ESCENA 23. La derrota.

Olvidado, arrepentido y marchito, me acosté a la hora de las gallinas y en su santa compañía. Lívido, cargado de temblores y sudores que me hostigaban el cuerpo, de lo alto a lo bajo, del corazón a la herida que lo atravesaba. Me acosté a la hora de las gallinas y sólo porque la clemencia de Dios surte infinita, no me encamé con ellas en el pajar.
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Retumbaron las once de la noche en mi alma. Y luego las doce y la una, despierto, maniatado de nervios, aquellos mismos que me traicionaron al proponerme al corrillo como autor material del sabotaje. Las dos campanadas sonaron lejanas, desde el salón de la residencia. Las dos y permanecía solo ...
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- ¡No te abandonaré, Carmelo!
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Ana estrujó con su mano la mía. Me confortó, sentada a la derecha de mi cama, tapadita con un chal y una manta, vencida por el cansancio, pero ahí, junto a quien lo necesitaba.
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En el techo, como una gran pantalla de recuerdos, se proyectaban los fotogramas de los últimos acontecimientos.
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- ¡Yo he envenenado el vino!
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Lo dije varias veces y de seguido. La cabeza agachada, perdiendo vigor por la espita de la voz.
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- Por Jesucristo, hermano Carmelo, ¿qué se propone con semejante estupidez? -La madre Severa me zarandeó el mentón. Entrecerró sus ojos sin apartarlos de los míos. Tarde, pero descubrió la intriga que construí para ofenderla. Ya no gritaba, sólo acumulaba ira-. ¡Me ha engañado, Carmelo! Se ha reído de mí, se ha mofado de la Iglesia y de sus preceptos, ha contravenido nuestro octavo mandamiento y eso desautoriza a un religioso. Dios acaso le absuelva porque fluye muy grande su benevolencia, pero no espere mi perdón, Carmelo. ¡Jamás!
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No recuerdo cuantas veces me lo repitió, tantas como el oído soporta sin chascarse en pedazos. El anatema brincó rebotando por las paredes, por la incredulidad de los ancianos, chocando y deformándose como silbidos aberrantes que me devoraban crueles por dentro. Aguanté las primeras lazadas firme y de pie, hasta que la flaqueza se apoderó de mí. Hube de recostarme sobre la mesa, cautivo, encadenado a mi remordimiento, apretujando las entrañas y su contenido para que no se me escaparan. No resistiría mucho más.
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Su mano soltó mi mandíbula. Sin dejar de mirarme, lentamente, se dirigió hacia la puerta del salón.
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- ¡Un momento, abadesa! -Meritoria, desde el fondo, llamó su atención-. Debe disculparse públicamente. El padre Carmelo no es un residente (>Esc 18).
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Giró sobre los talones con una agilidad que no se le presuponía.
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- Le flaquea la memoria, Meritoria. -La superiora esbozó una sonrisa retadora-. Sólo hemos escuchado al abogado de su causa, pero el juez soy yo.
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- ¡No respeta lo pactado, embustera!
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- Sé muy bien lo que acordamos, Meritoria y si se mantiene en sus trece, yo misma le abriré las puertas y empujaré su silla hasta el juzgado más cercano, para que usted denuncie el suceso (>Esc 18). ¡Y no se olvide delatar a quien ha confesado su culpa sin coacciones y delante de todos nosotros! Delatar, sí, esa palabra que tanto la incomoda. Y si no se atreve, sepa que la investigación interna, aún no ha finalizado. Y ahora, -concluyó adueñándose de la situación-, todos a cenar.
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No quise afrentarla por temor a que su odio acerado rasgara en dos y por la diagonal mis ojos. No sé, no escuché, no percibí que de sus labios brotaran nuevos enojos, sólo una carcajada lúgubre, un portazo y nada más. Silencio. Tan solo, vacio.
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Los ancianos se retiraron en lento peregrinaje, pasaron a mi lado evitando el contagio, y así y precavidos, nos dejaron en comandita a los tres. A mi lado, Ana, acariciándome la mano y detrás Meritoria, cosechando los papeles rotos en mil, y trizándolos en otros mil. Aquella batalla la perdimos con holgura. Perduramos callados una eternidad, estigmatizados y sin cenar.
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La hermana Perfecta, buena samaritana, me ofreció una manzanilla caliente. Calculé que la hermana Perfecta rondaría los cuarenta años. El tono de su voz era dulce y cálido como sus manos entabladas entre las mías. Tenía unos ojos profundos y azules como el cielo en calma que embellecían el rostro pintarrajeado de pecas, salpicado de rubor, simpatía y algo de picardía (>Esc 20).
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- La abadesa quiere que acuda a su despacho ahora. -Informó con disgusto-. Me he tomado la libertad de decirle que usted ya se ha retirado a su habitación. No creo que sea el momento más oportuno para concertar un armisticio.
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Su gesto pacificador me vivificó. Tenía razón y el consejo era prudente. No parecía la mejor ocasión para capitular una rendición sin condiciones.
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Ana y Meritoria me acompañaron a mi cuarto. Hacía frío, mucho frío. La calefacción continuaba sin funcionar (>Esc 11). Me recosté vestido y hundido sobre la cama. Meritoria, torpe sobre la silla ortopédica, me tapó con una manta.
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- Le agradezco ...
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- ¡No maquille la derrota, Meritoria! ¡He complicado las cosas!
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- ¡Se equivoca! Hemos ganado y mañana la abadesa aceptará nuestras reivindicaciones, ya lo verá. Su ingenioso plan nos ha salvado a los ancianos de las consecuencias de la superiora. -Mutó su alegría en tristeza-. Lamento que las sufra usted en nuestro nombre, como Jesús, ...
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- ¡Por favor, Meritoria, no compare la virtud del Hijo con la soberbia de un fraile! En cuanto a la posible revancha de la madre Severa, no se inquiete: juró que no consentiría que nadie tomara represalias contra mí, y ella también se incluye en “nadie”.
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- No sé que destaca más en usted, si la astucia o la humildad.
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- ¡No se confunda, Meritoria! Los religiosos sólo tememos las condenas de Dios, pero en el camino, debemos dictarlas sobre nuestros propios actos. He pecado, he malmetido, he engañado, y ello conlleva enmienda. Debo hacer examen de conciencia y meditar mucho sobre mi comportamiento.
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Meritoria me besó cálidamente en la mejilla. Alisó la manta desdoblada y rodó la silla hasta la puerta. Bajo el quicio, trajo a colación un detalle que le carcomía.
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- ¿Cómo supo las propiedades del Evacuosorbitol? (>Esc 20).
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- Lo leí en el vademécum que guarda en su habitación, ... , al lado del frasco de color añil lleno de purgante (>Esc 11). El mismo que he encontrado esta tarde vacío en el cubo de la basura (>Esc 19).
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- Ignore aquello que no le apetece saber.
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- Las preguntas no son indiscretas. -Sentencié-. Lo son las respuestas.
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- No ponga a prueba la imparcialidad de su corazón.
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El enigma enraizó en mi desánimo. Se despidió, deseándome que pasara una buena noche. Ana, cerró la puerta tras de ella.
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- Acuéstate, Ana.
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- ¡Gracias Carmelo! -Ana me acarició el pómulo con suavidad-. A tí no te acobarda la madre Severa, pero a mí, la verdad, me acojona un poco. -Fauce de camionero escupidor-. ¿Recuerdas que te adelanté que este año no iríamos a Benidorm? Pues eso, ni tampoco a Andorra. (>Esc 11) Mañana mismo nos trasladamos a casa de Meritoria.
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- ¿A casa de Meritoria?
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- Si, aquí en Borondón
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- No, hermana. Ya hemos ocasionado demasiadas molestias, no causemos más. Nos largaremos a Benidorm o donde te plazca. Tú y yo solos.
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- ¡Escúchame cabezota! -Espetó con terquedad-. Nos conviene desaparecer por un tiempo, hasta que la superiora se tranquilice.
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- El mundo ofrece miles de destinos donde no estorbaremos a nadie.
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- Meritoria me necesita, Carmelo. Precisa cuidados y además, ... , la noto alicatada.
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- Será alicaida.
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- Mustia. En Borondón están ocurriendo cosas que la angustian. -Bajó la voz-. Milagros.
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- ¿Milagros?
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- Sí, apariciones. El santo Borón ese (>Esc 15).
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- Razón de más para no entrometernos.
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- He de ayudarla.
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- No.
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- Carmelo. ¿Quién elige este año las vacaciones? (>Esc 08)
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- Tú.
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- Entonces, asunto decidido.
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Nuevamente mis ejércitos perdían las batallas en las que yo les embarcaba. Mal práctico les guiaba. Balbuceé fatigado y dolido. Ana se repantingó dispuesta a la imaginaria. Me dormí absorto en Borondón. Un santo se manifestaba a los fieles y obraba portentos. Llevaba capucha y nadie le veía la cara. Yo corría por las montañas. Me cansaba y descubría que no avanzaba un palmo. El taumaturgo sin rostro, siempre de espaldas, se alejaba, secuestrando de la mano a mi hermana, complacida Ana. Y yo surcaba por el río, como Cristo por el mar de Galilea, por encima y no hacia senda. El santo me arrebataba lo que más quería, yo le perseguía volando por el cielo y cuando estaba a punto de cogerlos, las alas de cera se derretían y caía, gritando y chillando, a los pies del raptor. Y Ana se desvanecía. El venerado sin cara vestía la chaqueta beige que yo le regalara para vencer el luto (>Esc 11), y se reía y se mofaba. Y se giraba, lentamente contorneado por una mandorla de ceniza, y supe que Ana yacía muerta y él se solazaba y de sus negruras manaban humos que formaban la cara de la abadesa Severa. Se reía, se reía y Ana, desde dentro de su estómago, lloraba y lloraba ...
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Tañeron las tres y asustado me desperté. Ana se mantenía centinela.
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- Por cierto, Carmelo, ¿por qué has envenenado el vino?
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Imposible hermana. Lentamente los ojos me abandonaron, primero remisos y al final, ya rendidos, se cerraron definitivamente estrellados en la cara de Ana, mismamente, la cara de mamá.