ESCENA 12. La boda de papá y mamá.

Los perros ladraron escandalosamente a las dos y veinticinco de la mañana. Así permanecieron cinco minutos, aproximadamente. Alguien salió a la explanada y los chistó. Se callaron y me tranquilicé. Hasta que comprobé que los chuchos me habían desvelado.

Los perros también ladraban en la finca de los Vargas. Siempre me descubrían cuando trepaba el vallado y en pago, les tiraba piedras. El viejo Vargas me gritaba desde el caserón. Su hijo, Guillermo de Vargas, también.

Cuatro generaciones de mamá sirvieron a otras tantas de los Vargas. La abuela de mamá trabajó de criada en la hacienda y cuando ya era vieja e incapaz, mi abuela la sustituyó en los fogones, como cincuenta años antes hiciera la tatarabuela. Al cumplir los dieciséis años, mamá fue contratada de ayudante en la cocina. El viejo Vargas estaba muy contento con ella. Su hijo, Guillermo de Vargas, también.

Apenas duró un año en la hacienda. Papá la pidió en matrimonio y se casaron una festividad de Santiago Apóstol. Papá nunca jamás trabajó para los Vargas ni para otros. Descendía de campesinos con tierras. Heredó una casa vieja, una mula vieja, y un campo viejo de labranza y lo juntó con un huerto de patatas que aportó mamá de dote (>Esc 08). Sobrados para no depender de nadie, desahogados para bordear la miseria por su costal más benevolente. No sé porqué, pero papá siempre se mostró inquieto por la presencia del viejo Vargas. De su hijo, Guillermo de Vargas, desconfiaba también.

Mamá dejó de guisar para otros y lo hizo, primero para papá, y después, cuando Ana y yo nacimos de sus entrañas, para los cuatro. Mamá cocinaba como los ángeles cocineros, que alaban a Dios y se lo ganan por el estómago. Incluso mejor, porque en nuestra despensa no teníamos néctar o ambrosía, sólo aquellos comestibles que comprábamos racionados y en medidas de vista, que la báscula no admitía menor calibre.

Nos sentábamos a la mesa y bendecíamos los alimentos. Mamá nos servía las mejores tajadas a nosotros. Cuando sentíamos las tripas llenas a rebosar, sólo entonces repartía a papá. Y él, viendo que el cuenco de mamá permanecía vacío, compartía con ella su porción.

En el otoño, mamá hacía bollos con castañas que papá recogía del campo. Ana y yo tragábamos con glotonería. Mamá guardaba los restos para la noche. Antes de acostarnos, volvíamos a comer y nos íbamos a la cama con la barriga caliente.

Papá y mamá nunca comían bollo de castañas. Y se juntaban mucho bajo las sábanas para caldear las carnes que el postre no les hubo avivado.

- Te doy gracias Dios mío, por los beneficios que en este día que acaba me has concedido. Te pido perdón por todas las faltas cometidas y me pesa, de corazón, haberte ofendido. Propongo firmemente nunca más pecar.

A cambio, te ruego que enciendas los fogones del Cielo y permitas que mamá prepare un postre de castañas a papá.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.