ESCENA 26. La bolsa vacía de Jesús

Me incorporé a tirones. Anduve taciturno hasta el cuarto de baño, atiné malamente el chorrillo dentro de la taza, y despacito, como caracol cojo, volví a encamarme como un bendito. La puerta se abrió de sopetón. Ana irrumpió briosa, me apartó las mantas, luego las sábanas, y tarareando estribillos de estibador portuario, enrolló las persianas para que entrara la primera claridad de la mañana.
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- ¡Las siete! Espabílate y haz el equipaje. Meritoria y yo te esperamos en el comedor.
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A las ocho tenía la maleta cerrada entre los pies, el cuerpo duchado con agua fria, la barba recortada, un jersey negro de cuello alto forrando mis tiritonas y el sayo nuevo y terroso que me regalara fray Trasunto, calado por encima. Listo para revista.
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- ¿Para qué tantas prisas, Carmelo? Hasta las doce no pasará Pelayo a recogernos.
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El día se cubrió con un oscuro y plomizo capote de nubes. Huí desterrado al patio. Tal vez, el camino de abedules y chopos confortara mi desánimo. Una fina lluvia me hizo entrar de nuevo en la residencia. En el salón, los viejos no me brindaron asilo hospitalario. Se cruzaban bisbiseos y comentarios de reprobación sin dejar de observarme.
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Regresé al corredor harto y decaído, recompensa merecida por inmiscuirme en disputas que no me atañían. Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples quiebras. Los monjes nacimos para lustrar el alma y conducirla a Dios, no para solazarnos con trucos y trápalas de falsa deducción. Entre el padre Brown de Chesterton y el fatuo Carmelo, espaciaba la distancia que los matemáticos llaman infinito. Y no precisamente a mi favor.
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La hermana Segura me llamó desde la recepción.
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- ¡La superiora quiere verle, padre Carmelo!
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Pasé a su lado. La monja gruñó un exabrupto que no comprendí y terca, repitió su refunfuño mientras llamaba con el nudillo en la puerta del despacho de la abadesa.
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- Pase. –La madre Severa rebuscaba documentos en su escritorio-. He oído que se marcha.
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- Sí, a las doce.
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Recuperó una carpeta de la mesa y la apretujó contra su pecho.
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- Me parece correcto. -Anduvo hacia el exterior-. Acompáñeme a la capilla, Carmelo. He de concluir un trabajo.
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Como días atrás (>Esc 10), bordeamos el claustro y por la izquierda, desembocamos en el convento. Atravesamos el vestíbulo y por el corredor recto penetramos en la capillita de san Francisco. Ladeó el muro-retablo y se introdujo en la salita de reliquias.
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- ¿Le parece correcto que me vaya? ¿Me invita a ello?
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- ¡Deje de fingir, Carmelo! -Me apuntó con un bolígrafo-. Ayer me humilló públicamente. Ha pagado mi hospedaje con ingratitud. No sé qué persigue, ni qué o a quién protege, tampoco el objetivo último de su tejemaneje. En tanto no me ofrezca una explicación coherente que me convenza, no aguarde mi perdón. Ignoro de qué medios se vale, cómo lo ha logrado, pero sospecho que usted conoce la identidad de la mano sangrante. Puede descubrir al rufián y flaco favor nos hace si lo mantiene oculto en el anonimato. No he dormido en toda la noche y el único presentimiento que me consuela es pensar que se lo han confesado bajo sacramento! ¿Acierto, padre?
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¡Maldito albedrío! ¿Por qué tuvo Ana que escribir arpía con hache? Hubiera sido todo tan sencillo como servirme del secreto de arcano (>Esc 22). La superiora lo habría aceptado de buenas, tendría su beneplácito. Entonces sí, ahora ya era tarde.
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- No
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- No me convence su falso heroísmo, ni la dignidad con que escenifica sus actos. No es quien para abogar por los demás, ni para inmiscuirse en la administración funcional y moral de esta residencia. Esa competencia me corresponde a mí y no voy a compartirla con un fraile que se manifiesta generoso con lo que no le pertenece. Es fácil teorizar filantrópico sobre lo ajeno y presentarse ante los abuelos como el paladín de sus esperanzas. Yo divido lo que poseo y a cada uno le doy en proporción. Si solamente toca a cuatro galletas en el desayuno, le aseguro que yo no pruebo las mías para dárselas a ellos, y procuro que mi ejemplo lo imiten las hermanas. No necesitamos quien nos saque los colores, y menos, nadie que venga de fuera con el sayo repleto de hipocresía. Si se empeña en simpatizar con los ancianos a costa de ridiculizarnos delante de ellos, me tendrá enfrente. -Descansó un instante; tal vez me concedía el turno de réplica, y por no relevarla, continuó a matacaballo-. Usted ha pecado en nuestro octavo mandamiento. Su proceder atufa y sus astucias no disminuyen la fealdad del hecho, el menosprecio que demuestra a este convento.
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- ¿Qué quiere saber? -Contraataqué con timidez-. ¿Quién purgó el vino? ¿Quién escribió el anónimo? ¿Y si no lo supiera?
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- ¡Entonces admita ante los viejos su inocencia! -Cerró los ojos y volvió a reabrirlos-. Yo me encargaré de averiguar con mis métodos la identidad del verdadero saboteador.
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- No lo dudo. -Mantuve mi mirada prendida en la suya-. Usted moverá sus piezas en esta partida. Su tenacidad encomiable y su rigor asustan.
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- La severidad, -enarboló la voz por encima de la mía-, previene más faltas que las que reprime.
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- Y pierde eficacia si se aplica sistemáticamente.
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- ¡No le permito que contradiga mis normas disciplinarias! ¡No le tolero sus objeciones farisaicas, su cínica transigencia! ¡Tan sólo le ofrezco mi benevolencia!
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El extremo del bolígrafo seguía apuntándome. La así de la muñeca y presioné con ímpetu, tanto como para forzar que soltara el puntero para así protegerme de los pinchazos que se me hincaban en la carne.
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- ¿Sabe qué me apetecería? Fumarme un puro, sí. Hace no sé cuantos años lo dejé. -Rememoré con añoranza-. Todavía recuerdo su aroma delicado y amargo, el picor que deja en el paladar. Me resisto a pensar que jamás volveré a fumarme un puro. Molestaba al prior Apuleto. Me reconvino y yo, le obedecí. Decía tajante: si fumar no se incluye dentro de los siete pecados capitales que clasificaron san Juan Casiano y san Gregorio Magno, únicamente lo fue porque entonces no se conocía. El prior Apuleto proponía que debía añadirse dentro de la gula un subapartado que englobara todo aquello que produce humo. Cristo nunca fumó, me arengaba. Y yo le aplaudía sin rebatirle que en aquellos tiempos ancestrales, como el mismo adujera, el tabaco ni siquiera era una premonición. De nada valdría. Hallaría algún versículo en los testamentos que justificara su prédica. Ipsissima verba Christo. Y créame madre, siempre he pensado que Jesús fumaría como un carretero caso de existir un estanco que le vendiera tabaco en Jerusalén. Daba igual mi opinión. Defíname padre Carmelo lo que significa el voto de sumisión. Yo le respondía a la carrerilla, casi sin respirar. “Es un acto de devoción, una promesa libre hecha a Dios que debe cumplirse por la virtud de la espiritualidad. Mediante la consumación del consejo evangélico entregamos al Altísimo la obediencia y la subordinación”. Me felicitaba, y de soslayo ampliaba con un embolismo de su hacienda: Y a la prelatura religiosa también. Me animaba a repetirlo sin cesar, sobre todo el tropo respectivo a someterse al superior. Jesús nunca prohibió que el fraile Carmelo se fumara un puro, pero lo prohibió el prior Apuleto. –Descansé la parrafada-. Y por eso ya no fumo. ¿Grotesco?
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- La disciplina y la continencia le produjeron una ventaja que tal vez usted no fuera capaz de medir y el prior Apuleto sí. El tabaco daña la salud. La fruición, en cualquiera de sus variantes, no genera virtud, sino perdición.
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- Siempre he sido dócil, abadesa. La rebeldía la cuelgas en el perchero del monasterio y cuando vas a recuperarla, te la han quitado. Soy un capuchino baldragas y mansurrón que he recorrido el camino que otros me han marcado. ¡Un monje cobarde y asustadizo al que le encantaría fumarse un puro y mandar el voto de sumisión a las misiones, al fondo del retrete, al carajo! -Oteé lentamente la sala de ofrendas-. Contemple los tesoros que guarda, superiora: piezas de pedrería y plata, relojes, broches, pulseras, el manto de la Virgen, la corona de oro macizo y el collar de cuentas (>Esc 10). ¡Toda una fortuna, inventariada! ¿En cuánto lo valora? ¿Trescientos, cuatrocientos mil euros? La bolsa llena o vacía de Jesús, la paradoja a debate de la Iglesia. La mano sangrante reivindicaba ocho puñeteras galletas en el desayuno y usted argumenta que las raciona en equitativa proporción. Mire las flores que embellecen la capilla. Usted manda comprarlas asiduamente. Cada poco, sesenta euros (>Esc 09). ¿Cuánto cuesta la gloria mensual a Cristo? ¿Cien, doscientos euros? Tradúzcamelo en galletas para mojar, madre Severa. ¿Cuántas penurias les hará pasar para que el presupuesto le cuadre? Usted lo guarda anotado en su cabeza. Si duda, consúltelo en su ordenador, programa de contabilidad, arqueo de situación, asientos de mayor, subcuenta de miseria. ¿Miseria? -La observé con fijeza, tan inquisitivo que los fondos de sus ojos se me exhibieron transparentes-. ¡El veneno se diluyó en el vino exquisito que toman las hermanas y que ofrecen a las dignidades! Por eso se intoxicaron. Los que bebimos el aguado no sufrimos los efectos. ¿Dónde está el ejemplo cristiano? Los ancianos piden mantas porque usted ordena apagar la calefacción con antelación para sanear su partida de resultados. ¡Sudan frío! Algún día la mano sangrante robará el manto de la Virgen para taparse el cuerpo. Y lo harán porque ni usted ni yo tendremos los arrestos suficientes para expoliar las joyas y redistribuir el dinero con el que lo necesita. ¡Usted sería capaz de prender fuego a las ofrendas, de esconderlas bajo su cama, cualquier cosa antes que perder su custodia (>Esc 09), pero mandaría sin piedad a la hoguera a quien las robase para cambiarlas por pan. -Fondeé mi indignación sobre el mueble acristalado plagado de exvotos-. ¡Hemos leído el evangelio con los ojos de otros! Tengo ganas de fumarme un puro, de que Cristo advenga y reparta la fortuna que hemos amasado porque el siempre llevó la bolsa vacía. No quiero que los residentes cuelguen la rebeldía del perchero porque usted se la arrebataría con indolencia. El severo no es virtuoso, es imprudente. Jesús nos legó un mensaje de amor y entrega. Los rigurosos le crucificaron; la bondad le salvó.
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- Roza la apostasía, Carmelo.
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- Le ofrezco mi ayuda, madre Severa. -Busqué la concordia-. ¡Olvídese del saboteador! Discúlpese ante el obispo, encontrará alguna excusa: el vino se estropeó, se picó. Escuche a los viejos y no se obceque en nombres: todos son la mano sangrante. Concédales algo y por poco que sea, comerán de su mano.
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- ¡Este convento, este asilo, lo administro yo, Carmelo! -Vociferó inmisericorde-. Me atañe todo lo que sucede y me compete enderezar la rama que se tuerce. ¡Le plazca o no!
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- ¿Quiere un responsable? Ya lo tiene. ¡Yo! Rellene uno o mil informes que calmen su ira y luego, borrón y cuenta nueva. Pacte con ellos, transija y no les fuerce a la obediencia. Ese fardo nos corresponde cargarlo a nosotros.
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Me rodeó y se interpuso de guardesa frente a las reliquias, protegiéndolas, no fuera a ser que las hurtara para comprar a los abuelos chocolate con churros.
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- Lo he intentado pero compruebo que usted no desea cooperar. Ayer utilizó una treta impropia: me hizo prometerle que no consentiría que nadie de los reunidos en la sala tomara represalias contra usted ni contra su hermana (>Esc 22). El juramento ante Dios me obliga a mi también, -abrió el carpesano y extrajo una carta transcrita-, ... , pero no a su ilustrísima Juan Matamoros, pues monseñor no estuvo presente en la asamblea. -Disfrutó su golpe de astucia-. Me he tomado la libertad de redactar en su nombre esta declaración autoinculpatoria! -Me mostró el escrito y por presumir lo que ponía, desprecié su lectura-. Si asumió la autoría del delito ante los ancianos, espero ese mismo coraje para hacerlo ante el obispo.
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- ¡Usted siempre se cobra las deudas! ¿Verdad?
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Me cedió el bolígrafo y el texto para firmar mi propia inmolación, el relato de una mentira que nadie hubo agradecido, la imbecilidad de un fraile mamarracho mecanografíado con cuerpo doce. Estampé la rúbrica. Guardó el documento en la carpetilla y me invitó a salir de la salita de ofrendas.
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- Su falta de colaboración exige estos modos.
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- No, sólo le interesa atraerse al obispo a su causa. Negociar el precio de su delación y perpetuarse al frente del convento (>Esc 09)
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Por uno de los vanos laterales embocó en la capillita. Se prosternó mecánicamente ante el Crucifijo y continuó hacia el portalón, normalmente cerrado, que comunicaba con la explanada (>Esc 08).
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- Apruebo la jerarquía y me aplico a la obediencia. No comparto su particular forma de entender los votos religiosos.
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- No. -Apunté virulento-. Le molesta que critiquen su despotismo, que nadie descubra su debilidad, que nadie haga sangrar la llaga que le atormenta. ¿Fue feliz alguna vez?
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Apresuró el paso hacia la puerta. Levantó el pestillo y desempotró el madero que atrancaba las hojas por dentro. Me indicó el patio mojado como exilio de mis vicios.
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- ¡Largo de aquí, Carmelo!
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No traté de parecer despistado. Al revés, quise que le enojara mi insurgencia, sin matices.
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- ¡No, Severa, no! Cierre las puertas o se le helarán las flores. Ya soy viejo, lo suficiente como para decidir cuando he de retirarme de la casa de Dios. -Me senté en una bancada e incliné la cabeza-. Y cuando lo considere oportuno, lo haré a través del corredor del convento.
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Apuntaló el postigo y anduvo hacia la entrada interior. Supe que la herí en el alma. Supe que ella me haría daño a mí.
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- ¿A quién protege, padre Carmelo? ¿A Meritoria? ¿O quizás a su hermana? Sí, descubriré quién de ellas es la mano sangrante.
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No se giró. De alguna manera, aquella batalla no tenía vencedores. Sólo vencidos.