ESCENA 04. La fraternidad vaticana.

Ligero de equipaje y casi de puntillas, como huyen los cobardes de sus obligaciones, de esta manera tan poco elegante escapé de la fraternidad capuchina sin despedirme de ningún fraile.

Así y de soslayo, los abandoné una mañana fría de mayo mientras se afanaban en el manejo de los aparatos domésticos que nos regalaron unos creyentes de buena fe, agradecidos por la hospitalidad que les mostramos cuando se trasladaron durante un cierto tiempo a Roma. En compensación, los fieles nos compraron a tocateja la lavadora y la secadora, para nuestros quehaceres terrenales, "y también para nuestra perdición", protestaba huraño fray Cuco, que paradójicamente, era capaz de traducir a la carrerilla códices medievales manuscritos por amanuenses enfermos de Parkinson, y desistía avergonzado y desesperado contra los manuales que explicaban en italiano contemporáneo, las instrucciones de utilización de los electrodomésticos.

- Sobre programas, temperaturas y calidades de los sintéticos no dicen nada los Libros del Canon.

Y luego buscaba mi aprobación, y yo, vicario de aquellos monjes, se la negaba por no admitir que no conocía el funcionamiento del cacharro.

- Los subordinados preguntan con intenciones dudosas. -Me aseguraba circunspecto el guardián Apuleto (2)-. La respuesta correcta a aquello que ignoramos consiste en no contestar y ofendernos de la ignorancia de quien pregunta. Aplíquese esta argucia y los que le obedecen ciegamente, continuarán haciéndolo, Carmelo.

Carmelo. Así me llamo y me presento, que de buenos aragoneses es nombrarse ante quienes le escuchan. Hermano Carmelo o como dice la partida de nacimiento, Carmelo Constante, apellido casi olvidado de su poco uso. Mi historia, por vulgar y vacua, aburre. Tengo cincuenta y cinco años de edad y desde los catorce, de profesión monje capuchino. Ya me siento viejo como para preguntarme porqué a mis huesos adolescentes les entraron las ganas, y me resulta más cómodo y menos comprometido contestarme que ingresé por vocación y con evidente conocimiento de causa. Realicé el postulantado y el noviciado en el Convento Beato Mateo Serafini, bajo la tutoría del hermano Apuleto, y allí abracé la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos Celantes (1) y acepté los votos. Cuando creí que ya estaba preparado para poner en práctica las enseñanzas del Poverello de Asís, el hermano Apuleto y sus artes de embauque me condujeron de nuevo, con el hatillo de libros, al Colegio Internacional San Lorenzo de Brindisi, en Roma, con el deber cosido del sayo de acabar y con notable, derecho canónico y psicología. Ignoro qué beneficio pretendía sacarle la Orden al estudio de la fundamentación jurídica de la Iglesia y al análisis objetivo del mundo mental, pero reconozco, desde este principio, que fui dócil, por lo menos durante la prolongada juventud, que luego y ya con pellejos, la insumisión me mordió repetidamente en el alma, y en vez de permanecer manso, ladeé hacia las fronteras de la indisciplina.

- He sacado de media un bien alto. -Me jacté atrevido mientras sujetaba con chinchetas los dos diplomas en la pared de mi celda-. Y ahora, toca ya trabajar por los pobres, hermano Apuleto.

- ¡Una calificación decepcionante, Carmelo! Y ahora toca estudiar en el Collegium Cultorum Martyrum.

Y le satisfice, y durante un trienio, aprendí Hagiología y Martirología en la Academia Pontificia del Culto de los Mártires, intramuros del Vaticano.

- ¡Un notable raspado! –Ni siquiera desenrollé el diploma del tubo que lo contenía-. ¿Toca ya trabajar por los pobres, hermano Apuleto?

- ¡Una nota insuficiente como para servir óptimamente a los intereses de la Orden, Carmelo!

El contiguo periodo transcurrió sin pena ni gloria, y por tedioso, no merece el esfuerzo de rescatarlo de la memoria. Viajé mucho y siempre unos pasos detrás del tutor Apuleto, instruyéndome en la ciencia de la estricta gobernación y esforzándome en la siembra de contactos que en el futuro pudieran surtir provechosos. Y así, por arrimar al Ejército a nuestra bandera me alisté un tiempo como capellán en el Tercio Alejandro Farnesio de la Legión, en Ronda, tatuaje y juramento del credo legionario incluido. Y parecido, por atraer al mundo capitalista a nuestra causa, ejercí de confesor religioso de una nutrida y acaudalada asociación de empresarios católicos, que me enseñaron ellos a mí más del mundo de las finanzas que yo a ellos del mundo espiritual. Y similar, buscando la línea directa con diversos arzobispados y sus litigios con las compañías aseguradoras, ayudamos como peritos en distintos casos de robos sacros, como aquel episodio que encaminó nuestros pasos hasta un convento de franciscanas donde fueron expoliadas obras religiosas, y donde regresamos peor que fuimos, la ira recomiéndonos las entrañas, cargados de enojo y faltos de culpables, por lo menos, de pruebas que los incriminaran.

Poco más sucedió, y de sopetón y ya rozando los cuarenta, lo que había de sobrevenir de continuo, me apresté a recibirlo.

- ¡Ha llegado el momento, Carmelo! -El hermano Apuleto nunca sonreía-. Y a partir de ya, diríjase a mí como guardian (2).

No imagino que mañas y tretas de conveniencia y política utilizó el hermano Apuleto, pero logró introducir cinco monjes en lo más profundo de la Curia. Negoció con el Ministro General la segregación de la Oficina Central en Via Piemonte, de aquellos hermanos capuchinos celantes (1) que desempeñaríamos en exclusiva labores vaticanas y derivado, consiguió instalarnos en un nuevo domicilio, sufragáneo de la sede principal romana. El Ministro General, con algunas condiciones, autorizó la petición y nombró superior de la fraternidad al sagaz Apuleto. Nos ubicaron en un inmueble situado en una callejuela vieja y apuntalada al regazo de la Piazza Navona, una manzana que el Ayuntamiento de Roma quería demoler y que no conseguía por topar con los abogados de la Iglesia. Aquellos metros cuadrados de muros torvos y agrietados simbolizaban la escasa fuerza de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos Celantes (1) en la Curia del Papado. Del sinuoso antro fundamos nuestra fraternidad vaticana, y dispusimos tantos cargos monásticos como urgencias precisaba la organización de la posada. Los seis primeros capuchinos celantes (1) nos instalamos en aquella casa desvencijada. Luego se nos unió fray Jeromín y más recientemente, el novicio Trasunto, un delincuente juvenil rescatado de un correcional que pusieron bajo mi tutela y al que cogí gran aprecio. El guardian Apuleto (2) repartió nuestro trabajo y entrega a Dios y a la Santa Madre Iglesia con artera equidad: fray Capella en la Congregazione per l,Evangelizzazione dei Popoli; fray Cuco en la Congregazione per il Clero; fray Grelo aterrizó en la Congregazione per i Vescobi; fray Tesón en la Congregazione per la Dotrinna delle Fede y fray Jeromín en la Congregazione per gli Instituti di Vita Consagrata. Si alguno desea venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, nos animaba Cristo por pluma de san Mateo. Ciertamente, nuestra servidumbre desemboca en la capitulación ciega ante el mandato.

- ¿Y yo, guardian Apuleto (2)?

- Usted, impaciente Carmelo, ejercerá como vicario de ésta nuestra fraternidad. –Escondí la mirada, desilusionado porque tantos años dedicados al estudio no compensaban con oficiar de cabo furriel- . Además trabajará en la Congregazione delle Cause dei Santi.

Así e inesperadamente, me abrieron las puertas de la ilustre Congregación de la Causa de los Santos, en cuyos despachos se decide si el postulado es un elegido divino o un burdo majara. Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo, nos dijo el Señor en Levítico 11.44. ¿Qué misterios escondían aquellos ilustres a los que hube estudiado durante una eternidad, y que me aguardaban expectantes en el interior del Dicasterio? Por definición, santo es quien más próximo está de la virtud, de la bondad, de la costumbre moral y de la perfección, …, pero no me concernía valorar ese comportamiento ejemplar. Standler me enseñó docto: Para ser santo en la Iglesia triunfante basta la observación fiel y perseverante hasta la muerte de los mandamientos de Dios. Pero para ser reconocido como santo en la Iglesia combatiente, además de elevada vida santa de un discípulo de Dios, auténticamente piadoso, son indispensables todavía después de su muerte señales y milagros que Dios ejecuta a petición suya y mediante los cuales Dios manifiesta su voluntad de que su siervo y amigo sea reconocido y venerado como santo en la tierra. De estos excelsos, que no de aquellos modélicos, debía ocuparme y juzgar si sus destrezas portentosas eran estrategia divina o simple truco de prestidigitador.

- Tendré que repasar, hermano Apuleto.

- Pues no pierda el tiempo en vanalidades y empiece ya.
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----- (Continua en escena 5) -----

........ Notas ..........................................

(1) En esta ficción, los Hermanos Menores Capuchinos Celantes conforman una corriente interna y de caracter reformista, de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos (O.F.M. Cap.). También llamados Capuchinos de Camerino, en honor de la protectora Caterina Cibo, duquesa de Camerino, son un grupo minoritario de frailes capuchinos que proclaman la vuelta al ideal primitivo representado por los fundadores Mateo de Bascio, Pablo de Chioggia y los hermanos Ludovico y Rafael de Fossombrone. Orgánicamente dependen de la Curia General de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos (O.F.M Cap), pero gozan de una cierta autonomía.

A partir de ahora, y por motivos prácticos, en la novela Haceldama, nos referiremos a Carmelo como fraile capuchino.


(2) La Orden de los Hermanos Menores Capuchinos (O.F.M. Cap.) se estructura en fraternidades compuestas por un mínimo de 3 miembros. La coordinación de la vida fraterna se confía a un superior llamado “guardian”, cargo equivalente a “prior” termino más común usado en otras órdenes.

A partir de ahora, y por motivos prácticos, en la novela Haceldama, nos referiremos al “guardian” Apuleto como “prior”