ESCENA 22. La recta final.

----- (Continuación escena 21) -----
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Ya caminábamos por la recta final. Por el momento, ningún tropiezo desafortunado me hubo amenazado con despeñarme por lo inesperado.
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- Antes de entrar en esta reunión, les mandé llamar al despacho de la abadesa (>Esc 20). Allí, entre la hermana Perfecta y yo, les pedimos a todos que realizaran dos pruebas, aparentemente absurdas. La primera consistía en escribir en un papel su nombre y el texto, “La abadesa no es una arpía”. -La superiora me contempló confusa, sin entender los fundamentos científicos que me asistían para haberles propuesto tal frase. Renegó con un gruñido sordo y se dedicó a observar si los ancianos hacían burlas al respecto-. La segunda, en extender su mano abierta sobre esta madera, -les mostré el artilugio que siguiendo mis instrucciones había construido Pelayo Cejón (>Esc 20)-, ... , tocando con el dedo pulgar esta chincheta y el meñique estirado todo lo posible. Como ven, desde la chincheta se distinguen una serie de líneas negras pintadas simulando una regla y separadas un centímetro. Las correspondientes a los 16 y a los 20 centímetros son rojas.
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- Joder, tecnología suiza. –Animó Ramonet a la chanza.
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- Si, parecen disparates, -algunos residentes se atornillaron el dedo a la sien y lo rotaron repetidamente-, y sin embargo, son las pruebas fundamentales que vamos a utilizar para descubrir al autor del sabotaje y del anónimo de la mano sangrante, que son la misma persona. El ultimátum aparece escrito a mano, con caracteres tipográficos deliberadamente desfigurados, y como rúbrica, estampa la impronta de una palma extendida y mojada en un líquido rojo, quizás la sangre del gato muerto. Fijémonos en la huella. -Saqué la fotocopia del anónimo original y la exhibí ante la asamblea-. No se distinguen las líneas dactilares, ni las intersecciones de los pliegues porque el malhechor se puso un guante para no dejar rastros que le delataran.
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La jefa de cocina levantó el brazo.
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- ¿Le ocurre algo, Catalina?
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- He recordado qué era lo que buscaba y no encontraba (>Esc 21). Unos guantes de fregar.
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- ¡Perfecto, cuadra! -Agradecí con un gesto de cortesía el dato-. Reparen en el enrejado extraño sobre la almohadilla de la mano, una especie de parrilla, similar al relieve de los guantes de goma. Quería ocultar las huellas dactilares, y eso, lo consiguió, pero a costa de facilitarnos dos indicios considerables: el primero, el tamaño de la mano, que desde la punta del dedo meñique hasta la del dedo pulgar, mide 18 centímetros. Cuando en el despacho de la abadesa les pedí que aplanaran la palma sobre el madero, realmente pretendía medirles la mano en posición estirada para con ello, descartar a aquellos que su longitud no supere la primera muesca a 16 centímetros, manos demasiado pequeñas, y a aquellos otros cuya longitud sobrepase los 20 centímetros, manos demasiado grandes. Mientras ustedes extendían las manos sobre la madera, la hermana Perfecta y yo anotábamos en el papel escrito previamente el símbolo + si la mano era grande, el símbolo - si pequeña, la letra I mayúscula si utilizaban la izquierda y la letra D mayúscula si la derecha. Este último detalle representa la segunda información que nos da la mano sangrante, que es una mano derecha. Los zurdos deben ser excluidos. ¿Me siguen? -Bendita candidez. Presentí que hacía un buen rato que se habían perdido y que ahora, desprotegidos, dependían de los dos gallos del corral, las monjas de la abadesa, y los residentes de Meritoria. Si estas no rebatían mis disparates, ningún otro me contradeciría. La distancia entre los dedos de la mano sangrante eran 18 centímetros, pero nadie podía verificar que el malhechor la hubiera extendido parcialmente y fuera más grande. Igual de patético representaba concluir que si la huella era de la mano derecha, hubo de ponerla un diestro. No hallaría, en el mundo sempiterno de las lógicas detectivescas, una sola que apoyara mi deducción. Sonreí con cierta pesadumbre-. Aquí tengo los folios escritos por ustedes. Resta eliminar a todos aquellos que contengan los simbolos +, -, y la letra I mayúscula. -Extraje cuatro papeles con los símbolos + y -, y otros tres señalados con la letra I mayúscula. Rompí las hojas en pedacitos minúsculos y los arrojé en la caja de la basura. Repasé los nombres que persistían aún en el mazo y me dispuse a saldar la deuda contraída en anteriores capitulaciones. Localicé los correspondientes a Pelayo Cejón, el jardinero Américo, a la ayudanta de fogón, ... ,y el de Meritoria, paralítica proclamada sospechosa por la superiora Severa. Troceé los cuatro folios, granizado de papel que cubrió como lechada el cadáver testigo del gato muerto-. La siguiente y definitiva pista la encontramos en el texto del anónimo. Les pedí que escribieran una frase. “La abadesa no es una arpía”. ¿Por qué? Cuando leí por primera vez la amenaza (>Esc 10), me llamó la atención el hecho de que el sustantivo “harpía” estuviera escrito con hache. Existen pocas palabras que la ortografía castellana autoriza que se caligrafíen indistinto con hache o sin ella: armonía, arpa, ológrafo, desarrapado, arpía ... . De cualquiera de los dos modos, arpía o harpía, es correcto. Según la costumbre de cada uno, así lo escribirá, pero siempre de la misma manera. De nuevo la rutina. Y efectivamente, entre estos papeles, aparecen las dos alternativas. El autor del anónimo lo redactó con hache, por lo cual hay que excluir a aquellos que hayan escrito arpía sin hache.
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Un murmullo profundo ahogó la sala. Los residentes extendieron las manos, se mostraron su movilidad diestra y se adoctrinaron que harpía o arpía se trazaba según les venía en gana. Recogí el mazo y fui extrayendo según lo acordado, sin fijarme en la identidad de los descartados. Rajé los papeles y los mezclé en la caja de basura. Quedaron cuatro folios en mis manos. La madre Severa se levantó y se asomó por mi costado. No se lo permití. Ella no tenía que conocer los nombres de los últimos supervivientes en la carrera hacia la incriminación, porque éstos sólo eran comparsas de un pretencioso juego de fingimiento. Solo evitaría las represalias y las consecuencias de la abadesa si conseguía mantenerla cerca de mi intriga inventada y alejada de la identidad de los figurantes de la representación. Aún guardaba el comodín que aloja el tramposo bajo la manga. Todo sucedía según lo planeado. Faltaba que los tambores percutieran el redoble que anuncia el número más arriesgado, el inesperado punto y final.
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- ¡Quedan cuatro! -Conté nuevamente los cantos de los folios. Leí para mis adentros. Flavio Ceballos. Residente-. ¡El primero, hombre! -Pasé la hoja al final del manojo. Catalina Cazuelas. Trabajadora-. ¡El segundo, mujer! Repetí el movimiento. Sor María de la Fe. Monja-. ¡El tercero, mujer! -Leí la cuarta y última. La vista cabalgó de primeras por el texto dictado. ¡Pejiguero anciano! Por sordera o por insolencia, en lugar de escribir mi frase literal, “la abadesa no es una arpía”, puso, “la abadesa es una grandísima harpía”. Busqué su nombre. ¡Dios! ¡Ana Constante! Mi hermana Ana era uno de los cuatro conejillos de laboratorio que mi jactancia hubo sometido a los pies del tribunal, con una chapita colgada del cuello que la declaraba culpable. Di un respingo-. ¡El cuarto, ... , una residente!
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Los nervios me traicionaron. No debía desvelar nada que insinuara la identidad del presunto cuyo único delito era actuar de reclamo, una decoración a mi estúpida estrategia. Ningún dato que la madre Severa usara para rastrear al cabeza de turco y coserle con pespuntes de consecuencias. Lo exigía la artimaña. Todo lo maquiné como un juego inconsciente, un entretenimiento malévolo urdido para apaciguar a las partes del conflicto.
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Cuando Meritoria me propuso como abogado de su causa (>Esc 18), recordé una añeja lectura de mi adolescencia, una novela de Chesterton donde el protagonista, el padre Brown, utilizaba la estrategia que ahora yo le plagiaba. El plan consistía, primero, en construir una trama falsa pero creíble con muchos presuntos culpables, y segundo, cuando pensaran que les brindaría en bandeja de plata el nombre del culpable en singular, entonces y manteniendo el anonimato general, rescataría del derecho canónico la fórmula medieval del "acogimiento a la suma confesión".
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Incluso, en mi imaginación, ya había ensayado la hipotética conversación que mantendría con la superiora.
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- Hoy, madre Severa, a eso de las cuatro de la tarde alguien aquí presente me ha reconocido ser el autor del delito y me ha solicitado en forma solemne “el acogimiento a la suma confesión”.
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- ¿Acogimiento a qué?
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- Acogimiento a la suma confesión. En la edad media existían, entre otros, dos privilegios muy populares: el de “acogerse a sagrado”, por el cual los perseguidos que entraban en lugares sacros no podían ser detenidos por la justicia mientras permanecieran dentro, y el de “acogerse a la suma confesión”, por el cual un creyente cualquiera, y previo pago de una tasa elevada, podía solicitar confesarse directamente con el Papa si consideraba y justificaba que su sacerdote habitual y su obispo diocesano, por cuestiones de enemistad manifiesta, no serían justos y proporcionados en la penitencia.
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- ¿Qué el saboteador le ha pedido ser confesado por el Papa?
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- Si. El privilegio de “acogerse a sagrado” fue abolido por el Vaticano, pero el privilegio de “acogerse a la suma confesión” cayó en desuso, y olvidado, nunca fue revocado en ningún canon, por lo que en teoría, sigue vigente. Mi obligación es trasmitir esta demanda a la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos y mantener el secreto de arcano sobre la identidad y las causas personales del solicitante hasta que haya pronunciamiento oficial sobre la validez o no del privilegio.
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- ¿Me está tomando el pelo, Carmelo?
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- No, abadesa. Esto es muy serio. Su nombre saldrá a relucir y se perderá desde el primer momento la intimidad que usted y el obispo desean. Este proceso institucional va a ocasionarle muchos quebraderos de cabeza a usted, a su Ministra General Franciscana y a Su Ilustrísima.
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- Pero, ... , si lo sabía desde las cuatro de la tarde, ¿por qué ha montado toda esta parafernalia?
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- Porque debo confirmar que el peticionario es realmente el autor del sabotaje, y no un viejo chocho que si no la lía se aburre. Como le he dicho, la solicitud debe estar justificada y parece razonable suponer que alguien que ha envenenado a su obispo, no puede ser confesado por ese mismo obispo o por sacerdotes de su provincia.
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- Es desproporcionado.
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- Hágame caso, madre Severa. Dé por concluida la reunión y olvídese de todo. Tanto pudo perpetrar el envenenamiento un residente, como una monja, como personal contratado. Si usted abandona su deseo de encontrar al culpable, el culpable abandonará su deseo de acogerse a la suma confesión
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Todo el puzzle encajaba en su contexto, como un clavo en el agujero vacío de otro. Y sin embargo, no podía controlar el temblor de mis piernas. En verdad, que Ana fuera presunta saboteadora nunca supuso, ni siquiera, un presentimiento.
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El castillo de naipes se vino abajo. Ana cumplía todas y cada una de las condiciones que yo deduje propias del malhechor. De pronto, asumí lo fatal de mi conducta. La estima desproporcionada en uno mismo guía en la dirección equivocada. Un calambre inesperado y traidor me paralizó los sentidos. ¿Y si las evidencias inventadas eran ciertas? ¿Y si por cosas de la casualidad lo que dije que ocurrió realmente ocurrió como dije?
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Los descartes que propuse, -tullidos, cegatos, seniles, victimas-, eran aquellos que la abadesa habría excluido directamente de ocuparse ella de la investigación. No aportaban nada. Pero los indicios, -la hora, el modo, el purgante, el gato muerto, los respectivas a la mano sangrante, su medida y su destreza, los referidos a la palabra arpía-, eran claves que facilité a la madre Severa para que buscara ella si yo sacaba a pasear el anacronismo del “acogimiento a la suma confesión”. La conduje hasta los cuatro presuntos. El secreto de arcano inventado me hipotecaba a mí, pero no a ella. Nada le impedía apoderarse de mis pesquisas para encontrar al maleante y crucificarle con las terribles consecuencias que tanto asustaron a Meritoria (>Esc 18). ¿Y si Ana era la culpable? Las sufriría ella sola, mérito exclusivo de mi vanidad por calcar al padre Brown. No era sagaz, ni astuto, ni deductivo, sólo un faro delator que le indicaba a la madre Severa, donde localizar a quien yo debería proteger.
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Ya no podía mantener el plan original.
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- ¿Le sucede algo, padre Carmelo? -La abadesa se preocupó por mi repentina palidez.
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Me sequé el sudor con la bocamanga del sayo. ¡Dios, capitanéame! Todavía podía enmendar mis errores. La idea de reserva se fue adueñando de mi turbación, rebrotando como un torbellino impetuoso que o te empuja hacia la orilla, o en la virulencia, te estrella contra los acantilados. Repasé la nueva ocurrencia. La madre Severa lo había dicho: ¡Impresionante, padre Carmelo¡ Cualquiera sospecharía que es usted el saboteador (>Esc 21). ¿Cualquiera? Sentí comezón, temor franco y pavor de la madre Severa y sus revanchas. Sufriría los estertores del sumario, aunque fueran terribles, ... , salvo que el ingenio apostara una última vez por un capuchino perdedor.
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- Ha llegado el momento de responder a la pregunta crucial. -Un murmullo saltó de garganta en garganta. La abadesa tragó saliva y me miró, no con ojos sino con teas encendidas, tizones de consecuencias-. ¡Conozco la identidad del culpable! -Enterré el manojillo de hojas en mi pecho-. ¡Lamentablemente, no puedo revelar su nombre!
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La madre Severa se acercó y me sujetó el mentón, para mirarme fijamente, para vencer mi resistencia con el hielo gélido de sus pupilas.
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- ¿Cómo?
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- Tengo miedo, abadesa. -Aduje vacilante- . Por mí y por mi hermana.
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- No les ocurrirá nada. -Apuntó crispada-. Confíe en mí. No permitiré que nadie les intimide, ni a usted ni a su hermana. ¿Quién purgó el vino? ¿Quién, padre Carmelo? -Vociferó ausente-. ¡Dígamelo!
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- Garantíceme que ninguna de las personas aquí reunidas tomará represalias contra mí, ni contra Ana tampoco. ¡Nadie!. -No hube de fingir espasmos, que los que me sacudían eran reales-. ¡Prométalo ante la asamblea!
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Se agitaba gobernada por el ansia y no se detuvo a meditar sobre las contrapartidas del pacto.
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- ¡No consentiré que nadie de los aquí presentes tome represalias ni contra usted ni contra su hermana! -Su ira brincaba por delante de su sensatez-. ¡Nadie! Se lo aseguro ante esta comunidad.
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- ¿Absolutamente nadie?
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- ¡Por Dios se lo juro!
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Palabras mayores dictadas por su anhelo inquisidor. Buscó enervada y colérica los cuatro folios de la disputa, la prueba de cargo construida con evidencias absurdas, y quiso volar hacia ellos. Adelantó las manos y las mías se anticiparon a las suyas veloces. Las aupé tal que ritual de oblación, ofreciendo las hojas en bilioso sacrificio. Las raje hasta que las venas se me hincharon, hasta que mi fuerza no consiguió trocearlas más. La abadesa quiso perseguir los cachos hasta el fondo de la caja de basura. Ya no desvelaban nada. Un montoncito de recortes blancos sobre el cuerpo negro del gato amortajado. Una pila de pruebas destrozadas que ya nunca tendría en custodia la madre Severa. Salvo que el santo Lamberto, patrón de los fervores de Ramonet, prodigara un airecillo y separara, como en el milagro, la ceniza de los inocentes de la turba de los culpables (>Esc 14).
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- ¡Yo, ... , -susurré encogido-, ... , yo he envenenado el vino!