ESCENA 10. El anónimo de la mano sangrante.

----- (Continuación de escena 9) -------

A las paredes de un convento llegan rumores y la mayoría de las veces rebotan contra los muros y se desvanecen. Durante un buen rato participamos del chismorreo y de la banalidad. Reímos hasta que la madre superiora consideró que era momento de acabar con nuestro gozo mundano.

- Le agradecería que me acompañara a la capillita, Carmelo. Quiero comentarle algo relacionado con su hermana Ana.

- ¿Qué le ocurre? -Me preocupé-. ¿Está enferma?

- ¡No! Tranquilícese. Cosas de su carácter. Pero no me pregunte aquí. Prefiero la soledad del oratorio.

Introdujo el listado en la carpeta donde antes hubo guardado la carta original y el papel arrugado, y me invitó a que la siguiera.

El despacho de la abadesa estaba ubicado en el edificio del asilo, pasada la recepción y orientado al claustro. Desde el ventanal se divisaba el césped cuidado, las arcadas y las copas de algunos cipreses del cementerio anexo. Enfilamos a la derecha, recorrimos el pasaje, bordeamos el claustro y por una puerta a la izquierda irrumpimos en el convento, en un vestíbulo desde donde partía un corredor angosto, paralelo al edificio por su lateral más alargado. Pasamos por delante de la entrada principal que habitualmente permanecía cerrada. Al fondo, otra puerta nos introducía en la capilla. Me alegré cuando la madre Severa cerró la puerta detrás de mí, ya que durante el trayecto a través del convento, tuve la sensación de violentar algo sagrado.

La capilla medía unos veinte metros de largo por unos ocho de ancho, y raspaba los cinco de altura. Era de planta rectangular y una única nave, finalizada en un propósito de ábside octogonal. Construida de mampostería de piedra vieja, sin columnas, la estructura descansaba sobre unas enormes vigas de madera que cruzaban por el ancho del techo y se sustentaban en los muros contrafuertes laterales. Entre el ara y el ábside y hasta la cubierta a dos aguas, se había levantado, a modo de retablo, un muro de ladrillo visto sin cerrar por los lados, que dejaba que en el espacio del ábside surgiera una habitación con los ocho metros de ancho por unos cuatro de fondo. Disimulado en aquel tabique calaban tres vanos a modo de hornacinas, el central más ampuloso contenía un Cristo crucificado, la cavidad de la derecha a la Virgen María, y el hueco de la izquierda, la talla de san Francisco. Sobre el presbiterio, a unos diez metros de altura, descollaba una cupulita. A través de unas vidrieras, entraba la luz mortecina del exterior hasta morir en los pies del Salvador. La decoración se completaba con un par de aguabenditeras, un confesionario de madera oscura, un atril en forma de paloma blanca, algún candelabro, láminas de cuadros de Belbello da Pavia y de Hugo van der Goes y varios originales de pintores místicos locales, apliques de bronce y latón, más de catorce jarrones rebosantes de flores marchitas y ocho filas de bancos. En el frontispicio de la asamblea, un recordatorio del santo de Asís. ¡Oh alto y glorioso Dios! Ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.

- El muro-retablo lo construimos el año pasado. El techo se caía y urgía apuntalarlo. El arquitecto ingenió esta solución y de lo malo, disponemos de una habitación en el ábside para guardar las ofrendas. Desde luego, nunca aparecerá reseñado en los libros de arte. -Se resignó ante lo evidente-. ¿Le gusta como ha quedado?

- Dios únicamente valora la intención. -Contesté impávido, las manos cruzadas por detrás-. Así se evita turistas en bermudas que molestan con las cámaras de fotos, madre.

- Ayúdeme a colocar las flores.

- Referente a mi hermana ...

- No se impaciente. -Me calmó-. No es grave.

Una vez hubimos acabado de cambiar las flores marchitas de los jarrones por las frescas, la madre Severa se dirigió de nuevo hacia la cabecera. Penetró en el aposento comprendido entre el retablo de ladrillo visto y el ábside. Encendió la luz y se iluminó la sala de los exvotos y tesoros de la capilla. Sobre el paredón trasero del obrado encajaba un archivador metálico de unos dos metros de altura, que cumplía de credencia y sagrario de los instrumentos de la liturgia. El lienzo octogonal del ábside albergaba en todo su perímetro un mueble compartimentado en estantes, unos mayores que otros, cuyo contenido se veía a través de unas cristaleras translúcidas. Calculé más de trescientos exvotos y retuve un simpático surtido de lo mucho que los creyentes depositaron ad honorem, tales como mantillas de bautizo, piernas de cera, broches que los niños tragan con el alfiler abierto y circulan por los vericuetos del cuerpo sin desgarrarlo, relojes con las manecillas detenidas en la hora fatídica de un accidente, sortijas de prometida, cadenas y pulseras más de veinte, cofres y cajitas de marfil, candelabros y cálices de plata, plumas de vate, pañuelos y botones de oro, unas gafas y un ojo de cristal, un cocodrilo disecado que no se desayunó al aventurero descuidado porque hasta Africa llegaba la cobertura del santo, navajas y estiletes nacarados, una prenda chamuscada y que pertenecía a un paisano al que estampó un rayo y la intercesión divina salvó, copas de cristal fino, un marcapasos, especias mil, ramos de flores secas, botellas de vino local, dientes de oro, hasta el dedo amputado de un ladrón arrepentido conservado en un tarro de formol, marcos de plata, agujas y dedales, una muñeca desvestida y desmembrada, y otros presentes, tantos, distintos y variados que complicada resultaba su enumeración.

En el preferente de la vitrina y sujeto sobre un soporte aparecía extendido el manto de la Virgen, adornado con incrustaciones de piedras semipreciosas y encajes de hilo dorado. Por encima de la prenda destacaban las dos piezas más valiosas que el convento guardaba: el collar de tres vueltas de perlas de la Virgen, cuestación de los fieles por el bicentenario de la fundación, y la corona de oro de la Virgen, donación del pueblo en el tercer centenario.

- Los cristales parecen demasiado frágiles como para proteger estas joyas, abadesa.-Tintineé con los dedos comprobando la labilidad del vidrio-. Un mínimo golpe podría romperlos.

- ¿Para qué romperlos si las puertas están abiertas? -Con un ligero movimiento me demostró que las cerraduras en lugar de blindar, decoraban-. Las llaves se perdieron hace mucho tiempo. Cuanto más se ocultan las cosas más se ambicionan. La gente piensa que son imitaciones, que las originales las esconde el obispo debajo del alba. Fíjese en la puerta principal de la capilla: sólida y acorazada. Siempre se mantiene cerrada y cuando la abrimos, nosotras vigilamos en el interior. Quien pretenda entrar aquí sólo puede hacerlo a través del convento y le aseguro que las hermanas Segura, Regla y Casta no lo permitirían. ¡Y además, dentro de poco estarán catalogadas y depositadas en las estancias del museo diocesano!

- En usted la ironía suena amarga y forzada.

Sonrió sin afán. Abrió la carpeta y extrajo el listado de ofrendas. Fue punteando con un lapicero. Dejó transcurrir el tiempo que su voluntad le dictó suficiente para continuar.

- Referente a su hermana, Ana ha cumplido sesenta y siete años a finales de febrero. -Singular hasta para nacer un 29 de febrero-. De salud está fuerte como un roble. ¿Cuántos años lleva con nosotras? ¿Veinticinco, treinta?

Muchos. No tenía el cálculo a mano, pero una infinidad. Ana, viuda joven por circunstancias que no vienen a cuento. Dios no le dio descendencia y de la familia, el único que le sobrevivía escapó a Roma, a un despacho lóbrego, entre llagas, estigmas, martirios y profecías. Trabajó cuidando viejos en un hospital dependiente de las monjas franciscanas, y tanto los quiso y a tales se acostumbró, que luego jubilada se arrimó con ellos en el asilo para que la acompañaran en su soledad.

- Veintisiete.

- Veinticinco años como empleada y dos como residente.

No me gustó su matización. Escondía un componente material. Ana ingresaba una pensión y los intereses de una imposición que aperturamos con el dinero obtenido por la venta de los bienes heredados de nuestros padres. Suficiente para vivir con desahogo.

- ¿Debe dinero al convento?

- ¡No, Dios mío, disculpe mi maldita trascendencia! Su hermana está al corriente de pago e incluso realiza donaciones. ¡Somos nosotras las que nunca podremos compensar su generosidad! - Se persignó teatralmente-. Me preocupa su hermana, Carmelo. Últimamente la noto muy contestataria

- ¿Contestataria?

- Si, protestona. Y es joven aún para chochear. Ana siempre se ha comportado como una cristiana ejemplar, cumplidora de los mandamientos, disciplinada y responsable. Pero de un tiempo a esta parte se ha vuelto cáustica, especialmente insubordinada

- Ana es obstinada, madre Severa. Practica la religión de un modo peculiar, muy literal al evangelio. Todos infringimos alguna vez las normas.

Frunció el entrecejo y retornó a puntear el listado. No le apetecía que percibiera en su gesto el rictus de la intemperancia.

- Quien pone en entredicho la autoridad de la Iglesia, reniega de Dios.

- Ni Ana ni yo renegamos de Dios. –Suavice el tono-. Me refiero a cosas más peregrinas, por ejemplo el inventario. Son decisiones humanas y no ofende a Dios quien duda de su funcionalidad. Usted, hace un rato, ha criticado una orden del obispo porque la consideraba desacertada.

- Supera mi obediencia a mi replica. -Atajó sin miramientos-. Y el resultado final importa a los ojos de Dios. El cristiano debe someterse a los demás y avenirse dócil a los jerarcas de la Iglesia.

- Eso aseguran las Cartas a los Hebreos. -Giré en retirada y me entretuve observando el dedo lustrado en el tarro de formol-. ¿Desde cuándo ha advertido ese cambio en Ana?

- Aproximadamente desde hace un año. Se está dejando influenciar por otra anciana, una antigua comunista que se llama Meritoria.

- ¿Qué se le ha perdido a una comunista en un asilo de monjas?

- Firmamos un acuerdo con el Ayuntamiento para ofrecer a las personas mayores empadronadas en Borondón un servicio alternativo de Centro de Día. Meritoria vino en ese lote.

Rebuscó en la carpeta. Extrajo el papel arrugado y me lo mostró. Lo leí






El párrafo ocupaba dos líneas y estaba escrito con tipografía desfigurada a propósito. Debajo del texto y a modo de rubrica, aparecía estampada la huella de una palma abierta teñida de color rojo, a modo de mano sangrante.

- ¿Un anónimo?

- Lo hemos encontrado esta mañana en el buzón.

- En su despacho no he podido evitar escuchar la carta remitida al obispo. ¿Se refiere a esto?

- Sí. Debo informar a monseñor de este lamentable suceso.

- ¿Qué relación guarda mi hermana con esta amenaza?

- El lunes pasado una delegación de residentes me solicitó una serie de peticiones. Propuse una tregua para estudiarlas con detenimiento. Como puede ver, -meneó el ultimátum ante mis ojos-, no han cumplido lo pactado. Su hermana y Meritoria lideraban el grupo.

- ¿Sospecha que Ana ha participado en la redacción de este escrito?

- Me gustaría que usted me convenciera de lo contrario.


- Claro, abadesa. Perdóneme, pero estoy cansado del viaje. -Me froté los ojos con la manga del sayo-.
Hace tiempo que no veo a Ana. Si su presunción se confirma, espero que se trate de un comportamiento transitorio. La mantendré al tanto. Ahora, madre, si me lo permite, me gustaría reunirme con mi hermana.

Desandamos por los entresijos del convento hasta el claustro. Allí, torcimos a la derecha, traspasamos el umbral de su despacho y me acompañó hasta la recepción. Las hermanas Segura y Caridad me miraron con simpatía.

- Hermanas: el padre Carmelo tiene mi permiso para acceder a la capillita, a través del convento, tantas veces quiera. Ayuden al hermano capuchino en todo aquello que precise.

Las monjas aceptaron con agrado el mandato. La madre Severa me despidió con una gélida cortesía. Luego giró y desapareció en su guarida. Seguí atento su caminar, con el fuerte convencimiento de que la abadesa condujo por las galerías del convento a un hermano y confinó en el vestíbulo a un hereje.