas nos levantamos a las seis de la mañana, nos aseamos, y luego rezamos e iniciamos nuestras tareas. Trajinamos constantemente de un lado para otro. -Trasvasó su destemplanza a mi fijeza-. En cuanto a los residentes, los más madrugadores bajan de las habitaciones a eso de las siete de la mañana, justo cuando cambiamos el turno de recepción y yo, personalmente, abro la puerta principal del asilo. Unos acuden a leer al salón, otros salen al patio y algunos a pasear a la calle. Vigilo que nadie se desmande, pero no presto atención a ese detalle que le interesa. Lo siento.
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- ¡No padezca, hermana Segura! -Apacigüé su turbación-. ¿Recuerda alguno de los presentes qué zapato se puso primero esta mañana, el derecho o el izquierdo? Salvo que se lo coloque de una forma maniática, nadie se acuerda del pormenor de un acto rutinario. ¿Quién bajó primero las escaleras? Todos sabemos cuándo lo hicimos nosotros, pero nos resultaría imposible verificar que no hubiera otros que las descendieron antes y que marcharon al servicio, o a la calle. Por el mismo motivo, ¿quién entró primero en el salón? Podemos decir a qué hora penetramos nosotros, incluso si ya había alguien, pero ignoraríamos si ya otros estuvieron con anterioridad y si acaso para entonces se fueron al patio, o si quizás subieron nuevamente a los cuartos. Como dice la hermana Segura, a partir de un determinado momento, estos pasillos acusan un trajín constante de personas que van y vienen, sin rumbo definido. Si pretendiéramos establecer un turno basándonos en nuestras declaraciones, del tipo de que cada uno fijara a qué hora se levantó, a quién se cruzó por el pasillo de la planta de arriba, a quién por las escaleras, a quién saludó en el vestíbulo, a quién deseó los buenos días en este salón, con quién coincidió en el patio y a quién observó en la calle, le estaríamos exigiendo a más de uno, que poseyera el don de la ubicuidad. El maleante conoce esta imposibilidad humana para recordar con precisión los más rutinarios actos y basándose en ello, presumió algo que ocurriría. -Giré sobre los talones y apunté con el dedo índice a Catalina Cazuelas, jefa de cocina-. Esta mañana, la primera vez que traspasó la puerta que comunica la cocina con este salón, ¿el pestillo estaba echado?
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- Ni idea. -Respondió escudándose a la defensiva-. Pasé para buscar, una bayeta, un trapo, … , no sé, algo que necesitaba, … , sobre las diez de la mañana, más o menos.
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- El astuto delincuente supuso que nadie comprobaría la posición del pestillo. La jefa de cocina no lo hizo, y aunque lo hubiera visto descorrido, pensaría que cualquiera de sus ayudantas lo destrabó con anterioridad. No debemos olvidar que, a diferencia de las puertas que dan al corredor, la principal de la cocina y la del comedor, puertas que sí hubieran puesto sobre aviso caso de encontrarse abiertas, esta que comunica con el barecito no empieza a tener un uso corriente hasta las once o doce de la mañana, aunque antes se haya cruzado varias veces para realizar funciones diversas. El saboteador lo tuvo muy en cuenta. Así, una vez que vertió el veneno en el vino y recolocó todo correctamente, se dirigió a esta puerta, descorrió el pasador por dentro, volvió a ajustarla y se dispuso a esperar plácidamente hasta las siete de la mañana. Se acomodó en cualquiera de estos sillones, preferiblemente recostado sobre aquellos que por su posición son más difíciles de ver desde la entrada. Cuando los más madrugadores comenzaron a deambular por la planta baja, nuestro personaje se compuso y con las mismas, se mezcló para confundirse en el gentío.
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Algunos presentes prorrumpieron en aplausos. Pedí a la vicesuperiora Perfecta que me trajera un vaso de agua y solícita se levantó para cumplir mi antojo. La madre Severa me felicitó.
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- ¡Impresionante, padre Carmelo! -Estampó dos palmetadas en mi hombro-. Cualquiera sospecharía que es usted el saboteador.
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Yo no era el saboteador, pero su delito no era peor que mi ruindad, conseguir que comulgaran con las mentiras disfrazadas de pesquisas que les estaba refiriendo. La primera parte de la artimaña urdida para confraternizar a las partes enfrentadas (>Esc 18), surtía el efecto deseado. La asamblea se dejaba engatusar por mi lógica falsa y asumían como cierto el cumulo de estupideces que les hube embutido.
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Escancié agua en el vaso que me ofrecía la hermana Perfecta y retomé la burda intriga detectivesca, reordenando los subterfugios retóricos que componían la segunda parte del fiasco.
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-¿Quién lo hizo? No lo sabemos, pero podemos saber quien, de seguro, no lo hizo. Los más perspicaces habrán notado que en esta sala falta gente. Con anterioridad a esta reunión, he pedido a la abadesa que me ayudara a descartar a personas con unas características determinadas que les excluye como autores materiales, por ejemplo, aquellos que padecen enfermedades relacionadas con la movilidad, -regalé un silencio premeditado, esperando que alguien adujera que Meritoria, tullida, estaba presente. Guardaba la respuesta en el desván de los apuros. Meritoria, a pesar de ir en silla de ruedas, acudía como delegada del acuerdo y patrocinadora del compromiso. A posteriori, ya restituiría la ecuanimidad que la madre Severa rompió unilateralmente por su rencor visceral contra Meritoria (>Esc 19). Aguardé en vano. Nadie opinó sobre su comparecencia: o bien mi conclusión la suponían, o bien asistían dormidos con los ojos abiertos-, a los que tienen problemas de visión, a quienes carecen de tactilidad, a los analfabetos, -quien no lee, no redacta el anónimo-, a los que sufren demencia senil aguda o análogos, a los que están de vacaciones, a las cinco hermanas envenenadas y a aquellos residentes que no ocupan habitaciones orientadas al patio pues no tuvieron la posibilidad física de arrojar el gato. Por último, se ausentan por obligación, sor Pura, que permanece en el hospital; sor Regla, que se halla en la recepción; y sor Consuelo, que cuida a los enfermos en la planta alta.
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Estaban tan persuadidos de mis argumentos que nadie ponía en duda el método de selección, por mucho que se diera de bruces con el raciocinio más aplastante. Había eliminado a aquellos residentes alojados en los dormitorios orientados en el lado contrario al patio, y con ello y derivado, zanjaba que el delito lo perpetró un sólo causante, sin connivencias con otros. Desde el principio, la autoría del suceso recayó sobre uno o varios granujas, y de repente y por el artículo treinta y tres, transigían que el culpable era singular y no plural.
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Seguía ignorando la identidad del envenenador, y si algo sabía, era que nunca le descubriría. Ajenos a la realidad que circulaba por mi mente, los demás ya apostaron capuchino ganador.
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- Aunque se encuentren aquí con nosotros, también disponen de coartada quienes no duermen ni en el asilo, ni en el convento: Pelayo Cejón, Américo el jardinero y la segunda de fogón. Los tres se marcharon antes de las diez de la noche y ficharon después de las ocho de esta mañana. –Anduve por la sala para desentumecer los músculos- Catalina Cazuelas tampoco duerme aquí, pero por encargarse de abrir y cerrar la cocina, tuvo tiempo para realizar el sabotaje.
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- ¿Insinúa que purgué el vino? -La aludida se irguió airada.
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- ¡No! ¡No, Catalina! -Repetí enfáticamente mientras plegaba las palmas de las manos en señal de bonhomía-. Solamente he descartando personas que de ninguna de las maneras pudieron cometer el delito. ¡Escúchenme todos! Esto no significa que el resto sean culpables. Si no les he excluido en esta ronda, no se impacienten. Únicamente debe mostrarse intranquilo el saboteador. Los demás, no.
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- Veremos en que acaba esta chorrada. -Apuntó Catalina con entereza-. No me gusta que se me nombre.
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----- (Continua en escena 22) -----