ESCENA 08. La abadesa Severa.

Supongo que no me consideraban lo suficientemente ilustre como para que la abadesa me diera la bienvenida tocando el tambor y el resto de hermanas detrás y en académica formación. Fui recibido en el despacho conventual de la madre Severa sin protocolos que desmerecieran la sobriedad del mobiliario formado por una mesa de patas fuertes, tres sillas sin barniz, un mueble astillado con carpetas archivadoras y una vitrina sobre un fondo desconchado. De este siglo, la bombilla de sesenta vatios, unos bolígrafos de publicidad atinados en un bote deschapado de refresco norteamericano y un ordenador sobre la mesa recia, un trasto última generación que el obispado distribuyó a todos los monasterios y conventos de la diócesis junto con una línea ADSL y un programa diseñado por IBM, para cuadrar las cuentas de mayor, asientos de gastos e ingresos, y balances según impone la observancia del plan general contable, el placet de la Iglesia y el rigor de cualificadas novicias que avenían a las congregaciones con las maletas llenas a rebosar de licenciaturas en administración y gestión de empresas, para desesperación de las superioras de retén que sospechaban que las cuentas de la vieja, las que se calculan con los diez dedos de las manos y si faltan por amputación se añaden los de los dos pies, pertenecían a otras épocas, tal vez a las misiones o a la edad de la inocencia, póngala cada cual en el siglo que guste.

Remarco que fui acogido con gozo y extrañeza. Con gozo, porque en el asilo no eran frecuentes las visitas de los parientes o amigos de los ancianos. Con extrañeza por idéntica razón, pues mis visitas se contaban mejor por el sistema de la vieja, y sobraban muchos dedos. Ana y yo nos veíamos dos veces al año. A principios del otoño ella me visitaba en Roma. A finales de la primavera, yo le devolvía la cortesía. La recogía en la residencia y juntos nos dirigíamos a casa del tío Manuel, hermano de mi padre, el último que nos aguantó. Falleció, y como con los primos nunca tuvimos relación, vendimos la casa y un huerto de patatas que heredamos de mamá, y acordamos que a partir de entonces viajaríamos por el ancho mundo. El primer año a Benidorm, playa de poniente, que no sé cómo me engatusó, pues me tocaba elegir a mí. Me quemé y regresé a la fraternidad vaticana sarpullido de calenturas y llagas. El segundo año a Benidorm, playa de levante, que reconozco que no hubo engaño, pues le correspondía escoger a Ana. Me quemé y regresé a la fraternidad vaticana sarpullido de calenturas y llagas. El tercer año nos aventuramos al interior. Un aguacero inundó nuestro hotel la primera noche y la agencia, para compensarnos de la calamidad, nos trasladó a otra hostelería de los mismos propietarios situada en Benidorm, playa de poniente. Me quemé y regresé a la fraternidad vaticana sarpullido de calenturas y llagas. El cuarto año, equipado con bañador, bártulos de playa, bronceador y unas gafas de buceo con respirador y aletas, más sombrilla, tumbona y flotador que me prestó fray Capella, me presenté al fallo de mi hermana, y zanjó que ya le aburrían los carcamales de Benidorm y que, no sé quien se lo aconsejó, Andorra era un destino que ningún humano debía perder. Los primeros cuatro días no abandoné el alojamiento del frío que atería. El quinto, me arriesgué a la terraza embozado con una camisetilla sin mangas. Desde el sexto hasta el penúltimo, no salí del hotel ni de la cama, curando la pulmonía que me infectó hasta los hígados. El último día, bajé a recepción y el botones me comentó que ni los viejos del lugar recordaban temperaturas tan extremas en esas fechas. El siguiente año de este recuento, el pasado, falté a la cita pues hube de viajar urgentemente a Méjico comisionado por el Vaticano para cortar de cuajo la polémica promovida por insignes prelados que cuestionaban la autenticidad del indígena Juan Diego, y por ende, la propia entidad de la patrona mexicana y la infalibilidad del pontífice que hubo beatificado a Juan Diego en el año 1990. No solucioné nada y me aguanté sin permiso. Ronda pasa y de mano Ana. Este año, cautivo, desarmado y con un mes de anticipación, venía preparado a transar cara mi voluntad, que no era otra que la que Ana concertara de migajas.

El convento y el asilo de las hermanas franciscanas estaba situado a las afueras de un pueblecito pirenaico aragonés llamado Borondón, en una finca que les pertenecía desde finales del siglo XVII, donación de Doña Frígida de la Sancha, mujer piadosa y devota de san Francisco, que les cedió tierras y dineros para fundar el cenobio. En los años cuarenta edificaron la residencia, manteniendo el estilo de la construcción primitiva. A vista de pájaro, el conjunto se asemejaba a un rectángulo dividido por sus imaginarias mitades en cuatro partes (>Esc 07): la primera, al oeste, comprendía el convento y la capillita anexa; en el costal norte, el claustro y un recoleto camposanto; al este, el asilo, formando ángulo de noventa con el cenobio; y la cuarta, al sur, correspondía al patio, una explanada que hacía de frontera con el convento y con la residencia y donde se adosaron unos cobertizos destartalados prestados de perrera, garaje, taller y caseta de aperos de labranza. Todo el perímetro estaba cerrado por una tapia de tres metros de altura, salvo en el paño conventual y en el asilo donde los muros de carga de estos servían de cierre, más altos aún que la valla circundante. La puerta de acceso, de dos hojas inabarcables que esporádicamente se abrían para permitir el acceso de carruajes, comunicaba el patio interior con un camino de arena bordeado de abedules y chopos que desembocaba en la carretera comarcal.

A la derecha del portalón, otro más discreto y moderno, calado sobre el retranqueo del asilo, facilitaba el acceso a las dos edificaciones. Un recibidor conducía recto hasta un distribuidor central, donde estaba la recepción. Salvada la encrucijada estratégica y en dirección norte, se descubría la entrada al convento a través de un pasaje estrecho. La hermana Segura, de mañana, la hermana Regla, de tarde, y la hermana Casta, de noche, vigilaban que quien perteneciera a la residencia tomara el camino conveniente, y quien se debiera a los votos, enfilara de frente, pasando por el vértice del claustro.


Las hermanas dormían en las celdas del convento, excepto las que se encontraban de servicio en el asilo, que lo hacían en los cuartos de celadoras. La superiora Severa no entendía de ordenadores, ni de bases de datos, ni de esquemas aleatorios, pero a la cuenta de la vieja cuadraba que todas las monjas aptas, por rotación en los puestos, dedicaran parte de su tiempo a la oración y parte a la caridad, sin desequilibrar en ningún caso el fiel de la balanza.


El edificio del convento, tenía dos puertas, la principal, a través de la explanada, armada bajo un corredor arcado que resguardaba desde la capilla hasta el asilo. Permanecía generalmente cerrada ya que, por seguridad y comodidad, preferían utilizar la entrada a través de la residencia, ladeando el claustro. En el interior, se conservaban habitables las celdas, unas cuantas estancias comunales, la biblioteca y una pieza de lectura aneja, una pequeña sala capitular, un taller de costura y algún otro cubículo de uso desconocido por mí. La cocina, el refectorio, el despensero y otros propios de la intendencia del cenobio, se clausuraron acertadamente en los años setenta, para evitar duplicidades con los existentes en el asilo. A su izquierda se hallaba la humilde capillita de san Francisco, la cual disponía de dos embocaduras, una privada desde el interior del convento, usada por las hermanas para su rezar diario, y otra pública a través del patio, que se abría el viernes para los residentes, tarde de misa y comunión oficiada por el párroco de Borondón que se acercaba a la capilla para guiar al rebaño por el recto camino que marca la liturgia, la confesión y la expiración de los pecados. El domingo, el esfuerzo lo realizaban los ancianos que podían acudiendo a la iglesia en el pueblo, a cuatro kilómetros de distancia.

La abadesa Severa me acogió con gozo y con extrañeza, sin tocar el tambor y sin formar a las monjas. Aparecí en recepción pasado el Angelus, a las doce y pico. La hermana Segura, alertada de mi llegada, me escoltó rauda al despacho de la superiora, quien hubo ordenado que me condujeran a su presencia tan pronto pisara el vestíbulo. Mientras, sor Caridad, arrecha como estibador de puerto, se preocupó de mis maletas.

La descubrí dando vueltas alrededor de la mesa, trotando inquieta y altiva de un extremo al otro. A su lado, sentada y absorta en el monitor del ordenador, una hermana, que no conocía de visitas anteriores, transcribía en el teclado la parrafada que la abadesa dictaba. Esta, al verme, interrumpió la cascada de palabras que se le amontonaban en el desván de las ideas.

- ¡Padre Carmelo, le esperábamos ayer! -Se aproximó resuelta y me estrechó cálidamente la mano-. ¿Le ha ocurrido algo?

- No. -La tranquilicé-. Me entretuve en el convento capuchino de san Buenaventura.

- ¿Le importa que finalice el escrito?

- En absoluto.

- Será un momentito. -La madre Severa desvió el interés hacia la monja copista-. ¿Dónde nos habíamos quedado, hermana Perfecta?

- ... , acordamos un tiempo de tregua durante el cual ...

- Sigamos. ... acordamos un tiempo de tregua durante el cual yo, coma, pudiera reflexionar sobre las exigencias formuladas. Punto y seguido. En realidad, coma, mi propósito era prolongar este periodo hasta su anunciada visita el próximo miércoles, coma, con la finalidad de consultar a Su Ilustrisima y buscar, coma, entre ambos, coma, una solución al conflicto planteado. Punto y aparte. Sorprendentemente, coma, los residentes no han respetado la tregua pactada y sin aguardar mi respuesta, coma, han enviado una amenaza en forma de anónimo, coma, que ha sido retirado del buzón de la residencia a primeras horas de esta mañana. Punto y seguido. En la nota, coma, redactada a mano con caracteres tipográficos desfigurados deliberadamente, coma, se me conmina, coma, como abadesa y responsable, coma, a satisfacer las reivindicaciones de los residentes, coma, o en su defecto, coma, tras insultarme llamándome vieja arpía, coma ...

- ¿Vieja arpía lo remarco en cursiva? -Preguntó la hermana.

- ¿En cursiva? -La abadesa Severa se encogió de hombros-. No, no le demos trascendencia. Sigamos. Tras insultarme llamándome vieja arpía, coma, a atenerme a las consecuencias derivadas de mi negativa. Punto y seguido. La misiva aparece firmada por la huella de una mano extendida y coloreada de sangre. Punto y seguido y entre paréntesis. Adjuntamos copia del ultimátum. Punto y aparte. La amenaza no me asusta, coma, pero creo que como superiora de este convento, coma, he de ponerlo en conocimiento de monseñor. Punto y seguido. Suplico que se digne indicarme las medidas disciplinarias que competa aplicar contra el/los culpables, coma, para atajar, coma, de una vez por todas, coma, esta situación que nos perturba. Punto y aparte. Disculpándome por sustraerle parte de su valioso tiempo y esperando no haberle angustiado en exceso, coma, se despide gratamente. Signa y rúbrica. Posdata. Aprovecho para informarle que el inventario solicitado por Su Ilustrísima se halla totalmente concluido. Punto y final. -Asomó su rostro entristecido a la pantalla hereje del ordenador-. Repáselo e imprímalo por duplicado, hermana Perfecta.

- El tratamiento de textos incluye un corrector ortográfico de última generación, madre Severa. -Pinchó la opción aludida-. No he cometido ninguna falta. Para sacar las copias sólo tiene que clickear con el ratón el menú archivo y bajar hasta el icono de imprimir. Indíquele el número de originales y la calidad gráfica.

Canturreó una queja sopesando que le resultaría más fácil a san Agustín trasvasar todo el agua de los océanos en un pozo excavado en la arena de la playa, que a ella obtener alguna conclusión de aquella enredosa, continua y sistematizada lista de tareas.

Los años pasaban por su cuerpo delgado y enjuto a más velocidad que lo hacían por el mío. La madre abadesa era más joven que yo, y parecía que se distanciaba hasta la quinta de mi hermana, sesenta y ocho años. Tal vez con quien compartes, algo se pega. Le noté las manos más secas y ásperas de lo que las recordaba. En la cara, el tiempo araba surcos y arrugas profundas. Debajo del hábito, las formas perdidas de un contorno flaco figuraban que la cabeza en proporción fuera más grande y que las carnes, siempre exiguas, se le desinflaran hasta cuartearse. Sospeche por su palidez que la sangre, caso de fluirle, la conservaría en alguna ampolla de la capilla.

- Me alegro de verle, padre Carmelo.

Y yo también, aunque hubiera preferido encontrarla en estado más saludable. Su voz sonaba ácrima como siempre, educada por muchos años de acatamiento y otros tantos de templanza en el mando.

- Abadesa, aquí le dejo las dos copias de la carta. -Concluyó la monja informática-. ¿Quiere repasarla?

- No, hermana Perfecta. Confío más en su redacción que en la mía.

- ¿Desea que la envíe por correo electrónico al buzón del obispado?

- ¡No, por Dios! La acercaré en persona el lunes. -Firmó el original con abulia y le estampó un sello pringado en tinta que descansaba sobre el tampón. Lo introdujo en una carpeta, junto a un papel arrugado-. Archive el duplicado y por favor, facilíteme también un listado del inventario. Voy a comprobarlo por enésima vez.

Unos segundos después la impresora escupía un estadillo detallado en tres columnas.

- ¿Desconecto el ordenador, madre?

- No se preocupe, lo apagaré yo. Por cierto, creo que no se conocen. Padre Carmelo, le presento a sor Perfecta, vicesuperiora del convento y especialista en estos artilugios abominables. -No mostró interés alguno en presenciar el sincero apretón de manos que nos dimos-. Ahora le ruego que permita a dos viejos amigos que se empachen de sí y en intimidad, hermana Perfecta.

Calculé que la hermana Perfecta rondaría los cuarenta años. El tono de su voz era dulce y cálido como sus manos entabladas entre las mías. Tenía unos ojos profundos y azules como el cielo en calma que embellecían el rostro pintarrajeado de pecas, salpicado de rubor, simpatía y algo de picardía. Se despidió con un gesto candoroso. Dudó y en el mismo quicio de la puerta señaló hacia el terminal.

- Madre Severa. -Avisó con un hilito de suficiencia- Si modifica algo no se olvide guardar los cambios en el disco duro, ...

- No se apure, hermana. -Zanjó la abadesa Severa palpándose la cabeza.- El disco duro lo tengo aquí.

- ... y grabe una copia de seguridad.
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----- (Continua en escena 9) -----