ESCENA 11. Meritoria, la comunista.

El edificio del asilo formaba ángulo de noventa grados con el convento de las monjas franciscanas y era de traza rectangular. Tenía dos pisos de altura más una buhardilla. La planta baja incluía la cocina y la despensa, la lavandería, varios servicios, la enfermería, el despacho de la abadesa, el salón comunal y el comedor, más los metros que se perdían en los pasillos, en las escaleras y en el ascensor. La segunda planta constaba de dieciséis habitaciones dobles y ocho individuales, todas con baño completo, y cuartos para las monjas celadoras que por turnos se encargaban de vigilar la noche. La buhardilla permanecía diáfana y sin obrar, un espacio destartalado destinado a una futura ampliación que por falta de presupuesto nunca se llevaba a cabo.

Ana me encontró a mí, en el pasillo de la planta alta, despistado con la llave de la habitación 18 de rosario. Empujaba una silla de ruedas sobre la que viajaba una anciana de cara grata y cabellos blancos, peinada a media melena, suelta. Ana, filantrópica, impetuosa, rebelde mujer. Aquel vestido beige se lo regalé para que abandonara el luto que tanto tardó en desterrar. Por encima, una chaqueta verdosa, por debajo, zapatos marrones y medias color caramelo, muy guapa. Se abalanzó sobre mí, besuqueándome, aferrándome las manos y sintiéndome.

- ¡Carmelo! Te noto más delgado. ¿Cuánto pesas? ¿Setenta y poquitos? Te conviene engordar. ¿Qué porquerías comeréis en Roma? Cuéntame, venga. ¿Cómo está fray Trasunto? ¿Qué tal me encuentras? Parezco más gorda, pero no, este conjunto engaña. Tú un poco tísico, pero, ¡qué alegría! ¿Qué tal el avión? ¡Ayer te estuve esperando todo el día! ¿Cómo no me has avisado de la hora de tu llegada? Carmelo, por Dios, quítate ese sayo. Los monjes modernos en la calle visten de hombre. En el monasterio no, ahí vale, pero fuera se consiente ropa como Dios manda ¡Vaya una facha, como el mismísimo santo Francisco! ¿No se te ocurrirá cubrirte con esa capucha? La tela parece buena, pero resulta muy áspera. Se te va a caer el pelo. Te he comprado unas camisas de colores. Irás más decente que con ese saco terrero que hasta huele. Cuéntame, venga. El pelo corto te queda bien. ¿Cómo me encuentras? ¿Quién te recorta la barba? Ya casi es blanca. Yo también me tiño las canas para aparentar menos edad. ¡Sesenta y siete castañas ya! (>Esc 10) ¡Y tú, cincuenta y cinco! Mi hermanito pequeño. Cuéntame, venga. Me acuerdo todos los días de vosotros. ¿Cómo has venido este año tan pronto? Tengo tantas noticias que darte que no sé por dónde empezar. -Los oídos se me taponaron y sólo recuerdo vagamente unos labios moverse de continuo. De pie, con la llave de la habitación 18 tintineando, la cabeza afirmando al vuelo, cuéntame, venga. Ana Constante, singular hasta para nacer el 29 de febrero del año 1940 (>Esc 10) y derivado, ó bien sumar cada cuatro años o bien fastidiarse sin onomástica. Entradita en carnes, setenta kilos repartidos en un escaso metro y sesenta centímetros, pelo ondulado de permanente, moldeado por el batir de las mariposas. Cara de óvalo y sonrosada, sonrisa que nacía en la oreja y acababa cien kilómetros más allá de lo inmensa que extendía. Los ojos verdes como cristal de jade. La nariz perdidita, grapada sobre arrugas que semejaban olas, y su arrullo de voz, cuéntame, venga. Cuerpo rechonchón que apetecía estrujarlo, piernas extrafinas y coquetas, estuario de varices, que pareciera que se le iban a tronchar y que no le adecuaban propias.- ¿No vas a contestarme?

Fue a responderse y le tapé la boca con las manos.

- ¡No pienso ir a Benidorm de vacaciones!

- No. -Distrajo su mirar hacia la anciana sentada en la silla de ruedas-. Este año no toca Benidorm. Y Andorra, tampoco, Carmelo. -Me cogió de la mano-. Quiero que conozcas a mi amiga, Meritoria.

Meritoria la comunista, así la definió la superiora. Una abuela de setenta y tantos años, bien conservada, pelo canoso desbocado en media melena sobre los hombros, peinado y cepillado con maña, orejas grandes, nariz centrada bajo dos pupilas castañas claras, mandíbulas fuertes y prominentes y unos dientes blancos, anárquicos, pero todos, sanos y cuidados. Postrada en su silla de ruedas, me tendió su mano y estrechó la mía. Sonrió e hizo un amago por incorporarse. Ana, más rápida, lo evitó.

- Por fin le conozco. –Se mostró amistosa-. Ana habla muy a menudo de usted, padre Carmelo.

- Yo también he oído chascarrillos sobre usted, Meritoria. –No mencioné a través de qué interlocutor-. Y no crea las exageraciones que le cuente de mí.

- ¿Juega al golf con el Pontífice?

- ¡Ana, insensata! ¿Cómo puedes inventarte esas mentiras?

- Tú me dijiste que visitaste el castillo del Papa. ¿Cómo se llama? Del Golf, sí, Castillo del Golf. -Se defendió Ana-. Supongo que allí se jugará a eso del palito, la pelotita y el agujerito.

- Castell Gandolf. ¡Y jamás he tratado personalmente con Su Santidad!

- Ana y su mundo, padre. -Meritoria la recompensó con una caricia en la mejilla-. Aún más humilde, su labor vaticana se presume apasionante.

No me gusto la falta de tacto de Meritoria porque parecía, por el tono y seguridad empleado, que la estuviese descubriendo a los ojos de un extraño. Ana y su mundo, padre. Bien la aguanté años y años para que nadie que la conocía desde hacía muy poco tiempo me la describiera

- Se equivoca, Meritoria. Mi trabajo es muy rutinario. Ahora, si no le molesta, voy a deshacer la maleta. Los viajes me entumecen. ¿Vienes, Ana?

Vagó intermitente del uno al otro, elección que me resultó descorazonadora.

- Voy a acompañar a Meritoria al salón. -Fingió una sonrisa fraternal que me supo a traición-. Túmbate y descansa. En un minuto regreso.

- Ayuda a tu hermano, Ana. –Dispuso Meritoria-. Luego nos veremos.

Ana la besó en la frente y cruzó a saltos el pasillo. Me quitó las llaves de la habitación 18 y me arrastró del brazo. La seguí con la cabeza vuelta hacia Meritoria, que se alejaba volteando las ruedas de la silla ortopédica. Pensé que era una mujer extremadamente quebradiza para tan arduo trabajo.

Meritoria me producía desazón y no sabía bien si por la primera impresión recibida o por las apostillas de la madre Severa (>Esc 10). Ya éramos dos los que sospechábamos que Meritoria ejercía una influencia contraproducente sobre mi hermana.

La habitación de Ana era de forma irregular, un retal que sobró cuando distribuyeron la segunda planta, demasiado pequeño para considerarlo un dormitorio doble y demasiado grande para considerarlo individual. Cuando Ana la ocupó hacia tres años, sobre sus catorce o quince metros de superficie se disponía un cuarto de baño con ducha, un armario empotrado, una cama de noventa centrada y dos mesitas de noche en los lados, y rodeando la ventana, una mesa camilla con dos butacas de tela y una estantería encajonada entre dos columnas.

Por el acuerdo del Ayuntamiento con el asilo, Meritoria tenía derecho únicamente a plaza de día (>Esc 10), pero a medida que la amistad con Ana se fue consolidando, solicitaron ambas a la abadesa Severa la posibilidad de añadir una cama en la habitación de Ana para que Meritoria se quedara a dormir algunas noches, las menos, que la mayoría de las veces y al atardecer se marchaba a su casa en Borondón. La superiora autorizó la particularidad previo establecimiento de una donación fija de carácter mensual de Meritoria al convento. El resultado de la negociación se notaba en que donde antes había una cama de noventa centrada con dos mesitas de noche a los lados, todo suficientemente amplio, ahora aparecían dos camas de ochenta pegadas a la pared y separadas por una mesita de noche, todo suficientemente apelotonado.

El cuarto que me cedió la abadesa, pared con pared con el de mi hermana y orientados ambos sobre la explanada interior del conjunto, estaba desocupado desde hacía meses y no funcionaba ni la calefacción ni el agua caliente, a pesar de la cuestión personal que de ello hizo Pelayo Cejón, encargado de mantenimiento.

- Le aseguro padre Carmelo que no existe principio científico que explique esta avería. Esto es obra de Satanás que ustedes, los religiosos, le señalan como causante de todos los males. Dios sabe que ni yo, ni mis fundamentos empéricos nos comemos este marrón.

En la habitación de Ana y Meritoria pasamos muchas horas de charloteo, contándonos las miserias ajenas y confrontándolas con las noblezas propias. A veces naufragábamos en el silencio y nos mirábamos y nos entendíamos. Otras tantas, ellas se animaban a jugar unas partiditas de cartas con otros ancianos, momento que yo aprovechaba para asaltar alevosamente las baldas y saciar una curiosidad heredada de no sé bien que maestro. Allí guardaban recuerdos de antaño. Tres fotografías destacaban sobre las demás: una en sepia de Ana y Jeremías, mi cuñado, el día de su boda, escoltados por papá, mamá y yo de chaval comiendo golosinas; la segunda, del acto donde me confirmaron advocatus diaboli de la Congregación de la Causa de los Santos; y la tercera, mostraba a un atractivo joven de unos cuarenta y pico años, cabello oscuro y cuidadosamente despeinado, con camisa y corbata, bajo la axila un casco de obra, en las manos unos planos desenrollados, y al fondo, difuminado, el esqueleto de un edificio a medio construirse. En los estantes posaban salpimentados de polvo muchos libros descolocados: novelitas de amor, dos tebeos del Capitán Trueno, un vademécum sanitario, un recopilatorio de salmos, ensayos de práctica política, vidas pías, algunos clásicos, volúmenes de ética y filosofía, una biografía de la Pasionaria, revistas del corazón y un catálogo de moda. Fundas de gafas, agujas de lana y una caja de hilos, figuritas de porcelana, boticas sin caducar, tarritos con caramelos y frutos secos, una carpeta archivadora con documentos, bolsas de plástico, un frasquito de color añil etiquetado como Evacuosorbitol y que supuse contenía algún laxante, cuadernos y un bote con bolígrafos, un legajo de cartas atadas con cáñamo, extractos bancarios, espejitos y muñecos de peluche y otros de tela, vasitos de cristal, varios juegos de naipes todos ellos detalle de la Caja Rural, tapetes, unos cactus pequeños, tijeras y unas llaves.

Disfrute mucho los paseos por los alrededores del convento. Bordeando la margen de un río llamado Pilatos, ascendíamos a un mirador desde donde se divisaba Borondón, a apenas unos kilómetros de distancia. El pueblo, de postal, se recostaba a los pies de un roquedal en cuya cima se distinguía la silueta embelesadora de un castillo medio en ruinas. No nos acercamos porque la carretera empinaba para arriba y no animaba a recorrerlo empujando una silla de ruedas.

Trascurrieron cuatro días con el fin de semana apretujado en medio. Conocí a nuevos residentes y redescubrí a otros que ya me fueron presentados en anteriores visitas. Ramón Bocanegra, aragonés de verbo procaz. Probio Panceta, angustiado constantemente por el pecado y sus mil apariencias. Cástulo Vicio, fanfarrón de bragueta, que no existía hembra que no hubiera probado en el mundo. Pepe Fraterno y sus batallas de abuelo, que el frente de Teruel se ganó, según literal, por él y sus cojones. Bernabé Penas, de tendencia republicano, que no le dio una hostia a Alfonso XIII en abril del 1931, porque estaba borracho, -¿él o el rey?-, hazaña de quitarse el sombrero para alguien nacido en 1926. Respecto a las monjas, salvo a la vicesuperiora Perfecta, a la hermana Clara, a la hermana Pura y a una novicia a la que apenas vi, al resto las conocía de antes. Cinco trabajadores en plantilla finalizaban el recuento: dos cocineras; un médico por horas en días alternos; Américo del Rosal, un tosco jardinero a punto de jubilarse, que suponía un problema añadido para la abadesa porque no hallaba sustituto apropiado que cuidara las flores y el césped del claustro y que labrara con mimo los predios beneficio del convento; y Pelayo Cejón, hombre polivalente que se encargaba del mantenimiento de las instalaciones y de conducir el microbús hasta y desde Borondón en varios trayectos al día, tanto para traer y llevar abuelos como para cumplir recados, mano de oro que igual arreglaba el enchufe de la luz con un alambre, que el CPU del ordenador con un golpe seco o la tapa del delco y sus conexiones con miga mascada, que igual culpaba a Satanás de aquello que sus fundamentos empéricos no podían solucionar

- Cejón no es mi apellido. Es un mote que me pusieron en la Legión. -Se señalo la ceja en singular, una tira de pelo espeso de dos centímetros de ancho que le unía las dos-. Hice la mili en el Tercio Gran Capitán de Melilla. ¡Hostias, que tiempos aquellos!

- Yo también estuve en la Legión (> Escena 4). –Me recogí la manga del sayo y le enseñé un pequeño tatuaje que lo demostraba-. Capellán en el Tercio Alejandro Farnesio, en Ronda.

- ¡No me joda, otro novio de la muerte! -Se levantó la camiseta y me enseñó, tatuado en el pecho, el texto integro del espíritu de unión y socorro del credo legionario.- “A la voz de ¡A mí La legión¡, -recito en voz alta-, sea donde sea, acudirán todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio”. -El corazón le palpitaba, eufórico-. Y le juro por lo mas sagrado, padre y compañero legionario, que si necesita mi ayuda, la tendrá.

La historia de Meritoria Luján me abordó como el río al mar. Meritoria la comunista, nacida aragonesa de Borondón, de padre molinero afiliado al PCE, y de madre profundamente religiosa. Durante los dos primeros años de guerra acogieron y protegieron a una monja violada por las tropas republicanas y repudiada por su propia congregación. El pago lo recibieron en forma de pelotón fascista, en el avance definitivo de 1939. En la tapia de alguna hacienda asesinaron a su madre y a un hermano adolescente. El padre, recogido por los suyos, fue trasladado por la fuerza a Rusia. Meritoria, aún niña, quedó al cuidado de su hermana mayor Basilisa y de su cuñado Cosme. Cumplidos los dieciocho años, se alistó a la partida maquis del “Drole”, mitad por inconsciencia, mitad por amor a uno llamado Liberto Bernal que murió en una escaramuza mientras la visitaba. No aguanto más y en 1954 huyó a Francia. Allí, protegida y financiada por el PCE en el exilio estudió farmacia. Se empadronó en un pueblo perdido del pirineo norte donde atendía partos del ganado y borracheras de los paisanos. Regresó al molino de Borondón, muerto ya el general Franco, muertos ya su hermana Basilisa y su cuñado Cosme. Cruzó la frontera cargada de recuerdos, llena de esperanza para localizar una tumba en Rusia que nunca encontró, un rastro de sangre en las tapias de las haciendas que condujeran a dos cadáveres, el semen del maqui que la preñara de un hijo que nunca tuvo. Buscó toda una vida perdida y halló todo la vida por delante de su sobrino Ventura Bertá, un estudiante de arquitectura que sólo la tenía a ella.

Transcurrieron los cuatro días y me guardé para mí otras horas que no quise compartir con nadie. Tampoco con la madre Severa, que se ausentó el lunes para gestionar unos asuntos en la capital y entregar la carta en el obispado (>Esc 08), y no regresó hasta la comida del martes, atacada y vencida por un resfriado mayúsculo, tan contumaz que contra su combativa voluntad y por imposición del médico se encamó entre mantas y sólo las apartó para acompañarnos en la cena.

Llegué a la conclusión de que Ana no era una revolucionaria en ciernes y que debajo de su colchón no almacenaba goma dos para volar el asilo, ni por fanatismo, ni por influjo de Meritoria, que tampoco debajo de su colchón escondía panfletos comunistas que incitaran a la quema de conventos, ni anónimos que amenazaran a la vieja harpía si no concedía las peticiones de los residentes (>Esc 10). Sólo eran dos ancianas que se necesitaban y se complementaban, la una amortiguando los disparates de la otra y la otra empujando las piernas infestas de la una. Y si no lo entendía así la madre Severa, tendría que ser más explícita en sus acusaciones.