ESCENA 27. Los fantasmas del pasado

Supongo que no me consideraban lo suficientemente ilustre como para que la abadesa me desterrara tocando el tambor y el resto de hermanas detrás y en académica formación (>Esc 08). Por contra y gracias a Dios, tampoco alinearon el pelotón de fusilamiento. Única e inesperada, Catalina Cazuelas no le importo mojarse para desearme buen viaje.
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- Ayer padre Carmelo, en la reunión, quise comentarle un detalle y no me atreví. -La jefa de cocina parecía turbada. Ojeó a diestro y siniestro, asegurándose de que nadie fisgoneaba en mil kilómetros a la redonda-. Usted preguntó si alguno de los presentes bebimos vino de la cuba durante la comida.- Recordé el momento aludido. Catalina Cazuelas levantó la mano, vigiló alrededor y volvió a bajarla rápidamente. (>Esc 20). ¿Estoy bajo secreto de confesión?
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- Está calándose, Catalina. -Calmé su inquietud-. Confíe en mi discreción.
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- Yo como en la cocina y me sirvo una chispita de vino para acompañar, del bueno, ya sabe, del tonelillo. Lleno el vaso directamente de la barrica y ¡zas!, “pa” dentro. -Empinó el dedo a guisa de aclaración-. A la abadesa no le gusta que lo haga, pero ayer, durante la comida, me trinqué un par de ellos.
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- ¿Y no sufrió diarrea?
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- Nada, padre, estreñida como siempre. -Admitió con frustración-. Por eso le dije que lo que nos estaba contando era una chorrada (>Esc 21). Perdóne mi rudeza, pero si a mí no me hizo efecto, quizás el veneno no estaba en el vino y de ser así, su historia no tenía ni pies ni cabeza.
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Retornó al asilo, aliviada de confesión que no de tripas. No me extrañó que en ella no surtiera efecto el purgante. Su hechura, virago y mazacote como un continente, abarcaba amplísimo como para filtrar los vertidos tóxicos de una potencia industrial.
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Jugar a detectives fue un entretenimiento que no reprimí y que me condujo a una estúpida inmolación. Los ancianos creyeron mi absurda trama y nada les exigía trazar la cuadratura del círculo y replantearse que lo tan trabajosamente construido era una inmensa chapuza. Más cuando mi falsa culpabilidad representaba para ellos una mejora en las normas internas de la residencia (>Esc 15). Durante unos días disfrutarían ración doble de galletas, el vino no se mezclaría con agua y por la noche una segunda manta taparía sus tiritonas. Los más noctámbulos se recogerían una hora más tarde y el sábado bailarían lento. La mano sangrante les hubo negociado un convenio beneficioso y la gratitud permanecería vigente en la memoria de los viejos lo mismo que el vuelo de un ángel. ¡Nada! Notarían que en algo mejoraron, y cuando despertaran de la resaca, temblarían porque todo pacto conlleva una contrapartida. A poco que fueran sensatos, intuirían que la superiora Severa se hubo dejado comer una ficha para después zamparse el tablero entero. Esto, traducido a su lógica senil, significaba que el pan mermaría en proporción inversa a las galletas extras, que en vez del tinto se rebajaría la leche, que la calefacción se apagaría antes para compensar la estuosidad extra de la manta, que se soltarían los perros a los que se aplicaran la hora de tardanza y en fin, que les mezclarían bromuro para contrarrestar los efectos erógenos del bailoteo. Nadie les quitaría de la cabeza que la ganancia a priori, derivaría en un postrero perjuicio. Y lo sufrirían por mi intromisión.
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La madre Severa reconocía mi inocencia en privado, pero si no podía presentar al obispo un culpable verdadero, le valía un suplente falso. Si de ella presuponía la inclemencia para con los viejos, esa misma respuesta recibiría yo. La abadesa disponía de mangas anchas donde esconder sus represalias y yo gastaba ojos cortos para descubrírselas. Mandaría mi confesión firmada al obispo, copiada al prior Apuleto, al Ministro General de la Orden y a tantas instancias religiosas como reseñara el Anuario Pontificio. No desistiría hasta verme hincado a sus pies. Por intentarlo no quedaría, pero estrellaría su vindicación contra un muro infranqueable. El principio de jerarquía jugaría a mi favor, y el episodio se zanjaría con una llamada a la coherencia y a un protocolario y diplomático reconocimiento de culpas. Yo utilizaría mis contactos en el Vaticano, y amparado en los aledaños de la Curia, no le resultaría ni rentable ni viable el desagravio. ¿Aceptaría la abadesa este desenlace? No, y llegado el caso, me crucificaría a través de Ana. La distancia entre Roma y el convento era suficiente como para olvidarnos mutuamente, pero los ojos de Ana enfrentándose cada mañana a su herida sin cicatrizar se convertirían, a buen seguro, en aliciente para la venganza.
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- ¿A quién protege, padre Carmelo? ¿A Meritoria? ¿O quizás a su hermana? (>Esc 26)
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Pobre Ana. Cumplía con todos los requisitos que fingidamente, yo deduje eran los propios del autor del sabotaje y de la mano sangrante. Dieciocho centímetros desde el dedo pulgar al meñique. Diestra. Frasco de Evacuosorbitol medio lleno de purgante en la estantería de su cuarto, que por arte del birlibirloque, aparecía vacio en el cubo de la basura. Habitación orientada sobre el patio interior. Y como prueba de cargo contundente, el texto “la abadesa es una grandísima harpía”, con hache. Meritoria me avisó inescrutable: “Ignore aquello que no le apetece saber. No ponga a prueba la ecuanimidad de su corazón(>Esc 23).
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A las doce, con puntualidad heredada de algún pariente británico, Pelayo Cejón pasó a recogernos. Entre otras actividades (>Esc 11), conducía el microbús de la residencia, un vehículo adaptado para los ancianos que realizaba varios viajes diarios al pueblo, tanto para trasladarlos como para realizar todo tipo de recados.
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Pelayo Cejón detuvo el microbús en la gasolinera de Borondón, a apenas nada del pueblo. Llenó el depósito y se empeñó en invitarnos a tomar el aperitivo de media mañana en la cafetería acristalada del área de descanso. Según dijo, quería felicitarme por la función teatral tan cojonuda que representamos ayer tarde en la residencia la madre Severa y yo.
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- Todo muy real, como los actores del método Kalasnikov ese, -se refería al método Stalivnasky-, aunque para mi gusto, la intriga policial un poco floja, Carmelo. La chorrada esa del gato lanzado desde las habitaciones que daban al patio está cogido por los pelos (>Esc 21). Cualquiera pudo tirarlo desde la buhardilla, un piso más arriba.
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- No fue ninguna obra teatral, Pelayo. -Le dije resignado porque ya sumaban dos los que consideraban que la trama que les hube embustido era una chorrada-. El obispo y cinco hermanas se encuentran graves en el hospital.
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- De una colitis no se muere nadie. –Dio un sorbo a la cerveza-. Los legionarios no tememos a la muerte; somos sus novios. Cuando Dios quiera llevarme, me reuniré con los míos allá arriba, aunque no sé como localizarlos.
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- ¿Y con qué aspecto? - Añadió Ana-. ¡Vamos a ver! -Extendió la palma de la mano y con el índice de la otra asió el meñique para enumerar-. Papá y mamá por ejemplo. Si los hallamos como nosotros los recordamos, viejos, nosotros seremos jóvenes. -Se sujetó el dedo anular-. Cuando ellos murieron, les ocurriría igual tocante a sus padres, nuestros abuelos. Los reconocerían viejos, y ellos, nuestros padres, serían jóvenes. Es decir, -apuntaló el dedo corazón-, cada generación con respecto a sus ascendientes son jóvenes y con respecto a sus descendientes son viejos, y así todas las ramas anteriores con relación a las siguientes. Y ahí radica el problema. ¿Cómo alguien puede parecer joven para sus padres y viejo para sus hijos al mismo tiempo? La verdad Carmelo, no entiendo este galimatías.
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- Para Dios es posible lo que para nosotros es inconcebible. Si su conocimiento y el nuestro fueran iguales, o todos dioses o todos humanos. Yo tampoco lo comprendo, pero sé que en la otra vida nos encontraremos todos y nos reconoceremos.
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Ana y Meritoria se disculparon y se dirigieron al baño, la una empujando la silla de la otra, momento que aprovecho Pelayo para, entre trago y trago de cerveza, contarme alguna de sus aventuras de legionario.
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Un pitido procedente del exterior nos distrajo. Un coche a demasiada velocidad por poco atropella a un hombre mayor vestido con una gabardina azul que cruzaba la carretera. Sonaron gritos mezclándose y algún que otro insulto.
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- Van como locos. Casi se carga a Germán Pasolindo. –El hombre recogía del suelo el paraguas que se le había caído-. Pobre viejo. -Aparentaba unos setenta y tantos, y según mi primera impresión, bastante bien llevados-. Hace muchos años, durante la transición, fue alcalde de Borondón. La verdad, conmigo se portó muy bien y le tengo aprecio. Cuando dejé la Legión, me contrató como empleado municipal, encargado de las alcantarillas, de los contadores y del cementerio. No todos piensan igual en el pueblo. Muchos no le perdonan que matara al maqui.
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- ¿Ese hombre mato a un maqui?
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- En los años 50. Se llamaba Liberto. –Aquel nombre me resultaba familiar por haberlo oído recientemente-. Liberto Bernal, ¡el novio de Meritoria¡ (>Esc 11). Pertenecía a la partida del Drole, un guerrillero muy popular en esta zona. Venia de vez en cuando a visitarla, a escondidas, y en uno de esos encuentros, Germán, que era el jefe de los falangistas de la zona le pegó un tiro en la casa de Meritoria y lo mato.
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El teléfono móvil de Pelayo sonó y cortó aquella historia rescatada de hacía más de medio siglo.
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- Si, dígame abadesa. –El gesto de Pelayo cambió, hacia la confusión-. Si, si he dejado hace un rato al padre Carmelo y a su hermana, ... , en la estación del autobús. Supongo que habrán cogido el coche de línea que va a Huesca, el de las doce y media. No, Meritoria creo que se ha quedado en su casa –Me miró, más perplejo aún mientras seguía escuchando-. No me he fijado en ese detalle, madre Severa. -Se oía la voz chillona de la superiora-. Como quiera. Acabo y en un rato estoy en el convento.
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- ¿Le ha dicho a la abadesa que me he marchado a Huesca?
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Desde el fondo del pasillo, Ana conducía la silla de Meritoria hacia la mesa que ocupábamos.
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- No sé que le ha hecho, pero está fuera de sí. -Se desabrochó dos botones de la camisa y como ya hiciera días atrás, me enseño, tatuado en el pecho, el texto integro del espíritu de unión y socorro del credo legionario (>Esc 11)-. Sea prudente capuchino: si necesita mi ayuda, pídala. -Se volvió a abrochar los dos botones y se levantó de la silla-. Si se queda por aquí, en nueve días nos vemos en la romería del santo Borón. -Me dio un palmoteo amistoso-. ¡Vamos a armar una que no se la salta un marqués, compañero legionario!
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Pelayo se despidió ofreciéndose a llevarnos al pueblo. Meritoria denegó, alegando que había dejado de llover, que estábamos apenas a quinientos metros y que le apetecía tomarse otro café. Meritoria estaba sentada de frente a la puerta de entrada. Repentinamente, se inclinó sobre el borde de la mesa. Tragó saliva y los músculos se le remarcaron en el cuello. Entornó los ojos y apartó un mechón de pelo que le estorbaba. Bajé la vista y me sorprendió su postura. ¡Dios santo! ¡Estaba erguida sobre el suelo, sin apoyarse en la silla de ruedas! Se desplomó de nuevo en el asiento. Fue tan súbito que dude que hubiera ocurrido.
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Seguimos su mirada en pos de aquello que la impresionaba. Por la puerta, escoltado por dos ejecutivos, vestidos de ejecutivos y con carteras de ejecutivo impresas con el rótulo Inversiones Inmobiliarias Prior, entró en la cafetería Germán Pasolindo, el hombre de la gabardina azul. Los tres se dirigieron hacia un pequeño reservado que había en un fondo. No repararon en nosotros.
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Como la sombra empalagosa que no se despega, el espectro del prior Apuleto me perseguía. Cualquier motivo, incluso aquel anónimo Inversiones Inmobiliarias Prior, valía de excusa a mi cerebro para traerle presente.
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- Ya no me apetece otro café, Ana. -Meritoria persistía tullida-. Vámonos, por favor
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Desde la gasolinera hasta las primeras casas del pueblo, no había apenas distancia. Bordeamos una curva hacia la derecha. Borondón semejaba una postal de cuento, la ensoñación que se nos prohibe imaginar para no concluir que el paraíso está aquí y no arriba. (>Esc 25). Fue la primera vez que vi la fortaleza con detalle, erguida sobre un alto roquedo, agarrada al tolmo de piedra, balconada al precipicio, faro del aldeano en la hondura, centinela de su descanso. Y ya entonces la deseé. Irremisiblemente, me apresó con sus misteriosos encantos.
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Meritoria también se apoderaba de mí y me convertía en vasallo. La misma atracción que sedujo a Ana, comenzaba a notarla yo. ¿Se sostuvo en pie? Caudillo del resto de residentes, los predisponía a la insurgencia contra las pautas de gobernación excluyente de la madre Severa. Meritoria lideraba, pero su influencia no generaba trastornos al trascurrir dilecto del asilo. Su aptitud para el desafío no perseguía revanchismos, irreverencias o revoluciones pendientes, al contrario, estimulaba la autoestima y el afianzamiento de la personalidad.
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Meritoria vanguardia, sí, atormentada también. Dos nombres se marcaban en su piel como alambre de espino: Liberto Bernal, el maqui, la esperanza mortecina, el marido furtivo, aquel que no le engendró los hijos que no tuvo, quien no suplió el vacío de unos padres ausentes. Muerto en sus brazos, acorralado y acribillado en una escaramuza mientras la acariciaba clandestinamente. Germán Pasolindo, el falangista, le grabó a sangre y fuego un capitulo dramático de su vida. Disparó a quemarropa y convirtió un anhelo en una lágrima.
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Meritoria y Ana, ciento cuarenta años de sinsabores semejantes que las hermanaban. Ninguna concibió hijos y tanto lo desearon. Ambas fueron viudas jóvenes por bofetadas que da la vida. Cada una aportaba a la sociedad el complemento que carecía la contraria. Meritoria templada, orgullosa, osada y subyugante, el carácter reflejado en Ana, inquieta, bondadosa, filantrópica y mordaz. Ana, hermana querida, creyente ruda de lengua fuerte y caliente que a veces no lograba reprimir y dejaba escapar alguna inconveniencia. ¡Ana, mi tesoro: no me faltes nunca!
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Llegamos al cruce. A la izquierda, Borondón. Anduvimos por una calle en leve pendiente que cortaba en diagonal el plano del pueblo: Vereda del castillo. En el lado izquierdo se levantaban edificaciones de tres alturas, mazacotes zafios de cemento, desequilibrados y baratos, de otros tiempos faltos de estética, oscuros de hollín y mineral. La calle aparecía empapelada de carteles políticos. Iban a celebrarse las elecciones municipales. Los candidatos de las formaciones en liza se proponían desde las fachadas, desde las farolas, y algunos con descaro, desde las aceras escrutando los genitales de los transeúntes.
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A la derecha, elevado ligeramente sobre el camino, emplazaba un terreno irregular en forma de triángulo escaleno. En su vértice occidental se erigía una construcción de dos alturas, separada del labrantío por un vallado de piedra y alambre, y orillado a una torrentera. El molino. Ana empujó una forja de barrotes y accedimos por un pasillito enlosado sobre la tierra. Subimos el escalón del porche y aguardamos que alguien atendiera los timbrazos que Meritoria no paraba de dar.
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La puerta se abrió y nos recibió un hombre sonriente que se fundió con Meritoria en un fuerte abrazo.
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- ¡Padre Carmelo, le presento a mi sobrino Ventura Berta!