ESCENA 05. El abogado del diablo.

----- (Continuación de escena 4) -----
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Antes de promulgarse en el año 313 la libertad de culto religioso por Constantino, el cristianismo sufrió persecuciones que inundaron el campo de la fe de mártires. El acoso fue de tal magnitud y fiereza, que produjo una carencia de historias escritas que corroboraran la realidad de los torturados y la certeza de sus prodigios. Las pocas actas que se compilaron resultaron demasiado sobrias y faltas de encanto para la fantasía exultante de los nuevos fieles e indicativo de que otros muchos mártires se perderían por siempre en el anonimato.

El relato apócrifo de los Hechos de los Apóstoles se difundió ampliamente entre las clases populares desde el siglo II, y proporcionó modelos de santos a los cristianos primitivos. En respuesta, surgieron diversos arquetipos, como la castísima doncella salvaguardada por un asombro, como los mártires respetados por el fuego, por el aceite hirviendo o por los animales salvajes, como la irradiación de fucilazos celestiales que les brotaban mágicos del cuerpo. Centenares de entelequias fascinaron la ilusión del creyente necesitado de mitos a los que honrar. En el siglo IV, los padres de la Iglesia añadieron a este patrón, el dolor reconfortante. San Crisóstomo logró que Satanás se enfadara porque los cristianos sacrificados anduvieran sobre las brasas como si se tratara de un solado de pétalos de rosas. San Lorenzo, ya medio churruscado sobre la parrilla, canturreaba sempiternas diatribas filosóficas. San Romano, cuya epidermis tras el suplicio parecía una única pústula, pronunciaba discursos de cuatrocientos versos mientras el verdugo se desesperaba por la placidez de la víctima. Figuras idealizadas como san Cipriano de Antioquía, santa Lucía de Siracusa o san Jorge, eclipsaron a mártires genuinos como san Policarpo, san Justino o san Apolonio.

No obstante, para la madurez definitiva del santo, restaban los milagros posteriores a su fallecimiento. Derivado, nació el culto a las reliquias. Y hubo tal propalación de ellas, que sirvió de excusa a nuestros enemigos para refutarnos. Debimos aprender la reconvención que Alfonso de Valdés nos hizo: Hallaréis infinitas reliquias por el mundo, y se perdería muy poco en que no las hubiese. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma, en Burgos y en Nuestra Señora de Anversia; la cabeza de San Juan Bautista en Roma y en Amiens de Francia. Los apóstoles fueron doce, uno no se encuentra y otro está en las Indias, y en diversos lugares del mundo, localizaréis más de veinticuatro. Los clavos de la Cruz fueron tres y uno lanzó Santa Helena en el mar Adriático para amansar la tempestad y del otro hizo fundir el almete para su hijo el Emperador Constantino y del tercero construyó un freno para su caballo; y ahora hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León y otros infinitos. Pues de palos de la Cruz, si juntásemos todo lo que afirman que se recuperó de ella en la cristiandad, bastaría para cargar varias carretas de bueyes. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos, sólo en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de San Cristobal, no tiene cuento. Si quisiese podría nombrar otras más ridículas e impías que suelen decir que custodian, como el ala del angel San Gabriel, como la penitencia de la Magdalena, huelgo de la mula y del buey, de la sombra del bordón del Señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad, o la costilla del Salvador y otras distintas cosas a estas semejantes. Abundo y sumo que más de un millón de recuerdos se esparcen por doquier, la mayoría falsos y aún y vergonzoso, venerados. Por burlón que parezca se conserva un sobrante que Dios utilizó para esculpir a Adán, y el digesto maná de los israelitas, y el mantel sucio de la Ultima Cena, y una pezuña petrificada del diablo, más de cincuenta sudarios, múltiples pañales de Jesús niño, cuatro santas lanzas de Longinos y toda una cristalería de griales, y de colofón jocoso, la confidencia de santa Catalina que admitía sin rubor, que portaba en el dedo el prepucio de Jesucristo y que tal pellejo, la reconfortaba. La veneración de los sepulcros revalorizó los despojos de los torturados. Ya no se perpetuaban en sus tumbas, sino que se profanaban y se trasladaban a santuarios paganos para cristianizarlos. En el año 351, a san Babilas se le reubicó en el templo de Apolo en Dafne. En el II concilio de Nicea del año 787, se convirtió en norma enterrar los restos mortales del santo debajo del altar.

El fin de las persecuciones taponó el caudal de mártires. La legalización de Constantino prohibió la condena a tormento por razón de creencia, pero mantuvo la condena a destierro por razón de herejía, y más cuando el arrianismo apoyado por Constancio se transformó en dogma. Este cambio desconcertó a los cristianos, pues al no contemplarse el suplicio a los perseguidos desaparecía la posibilidad del martirio. El cesaropapismo estaba en su mayor apogeo. La Iglesia católica cayó en el ostracismo y pronto se hubiera agotado de no interceder san Atanasio y otros, que en lo que concierne y sobre la taumaturgia, añadió a la figura del mártir, la impronta aún desconocida del monje anacoreta. En aquellos tiempos, el ascetismo no generaba adeptos e incluso la Iglesia oficial lo anatematizó y persiguió a quienes lo adoptaban como fórmula. Orígenes, que en su juventud se autocastró, opinaba que la separación externa del mundo representaba una tentación que era necesario combatir. La postura de san Atanasio rompió con la tradición martirológica. Durante la lucha que mantuvo con el arrianismo, san Atanasio sufrió destierro en cinco ocasiones y tres de ellas recibió auxilio de los eremitas coptos, cuyo superior Pacomio le habló de san Antonio. Su existencia ascética le impresionó de tal forma que redactó su célebre Vita Antonii. Esta visión, profusamente copiada por los amanuenses medievales, instauró un nuevo estereotipo de santo que importó toda la cristiandad. Surgieron biografías de san Martín, de san Sulpicio Severo y de otros. El paradigma eremítico proporcionaba una atractiva perspectiva de fe pero sin desmarcarse de Jesucristo y de la ortodoxia de la Iglesia. El anacoreta conseguía las más intensas experiencias, portaba carismas y adiestraba fuerzas miríficas. Este canon enraizó con entusiasmo entre los creyentes. Aparecieron colonias de ermitaños que buscaban el ideal de vida en la soledad. San Francisco de Asís contribuyó con el estigma de las llagas de Cristo. Y otros muchos ascetas mostraron atributos místicos y procesos de éxtasis. La Iglesia empezó a remontar el desfallecimiento e incluso y simoniaca, toleró que reyes más o menos piadosos formaran parte del calendario, como san Luis, como san Gúntram o como santa Matilde, o como san Carlos el Grande (Carlomagno), que a semejanza de santa Catalina, recibió los pliegues íntimos de Cristo de manos de un ángel.

Esta profusión de reliquias, arúspices milagreros y lugares de peregrinación causó que en la Edad Media aflorara una competencia entre diferentes poblaciones por ofrecer mayores y mejores estadísticas de curaciones y asombros portentosos. Esto produjo disparatadas curiosidades. Un campesino del sur de Francia, mientras araba un campo, dejó a su hijo pequeño al cuidado de un perro. Una serpiente atacó al crio y éste, asustado se desmayó. El animal, fiel y valiente, se enfrentó con la serpiente hasta matarla, sufriendo el perro muchos daños y sangrando por las desolladuras. Lamiéndose las heridas, el perro se tumbó sobre el niño inconsciente. En ese momento regresó el padre y viendo que el animal olisqueaba por encima del niño y que éste parecía muerto, y confundiendo la sangre del perro con la del muchacho, sospechó que el perro hubo matado a su hijo y en pago decapitó al animal leal que hubo defendido con su vida al niño. Aquel perro fue canonizado como san Guinefort.

Este crecimiento descontrolado exasperó a la Curia Vaticana que acordó que convenía evitar la laxitud del reconocimiento de santo. Se estatuyeron revisiones y una cierta normativa. Hasta el decretal Audívimus de Alejandro III la canonización competía exclusivamente a los obispos y fue a partir de esta publicación, cuando el Papa se arrogó el derecho único para el rito de santificación, y reclamó la concesión de la bula de dispensa para la beatificación. Esto provocó tensiones en la prelatura. El papa Bonifacio VIII exhumó a san Ermán de Ferrara y mandó quemar su cadaver tras derogar la santimonía que otro epíscopo le hubo conferido. Se elevó el número de pruebas y testimonios precisos para autorizar la veneración pública y la realidad del postulado. Aún y durante cuatro siglos, perduró el enfrentamiento entre algunos jerarcas y el pontífice. Los primeros mantuvieron, ampliamente cercenada la atribución de la beatificación, mientras que el Papa consolidó para sí, la atribución de la canonización.

Con el breve Coelestis Hierusalem, Su Santidad Urbano VIII introdujo un cambio sustancial: la veneración pública, local o universal, sólo se merecía después de un proceso papal, y tanto la beatificación como la santificación, incumbían a la jurisdicción expresa del pontífice. Mostrando cierta transigencia hacia los cultos suficientemente enraizados, se excluyo de este formalismo a todos aquellos santos cuya eulogía se hubiera iniciado con anterioridad al año de 1534.

Desde entonces y hasta nuestros días, los expedientes de beatificación y de canonización son transparentes. Se suprimieron muchos santos dudosos y a otros se les reubicó la fecha de patronazgo, el día de la muerte. La Iglesia corrigió con equidad y con retroactividad los yerros que el despropósito de la Iglesia primitiva ocasionó al santoral. El Calendario General Romano, válido desde el 1 de Enero de 1970, supuso una considerable ruptura con la tradición. La reforma de la Congregación de los Ritos iniciada por el Concilio Vaticano II, dispuso la relación santa que en conciencia y sin suspicacias, debemos venerar.

- La Orden primero siembra y luego recoge la cosecha, Carmelo. No se atreva a defraudarme, jamás.

Por devoción, aprendí a amar a los santos. El último concilio nos iluminó en la conveniencia de honrar en sumo grado a estos herederos de Jesús que fueron propuestos por la Iglesia como regla de imitación. Hombres generosos que siguieron a Cristo entregando su vida, con el testamento del sacrificio o el de los actos. Después de la gracia santificante nada existe que conquiste tanto como el buen ejemplo. Entendí que a los ungidos se les adula, que nacieron siervos leales tocados por la iniciativa gratuita de Dios, y como un espejo espiritual, reflejan sus virtudes para perfeccionar las nuestras y hacernos desistir de las taras que nos invaden. San Gregorio de Nisa enseñaba que la perfección cristiana sólo tenía un límite; el de no tener límite.

Por habitualidad, aprendí a comprenderlos y a justificar las debilidades que heredaron por nacer del pecado original y aquellas que inventamos los fieles ávidos de preservar su don y sus reliquias, marginando con frecuencia el mensaje que nos legaron.

Por obligación, aprendí a forjarlos desde mi lóbrego despacho. La gracia de Dios no se otorgó únicamente en épocas antañas y por tanto es de justicia aceptar que en la actualidad muchos hombres y mujeres la recibirán, como ocurrió anteriormente y como sucederá en el futuro.

- Concréteme los pasos de una canonización, Carmelo.

Hechos sobrenaturales en la cristiandad se producen por miles, pero la Institución considera unos pocos. El diagnóstico sería fácil de establecer de no ser porque obliga a discernir con entendimiento humano lo que faculta el apofatismo divino.

Las causas de beatificación y de canonización se eternizan en el tiempo. El transcurrir de años se encarga de autentificar la veracidad o la falacia de los sucesos milagrosos. Con demasiada frecuencia la impaciencia del pueblo obliga a adoptar una decisión rápida. Los santos surgen de la tenacidad y de la persistencia de su postulante. El proceso consiste en un complicado auto canónico y jurídico que origina una extensa documentación, expedientes rebosantes de catalogaciones, informes técnicos, recogidas de pruebas, audiencias de amparo, análisis de eruditos, nombramientos de jueces, cotejos, comisiones de teólogos y mariólogos, recomendaciones de obispos y otros más y variados estudios. El trámite se inicia a nivel de diócesis. Acontecido el episodio a evaluar, un promotor, -un sacerdote, una comunidad religiosa-, encarga a un postulador, -un teólogo, un historiador eclesiástico-, la dirección de la causa. Se reúne un tribunal multidisciplinar que emite un informe y nombra a un promotor de dudas que refute las evidencias y muestre los reparos que el asunto implique. Valorados los escritos, tesituras teológicas, doctrinales y morales, réplicas periciales médicas, y otros testimonios, y si el dictamen es favorable, la petición se transmite a la Congregación de la Causa de los Santos, en el Vaticano, donde se incoa el verdadero proceso.

Las disposiciones actuales exigen para la beatificación que un difunto haya realizado un milagro después de la muerte o ser mártir, y para la canonización otro prodigio ocurrido después de la beatificación. Un colegio de relatores investiga el asunto conjuntamente con los colaboradores del exterior y prepara un informe sobre el grado sobrenatural de la proeza. Esta tasación se eleva al promotor de fe, coloquialmente advocatus diáboli, (abogado del diablo), que tras objetar y plantear dudas sobre los méritos del candidato, emite una posición afirmativa o negativa de la tramitación. Si el fallo es favorable, el promotor de fe convoca a una comisión de teólogos para que establezcan la relación entre la hazaña física y el motivo religioso. El dictamen teológico asciende a un consejo de cardenales que pondera la beatificación o la canonización. Finalmente, el sumo pontífice decreta sobre la circunstancia del patrocinado.

- Bien, bien. -Me regaló dos palmadas en el hombro-. Usted será el próximo abogado del diablo.

Y su voluntad contumaz doblegó a la mía. Desde aquel entonces ejercí como advocatus diáboli, atrincherado en la tierra minada de la instrucción, entre los relatores que me inundaban de legajos que había de trizar en busca de la incoherencia, y los cardenales que me solicitaban escritos que a ellos incumbía valuar espiritualmente. Yo realizaba la criba, el funcionario anodino entrenado para sospechar, para embutir el dedo en el ojo y girarlo ácrimo, lo bastante humilde como para disponer de un despacho minúsculo y sin luz natural, lo suficientemente importante como para dirigir el destino de los postulados y catapultarlo a los cardenales o enterrarlo definitivamente en el cementerio Teutónico, a la izquierda de la Capilla de san Pedro.
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----- (Continua en escena 6) -----