ESCENA 03. El milagro del ermitaño Borón.

No consigo calcular durante cuantas horas anduve por Roma, errante, sin rumbo, atenazado de pesadumbres. Regresé a la fraternidad capuchina y retiré un santoral de la biblioteca. Busqué la cajita de puros. El abuso del tabaco conduce indefectiblemente a la esclavitud. Al instante, desterré el aforismo de mi pensamiento. Extraje uno, lo encendí y me acomodé en el sillón. Abrí el martirologio y tanteé en el índice el capítulo del santo Borón. Páginas 874 hasta la 911, inclusive. Comencé la lectura y en llegar a su final, entregué las últimas fuerzas que me quedaban.



Nunca antes, la lectura de una biografía santa produjo que mis manos temblaran. Era la primera vez que esto me ocurría. Introduje una señal en la página 911. Con los dedos humedecidos en saliva, regresé al principio del capítulo del ermitaño Borón. Página 874. Doblé el ángulo superior de la hoja, a modo de referencia. Cerré el grueso volumen y contemplé su portada con extrema fijación. Hechos y virtudes de los santos medievales. Tomo II, por Ramón de Guissóns, superior carmelita del monasterio de San Simón. Primera edición 1824. Inhalé una calada larga y áspera, como mis miedos. A pesar del calor propio de finales de junio, prendí la chimenea del despacho. El hombre que ansía meditar en paz ha de guarecerse sordo, ciego y mudo. Posiblemente. El resplandor de los maderos me ayudó a decidir con ecuanimidad. Abrí de nuevo el libro y retomé el mazo entremarcado. Con un sólo desgarro arranqué las hojas que incumbían al santo Borón, desde la 874 hasta la 911 inclusive. Las tiré al fuego. El crepitar del manojo me hizo temer que el ermitaño surgiera de las brasas y tiznado de ceniza, me sentenciara una futura tragedia.

Repicaron seis campanadas en el carillón del nuevo edificio. ¿Cuánto le habría costado al superior Apuleto aquel reloj? De seguro, algún chantaje. Torné a sopesar el tomo. Mi última caricia la acerté al crucifijo que me hubo protegido desde el pecho mientras releía la eiségesis del santo Borón. Lo besé y no tuve dudas. Lancé el volumen entero a la hoguera. Poco a poco, un humo negro y lóbrego conquistó el despacho que no me pertenecía.