ESCENA 06. El novicio que sabía abrir candados.

----- (Continuación de escena 5) -----
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De Inglaterra nos llegó la última furgoneta cargada de hechos asombrosos ocurridos hacía veintisiete años, en un pueblecito del valle alto del Támesis, cercado por los montes Cotswold, entre bosques de hayas y duendecillos anglicanos. El arzobispo de Cardiff nos remitió documentos que avalaban unas supuestas apariciones de la Santísima Virgen a dos chiquillas, Meredith Stuart y Anne Thomson, mientras trabajaban en el campo. Nuestra Señora, como en la montaña de la Salette, como en Heede, como en las manifestaciones de Aljustrel, anunció a las jóvenes profecías sobre la inminente llegada del Anticristo. Nadie las creyó. Y la Virgen obró un nuevo portento. Anne Thomson se quedó ciega porque Jesús, según declaraba, le reclamó los ojos. Murió poco después de divulgar lo que la Virgen le impuso en custodia. Por su parte, Meredith Stuart recibió el don del estigma, las llagas de Cristo. Para la iglesia anglicana, Meredith suponía un peligro de fe. La internaron en un manicomio y empeñaron todos los conocimientos médicos para frenar el sangrado de las úlceras. No lo consiguieron, ni siquiera diagnosticar los síntomas. Del psiquiátrico la rescató una comunidad católica de Chipping Candem. Se retiró a un convento y allí, durante muchos años, mantuvo las heridas de gloria. Antes de cumplir los treinta años, Meredith comunicó a las hermanas que la Virgen se le hubo vuelto a aparecer y que le manifestó que debía acompañarla. Las monjas se asustaron y pidieron consejo al arzobispo que, para evitar un posible suicidio, decidió confinarla de nuevo en un hospital. La protegieron en una habitación acolchonada donde la vigilaron día y noche y donde la alimentaron por vía intravenosa. Meredith Stuart murió una cálida mañana de primavera. Nadie se explicó el porqué, nadie quiso entender, salvo sus postuladores, que la Virgen se la llevó asida de la mano.

El consejo de relatores emitió un informe favorable a la causa de Meredith Stuart. Encima de mi mesa se amontonaban estudios médicos y psicológicos que debía valorar. Mi método de trabajo habitual consistía en decidir dependiendo del número y diversidad de peritos que los hubieran confirmado, la diferencia ideológica de éstos y los consabidos fundamentos que pudieran esgrimir los testigos y eruditos para apoyar el proceso. En el caso de Meredith, los análisis gozaban de total solvencia, por el sinfín de médicos especialistas que la trataron y el diagnóstico coincidente que todos ellos obtuvieron de lo observado. A algunos se les consideraba doctores de gran renombre y de incuestionable prestigio internacional, que destacaron siempre por mostrar una imparcialidad y un rigor fuera de toda discusión, incluso y alguno en particular, por la propensión peculiar de los científicos en negar aquello que no se ajusta a las normas de la lógica sistemática. Todos acordaron que los síndromes descritos fueron reales, imposibles de interpretar por la ciencia y el tiempo que tocó juzgarlos. La salud de Meredith Stuart, física y psíquica, era todo lo normal que cabía desear y esperar de un ciudadano británico cualquiera. Como garantía añadida, una parte de los expertos que examinaron el historial de Méredith Stuart profesaban en la Iglesia Anglicana con un alto grado de compromiso. De alguna manera, admitir como inexplicable una circunstancia católica significaba proporcionar armas al enemigo para que te propinara con más dureza en la pugna de la fe.

Frecuentemente, los hechos son tan tozudos que convierten al que los menosprecia y se jacta de empírico en el más perfecto ejemplo de fanático intransigente. Salvo que El iluminara mi arbitraje, el expediente de Meredith Stuart debería elevarse al consejo cardenalicio. La postura del abogado del diablo era irrevocable.

El prior Apuleto se acercó a mi habitación. Apretó la perilla de la lámpara. Se iluminó la estancia.

- ¿Ha resuelto sobre la chica inglesa?

- Dictaminaré a favor.

- ¿Es beneficioso para la Orden?

- Sólo nos guía la verdad y el servicio a Dios. -Concluí perplejo-. ¿Me equivoco?

Denegó con la cabeza, afrentado. Luego volvió a presionar el interruptor y me dejó a oscuras, sumido en la más abyecta de las confusiones. Me lo hubo avisado. La respuesta correcta a aquello que ignoramos consiste en no contestar y ofendernos de la ignorancia de quien pregunta (>Esc 04).

Apenas unos días después, como Pedro negara a Cristo, traicioné a Meredith Stuart. Su moción quedó enterrada en el cementerio Teutónico. Los que obedecen ciegamente, continuarán haciéndolo. No se equivocaba el prior Apuleto.

Así y de soslayo, soporté penurias y lamentos, jornadas enteras curando mis escoceduras con la lectura aburridísima del manual de la lavadora, pensando que tal vez aquel electrodoméstico confortaría como bálsamo capaz de eliminar el resquemor de mi alma.

El prior Apuleto regresó a principios de mayo. Le acompañaba un hermano atildado y resolutivo, fray Jergón, agregado a la fraternidad vaticana y destinado como auditor en la Prefectura de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, el verdadero corazón financiero de la Iglesia. No fui lo suficientemente hospitalario. El prior Apuleto violó mi soledad en la cocina, mientras separaba las mudas por colores.

- Me placería que reabriera el sumario de la estigmatizada inglesa. Los sucesos parecen realmente milagrosos. No debemos juzgar nosotros la voluntad de Dios. ¿No lo comparte, Carmelo? -Descubrí en sus ojos el sangrado del cinismo-. Por cierto, ando en negociaciones con la Oficina de Patrimonio Vaticano. Existe la posibilidad de que nos cedan una casona nueva para la fraternidad. Este edificio ofrece serio peligro de derrumbe y sería recomendable que el Ayuntamiento lo demoliera.

No le contesté, al fin, me reveló sus artes políticas. La Iglesia siempre ambicionó la beatificación de Meredith Stuart. Representaba una cabeza de puente, una quintacolumna encostrada en campo enemigo, los anglicanos. Muéstrales hechos sobrenaturales y los que luchan contra tí se unirán a tus hordas. ¿Cuántos nuevos católicos reclutaríamos merced a ella? ¿Cuántos traicionarían una iglesia que no les ofrecía santos? ¿Cuántos escépticos hartos de modernidades, -mujeres oficiando liturgias, prelados fornicadores y pederastas, una papisa rodeada de hijos y nietos estúpidos y consortes casquivanas-, romperían sus lazos protestantes? Cientos o miles, tantos más, mejor. El prior Apuleto conocía el anhelo oficial y aplicó el aserto de que al rival que acechas cómprale sus vicios y devendrá en íntimo. Los capuchinos, por competencia de su abogado del diablo, vetaban la causa, dejando las puertas de la negociación entornadas. Trocaría una postura favorable por un cargo importante en la Prefectura de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, y por qué no, por la cesión de un inmueble para nuestra fraternidad, contraprestaciones que los capuchinos sabríamos valorar y recompensar en su justa medida. Los cardenales podrían imponer la reapertura del proceso sin tragarse el soborno, pero el prior Apuleto era lo suficientemente viejo y diablo como para apostar que no iniciarían una guerra contra la Orden por una petición tan comedida. Al cabo, los capuchinos encarnábamos a los humildes de la Santa Iglesia, y lo solicitado se circunscribía dentro de los límites que nos podíamos permitir y que estarían dispuestos a conceder, teniendo en cuenta que estaba en juego aquello que los mas codiciosos emperadores no lograron: la conquista de Inglaterra.

Pedro negó a Cristo tres veces, y yo, a mi conciencia le embutí la segunda villanía. Una semana después, transferí el acta de Meredith Stuart al consejo teológico para que establecieran la relación entre los hechos físicos y su motivo religioso. Ellos lo traspasarían al plenario cardenalicio. Fray Jergón afiló sus lápices y sus inspecciones en un ostentoso despacho con luz natural en la Prefectura de los Asuntos Económicos de la Santa Sede. Recibimos un listado de inmuebles que ocupar y un auto del Ayuntamiento informándonos de la próxima demolición del edificio apuntalado y de la indemnización que nos correspondía por las molestias (> Esc 04). La lavadora nos destiñó la colada: fray Cuco mezcló la ropa blanca con la de color. Evidentemente, sobre programas, temperaturas y calidades de los sintéticos no dicen nada los Libros del Canon.

El prior Apuleto me recomendó que me tomara unas vacaciones.

- Reflexione estos días, Carmelo. El Ministro General busca afanosamente hermanos para fundar una fraternidad en Afganistán. Considero que usted es más provechoso en los despachos vaticanos que tratando de convertir in partibus infidelium a los talibanes. Lamentaría que su nombre entrara en la terna. -Apostilló la amenaza desde el umbral de la puerta-. No me gustaría sentirme tentado a designarle candidato.

Y por conducirme mejor que Pedro y no estampar la tercera vileza decidí poner distancia que lo impidiera. Presumí que mi querida hermana Ana, alojada en un asilo de monjas franciscanas en España, agradecería mi compañía.

El novicio Trasunto, delincuente juvenil al que rescatamos de un correccional y que pusieron bajo mi tutela (> Esc 04), se había empeñado en enseñarme cómo abrir toda clase de cerraduras.

- Y por último, fray Carmelo, le voy a enseñar la técnica de la llave maestra de dientes limados. –Sus dedos finos y ágiles manipulaban el candado.- La llave tiene que caber en la abertura. Después sólo es cuestión de no introducirla toda y darle un pequeño golpecito a la vez que se gira. Así conseguimos desbloquear el pistón. -El candado se abrió suavemente ante mis ojos-. Inténtelo usted, fray Carmelo

- Me parece más fácil con los dos clips. –El cursillo incluía ocho maneras distintas de abrir todo tipo de cerraduras-. Incluso, con la horquilla del pelo y con la pieza metálica del rotulador es más sencillo.

- Sólo es cuestión de práctica y de tener un buen juego de ganzúas. – Observó sorprendido la maleta a medio hacer encima de mi cama -. ¿Se marcha?

- Dos o tres semanas

- Le echaré de menos. –Jugueteo con el bolígrafo de apariencia normal que ocultaba en su interior un kit de nueve ganzúas profesionales. Me lo dio-. También sirve para escribir.

- Lo haré.

Ligero de equipaje y casi de puntillas, como huyen los cobardes de sus obligaciones, de esta manera tan poco elegante escapé de la fraternidad capuchina sin despedirme de nadie.