VIDA DEL ERMITAÑO BORON. -Parte 1-

En obediencia al Decretal Pontificio Coelestis Hierusalem, que promulgó la muy Santa y Sagrada Congregación de Ritos en el año de mil seiscientos veinticinco y que fue confirmado por Su Santidad Urbano VIII en el año de mil seiscientos treinta y cuatro, declaro que en todo cuanto se leyere en este documento y que pudiere parecer que se atribuye cualidad de santo al reverenciado ermitaño Borón, cuya canonización no ha declarado todavía la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, por cuanto se refieren algunos episodios suyos que por exceder las fuerzas humanas parecen milagros y a veces se les denomina así, o se relatan algunas maravillas sobrenaturales, o beneficios alcanzados por su intercesión, es intención de esta petición que no se le de mayor confianza de la que se otorga a parejas narraciones de historia humana, esto es, una fe puramente terrena y falible. Y si alguna vez le mencionare como santo, entiéndase por esta palabra una virtud sobresaliente y fuera de lo común.
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Yo y en mis cabales, humilde postulador de la causa de santidad del beato Borón, firmo este obligado protesto, en el día cuarto del mes de noviembre del año de mil seiscientos cuarenta y cinco.

Mauro de Villarroel, Obispo de Jaca, servus servorum Dei.


Doy fé de que tuve en custodia, mientras los leía, estudiaba y transcribía en un trasunto, los testimonios originales incluidos en el compendio Ruego de beatificación del virtuoso Borón, escrito del año 1238 del obispo de Huesca Vidal Cañellas, y los otros documentos compilados en la instancia de veneración Acta del ermitaño Borón, escrito del año 1278 del obispo de Huesca Jaume Sarroca, que fueron declarados auténticos por Su Santidad Nicolás III en el año de 1279 y que desaparecieron para la cristiandad en el siniestro incendio que asoló la catedral de Huesca, en el año de 1642.

Confirmase por las crónicas que hasta nos han persistido que, en el año de la Encarnación del Señor de 1237, en el décimo aniversario del pontificado de Gregorio IX, y en el decimonoveno del reinado de Jaime I, el Conqueridor, hijo de Pedro II, el Católico y fruto del vientre de la reina María de Montpellier, sucedieron los hechos milagrosos del ermitaño Borón, presenciados por el jerarca de Huesca Vidal Cañellas y por el dominico Atanasio, abad de Acevedo, que declararon con unánime contundencia “que lo que vieron y lo que oyeron ocurrió tal como lo relatan”. Así lo verifican también el abad Fernando de Montearagón y el prelado Durand de Jaca, y se suman a la constancia, los superiores de San Juan de la Peña y del monasterio de Siresa, y otros miembros ilustres de la nobleza, todos juraron “que los prodigios sobrevinieron por la gracia de Dios, pues el ermitaño Borón solo y con las artes humanas no pudo perpetrar aquello acontecido”.
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Eran los tiempos de la Reconquista, cuando los cristianos de Aragón y de Cataluña, y también los de Castilla y los de León, y los de Portugal y los de Navarra, capitaneados por sus condes y principales, y sus caballeros e infanzones, y los maestres de Calatrava y Santiago, y los Templarios y los Hospitalarios, y otras órdenes menores, con otros tantos cruzados del mundo, levas de Francia y de Hungría, los feudos vasallos de Jaime I el Conquistador y los de Fernando III el Santo, y en vanguardia la bendición de Gregorio IX, todos y en nombre de Dios luchaban contra el infiel almohade, para derrotarle y devolverle al Africa de donde procedía, humillado y con sus falsos profetas y sus costumbres musulmanas ensartadas en su media luna pagana.

Ya hubieron caído Burriana y Peñíscola, y también Chisvert y Cervera, Castellón de la Plana y Albalate, y el Puig de Enesa a las puertas de Valencia. Mallorca y las islas de Menorca e Ibiza fueron capturadas al morisco de la montaña. En el Occidente los caballeros reconquistaron el Algarve. Los castellanos liberaron Baeza y la Orden de Santiago venció en Trujillo y Montiel, en Medellín y Alange, y otras plazas como Magacela y Santa Cruz, y el arrabal de la Ajarquía, y por fin, el Islam capituló Córdoba, y Fernando III, el Santo, recuperó las campanas de la Catedral de Santiago de Compostela que Almanzor saqueó a la cristiandad en el año 998.
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Al ejercito le acompañaba una muchedumbre inmensa compuesta de repobladores para las tierras rescatadas a Dios, artesanos y familias que los seguían, labradores para sacar el fruto al campo; y otros más, canónigos y clérigos, notarios y escribanos, andanadores y deheseros, y también, pregoneros y alguaciles; y surtido de putas y celestinas, alquimistas y buhoneros, ... , todos ellos encerraron en Sevilla y en Granada, y en Valencia y en los confines de Murcia, a los últimos perjuros que conseguirían resistir aún dos siglos y medio el avance cristiano. Otros, los más, permanecieron en sus tenencias, cumpliendo con humildad los mandamientos de la Ley de nuestro Señor y cuidando las fronteras y las haciendas de aquellos que las obtienen por la fuerza. Los ricoshombres disponían de retén las suficientes tropas como para atemorizar e intimidar a otros barones codiciosos. Al fin, se justifica que los títulos, acostumbrados a la lucha contra el sarraceno, buscaran otros enfrentamientos con sus paisanos para no habituar el cuerpo a la holganza y al sosiego, que si al árabe se le ataca por fe, al vecino se le combate por expandir la dinastía.
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La tenencia de Borondón, lugar donde ocurrieron los hechos milagrosos del ermitaño Borón, ya era conocida en tiempos de los romanos por las minas de plata de Argerón, y recibía el nombre por el rio Borondón, que la cruzaba antaño y ahora por sus mitades, hasta desembocar, corriente abajo, en un caudal tributario del Aragón, afluente éste del Ebro, y éste del Mare Nostrum que baña nuestras costas. Era y es comarca de metales y madera, de aguas para refrescar la sed, de imponentes montañas escondite de malhechores, y camino de tránsito para la Occitania y sus predios a través de los escasos puertos que serpentean en los Pirineos. No faltaban pastos para el ganado y labrantíos para el cultivo, y otras muchas ventajas que da la buena tierra. Los oriundos destacaron y destacan, toscos en el trato y esquivos en el habla, tanto como osados y voluntariosos para la guerra, de manos rudas y espaldas, piernas y brazos fuertes y adaptados a los quehaceres. Creyentes confusos y fieles a sus hembras, mujeres de fácil gestación y múltiples embarazos, probatorio esto de que el frio anima al apareamiento. La fornicación como la leña, da fogosidad donde el cielo no calienta, y donde el sol no ilumina en abundancia nace mal cristiano, casi pagano, que el buen feligrés se modeló en países de estío y no precisa tanto de la jodienda.
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El término se dividía en dos colaciones y una judería, todo ello en la villa, y algunas aldeas y otros barrios diseminados en el alfoz. La fortaleza homónima se alzaba sobre un imponente roquedo, y en su cima el baluarte, todo él bordeando la silueta natural del escollo, circunvalada por una muralla, el conjunto entero anclado en el peñón. Dentro se localizaban varias construcciones, entre otras la ermita, el bastión albarrana y la hermosa Torre del Homenaje. Los orígenes de la alcazaba se remontaban a una primitiva atalaya que levantaron los francos de Carlomagno en el siglo VIII, sobre una barbacana visigótica anterior, y que cedieron al conde de Urgell, Aznar I Galíndez, vasallo de los carolingios, quien a su vez hubo de someterla al conde indígena García I Galíndez, y éste en nueva disputa, al gran conde de Aragón, Galindo I Aznárez, y así y en diversas ocasiones, las estirpes aragonesas, se la legaron y conquistaron unas a otras con habitual profusión. La defensa fue ampliada y refortificada en tiempos del rey Ramiro I, y también por contemporáneos del rey Pedro I. En principio estaba situada en vanguardia, pero el triunfo cruzado y la lógica de ello, la retrocedió a la retaguardia. Grandes historias de armas se hubieron escrito de la fortaleza inexpugnable, contra los moros y contra otros validos aragoneses que la ansiaron y no la lograron tomar al asalto, ni con otras audacias de contienda, si no mediante la traición.
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A los pies del castillo fue creciendo el burgo de Borondón, primero el arrabal godo, y luego la judería, y con el tiempo la parroquia de San Pedro, y a su lado, la de Santa María. La ciudadela llegó a censar, según el padrón de Jaime II, ochocientos habitantes en el núcleo y otros tantos repartidos por el alfoz.
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Desde la época de Alfonso II, el Casto, por derecho de heredad que se les confirió en el año de 1134, la tenencia de Borondon pertenecía a la familia de Ahones. Cuando ocurrieron los portentos del asceta Borón, la fortaleza y la comarca eran propiedad de Cornel de Ahones, hijo ilegítimo de Pedro de Ahones, -muerto en el año de 1226 por garrotazos de un lugarteniente de Jaime I, tras no respetar la tregua que el monarca pactó con los almohades del Levante-, y parido también de una mujer que aviene sin identificar y que algunos creen hija o hijastra de Jimeno Cornel, de ahí el nombre. Era costumbre de entonces que el padre concediera posesiones a los hijos bastardos, sin perjuicio de los hijos legítimos que heredaban y con mayor cuantía. Sírvannos de ejemplo Fernán Sánchez, lefada de Jaime I, que ambicionó tanto que hubo de ser estrangulado en las torrenteras del río Cinca por las inclementes manos de su hermanastro Pedro III; o el pío Jaume Sarroca, obispo de Huesca, también espurio de Jaime I, y no por tal abandonado a la indigencia. Cornel de Ahones ejercía a su vez como prestamero de Fernando abad de Montearagón, tío del rey Jaime I, bajo cuyo enfeudamiento, y el de ambos a aquel, se estructuraba la autoridad del municipio.
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Según literal que consta en el Ruego de beatificación del virtuoso Borón del obispo de Huesca Vidal Cañellas-, ... ,”el burgo, y el alfoz, y las aldeas de su administración convivían en paz, los nobles ejercitándose para la guerra al infiel, los religiosos predicando y los hombres libres en sus tareas del campo o del oficio, los tres estamentos en tranquila armonía. Los súbditos apreciaban a su señor Cornel de Ahones y éste en ecuánime reciprocidad les demostraba justicia y buen gobierno. Y así y en ello, todos en concordia y en ejemplo de Dios”.
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En estas circunstancias del año 1237, se nos descubren los primeros pormenores del eremita Borón, según sus discípulos, ... , “que se resguardaba en las minas abandonadas de Argentón, y en las covachas que horadaban el roquedal de la fortaleza, y en otras grutas a la vera del río Pilatos, alimentándose de matojos silvestres y de otras vituallas que los vecinos le acercaban y le trocaban en pago por sus enseñanzas sobre emplastes y tisanas que obtenía de la mezcla de hierbas y plantas y de las que era profundo conocedor, ... , que hacía bebedizos, uno de su hacienda y hallazgo, mezcla de belladona, beleño, estramonio y mandrágora que consistía en una pócima que posibilitaba la visión de Dios, ... , que daba consejos espirituales y que instruía sobre ciencias que hubo aprendido en sus múltiples viajes por tierras cristianas y otras no tanto, ... ,que fue parido en la Occitania y hablaba su lengua, que anduvo en la Palestina de cruzado y allende conoció manuscritos de la dinastía Han, y otras murmuraciones antiguas del emir Eba-Eyyub, y otras más de Bohemundo de Tarento. Y también peregrinó a Babilonia, y a El Cairo y allí dominó magias y trucos extraños. E incluso fue cobijado por franciscanos normandos que le iniciaron en ciertos arcanos”. Sus seguidores le describen como “buen creyente, misericordioso y temeroso de Dios”. Y otros nos sugieren “su palidez extrema, tal que algunos dudaban que por el interior del ermitaño fluyera sangre”. Y otros nos insisten que “el cuerpo lo figuraba maltrecho y gastado, la espina curvada y cóncava, y que portaba joroba en la espalda porque allí le hubo palpado el mismísimo dedo de Cristo”. Su origen misterioso y su desvencijado caminar no asustaron a los vecinos que piadosamente lo acogieron como uno más, “dedicado a la meditación y a la contemplación, al ascetismo y a la enseñanza de la verdad de Jesús, al socorro de los menesterosos y a la asistencia de los que nacen y también de los que mueren”, y a ayudar a todo aquel que le llamare Borón, que aunque los documentos no lo precisan, se adivina ya entonces nombre derivado de Borondón.
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El rey poseía la facultad de dar y quitar la propiedad de tenencias y privilegios de tierra según su conveniencia. Igual que por afectos o por táctica otorgaba regalías, por castigo o por estrategia, las suprimía, siempre que compensara en la misma proporción que despojaba y previa justificación ante las Cortes y ante Dios de los motivos del acto. De este comportamiento el rey no tenía que enmendarse ante nadie pues los Fueros Generales de Aragón se lo permitían. Aún así, el monarca debía valorar las consecuencias de tales decisiones ya que el poder de la nobleza y del clero no era desdeñable, y puestos en porfía, la balanza se inclinaría hacia aquel que contara con más aliados. Desde siempre, las posturas reales precisaron de pactos, que lo que a uno beneficia a otro perjudica en la misma proporción.
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Sabemos que el mandato de Jaime I transcurrió entre constantes luchas, unas contra el musulmán y otras civiles, que reprimió con dureza numerosos levantamientos domésticos, y otros usando la negociación y el acuerdo. Quien así reina se rodea de vasallos fieles que se conjuran a su favor y de enemigos fieros que se coaligan en su contra. Jaime I fue cauto y morigerado en las artes del poder, pero no siempre, y en fases, se mostró soberbio e inclemente, como contra los linajes que se sublevaron contra la voluntad real, a quienes advirtió que tarde o temprano pagarían por su insurrección.
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Cornel de Ahones lideraba a otros insurgentes aragoneses. De habitual, acaudillaba muchas escaramuzas contra las tropas leales a la Corona. Hijo bastardo de Pedro de Ahones, que tantas complicaciones causara a Jaime I, y hermanastro de Sancho de Ahones, prelado de Zaragoza, igualmente conspirador, y ambos a su vez alistados en el lábaro de Fernando, abad de Montearagón, que instigo permanentemente contra su sobrino el rey por motivos sucesorios. En el año de 1236 murió el obispo Sancho de Ahones, y con su desaparición, Cornel de Ahones perdió un fuerte valedor. El rey sopesó la idoneidad del momento, y propuso que la tenencia de Borondón fuera entregada en propiedad a algún caballero fiel, bajo la misma prestación que hubiese hacia Fernando, el abad de Montearagón, y que Cornel de Ahones recibiere en permuta a sus bienes confiscados, nuevas tierras en los lugares conquistados en Valencia. Con tal astucia, el rey conseguía, primero, exiliar a su enemigo a comarcas remotas, segundo, dividir la bandería rival, y tercero, recompensar a algún acólito y situarlo allá donde los conjurados en su contra amontonaban sus dominios.
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Lamberto de Bearn era el caballero adecuado al plan. Había emparentado con Ramón VI de Tolosa por casamiento con una hija espuria de éste, Catalina de Bigorre. Nacer el tercero de la dinastía de Bearn, le impedía el heredamiento y le conducía al meritaje en las guerras de reconquista, para aumentar con arrojo lo que el testamento le hubo negado. Destacó mucho en la toma de Mallorca y en otras batallas en Valencia, y por todas y la suma de otras aventuras arriesgadas, y por su posición incondicional junto a Jaime I frente a otros ricoshombres aragoneses, fue muy apreciado por el rey, y premiado. Y si bien nadie debiera poner en duda su valentía y coraje contra el sarraceno, “nadie tampoco debiera olvidar su inclemencia y crueldad, y la poca confianza que le mostraban los siervos, pues se comportaba contra el infiel como contra el vasallo”.
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Así fue lo propuesto por Jaime I a las Cortes Reales y así lo aprobado. Se ordenó al sobrejuntero de Borondón que comunicara la resolución a Cornel de Ahones, y que procurara buen hospedaje a Lamberto de Bearn y al séquito de ciento cincuenta personas que le escoltaban, y que ya cabalgaban hacia Borondón para tomar posesión de lo que le pertenecía por despotismo de la Corona. “La disposición no fue bien recibida por Cornel de Ahones, ni por algunos afines suyos de la tenencia; ni por el sobrejuntero que, aunque informó la sentencia, no la acató; ni por los súbditos, que lo asumieron con desgana y enfurecimiento. Tampoco por el ermitaño Borón, que en el transcurso difundió augurios y vaticinios recibidos de los apóstoles que le decían en sueños que eran contrarios a aquella postura del rey. El anacoreta los transmitía a los hombres libres que le escuchaban, reconviniéndoles que las traiciones se limpiaban con sangre y ésta necesitaría en abundancia”. Jaime I contaba con la fuerza de sus ejércitos y con el beneplácito de las Cortes, pero no valoró que Cornel de Ahones aliaba el poder omnímodo de Dios.
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Arribó la columna con Lamberto de Bearn a la cabeza y con éste y en su apoyo espiritual, le acompañaba el franciscano Marcelo de Carcassona. Acamparon a las afueras del burgo y durante varias jornadas trataron de convencer a Cornel de Ahones y a los suyos para que observaran la disposición real y facilitaran el traspaso. Como no hubo acuerdo, los unos se encerraron en la fortaleza, y los otros se apresuraron a darles asedio. El pueblo llano, partidario de Cornel de Ahones, se mantenía neutral por miedo a las tropas entrenadas de Lamberto de Bearn. El ermitaño Borón mantuvo en público controversias éticas y morales con Marcelo de Carcassona. Y como el monje franciscano no consiguió vencer al ermitaño en la contienda dialéctica, Lamberto de Bearn acusó injustamente al asceta del asesinato de un capitán de su tropa, y bajo esta falsa imputación, fue perseguido y acorralado en las cuevas de la peña, donde, según rumor que propalaron las huestes sitiadoras, primero fue herido de flecha por un arquero y luego despedazado por las alimañas y muerto por el frío y por la falta de alimentos. Nunca se encontró su cuerpo, el gentío lloró su falta, y sus enemigos la festejaron.
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La conquista perduró durante dos meses y Lamberto de Bearn tuvo que valerse de la ruindad de algunos íntimos de Cornel de Ahones que le traicionaron y abrieron las poternas de la fortaleza a las tropas enemigas. Este se refugió en la Torre del Homenaje junto con el sobrejuntero, el capitán de la guardia y algunos soldados leales, y allí resistieron un tiempo. Advirtiendo que no aguantaban el cerco apelaron a la negociación y ésta fue aceptada por Lamberto de Bearn que le impuso como condición previa que capitulara. Y cuando se rindieron, Lamberto de Bearn se desdijo de lo pactado, y les encerró en el calabozo. Como temiera que las gentes del pueblo, guiadas por las profecías del ermitaño Borón, se sublevaran en favor de su legítimo tenente, ordenó colgar a Cornel de Ahones, al sobrejuntero y a su capitán de la guardia de lo alto de la muralla para que fueran vistos por la muchedumbre, y luego les azotó, y más tarde, les martirizó con hierros candentes, y seguido, les desmembró de brazos y piernas. Y preso de locura, mandó que les descuajaran los ojos y de relleno les embutieran higos podridos en las cuencas, y que les desceparan los dientes y en su lugar tachonaran clavos hondos y roñosos, y también les arrancaron el pelo y las orejas con tenazas y las tripas les fueron extraídas por el ano y dadas en alimento a las aves carroñeras. Y de final atroz dispuso que les cortaran las cabezas y que fueran ensartadas en picas y mostradas en la Torre del Homenaje. Quedaron tan desfigurados por el suplicio que ya nadie los reconocía, y se fueron descomponiendo hasta convertirse en carne pútrida pues permanecieron expuestos hasta el día de la investidura oficial de Lamberto de Bearn como señor de Borondón, acto al que acudió Jaime I en persona para premiar el temperamento de su vasallo y para advertir con su presencia de lo que le ocurriría a todos aquellos que apoyaran una bandería equívoca.
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Se determinó que la ceremonia fuera celebrada el día 143 de Cristo del año 1237, fecha fijada por Jaime I que regresaba a Aragón desde Valencia para zanjar algunos asuntos pendientes, entre ellos la asistencia a la toma de posesión de Lamberto de Bearn. Acudieron muchos preeminentes de la Iglesia, entre ellos el dominico Atanasio abad de Acevedo, recién llegado de la costa de Siria donde hubo sobrevivido a un naufragio, y los principales de la Corte Real e ilustres de otros muchos feudos. Se concedió jornada festiva y se exigió que los campesinos abandonaran los trabajos de enfardar hierba, para presenciar el protocolo.
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La liturgia la oficiaba Vidal Cañellas, obispo de Huesca. Todos los dignatarios emplazaban en la capilla del castillo, el pueblo en el patio de armas y en la albacara, y sobre ellos, en la Torre de Homenaje, las cabezas podridas de Cornel de Ahones, el sobrejuntero y el capitán de la guardia. El día amaneció oscuro y ventoso. La plegaria eucarística avanzaba según el ritmo válido. Fue entonces que ocurrieron los hechos sobrenaturales que los presentes vieron y que nadie se explicó, porque los actos de Dios no son comprensibles a nuestro entendimiento humano
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----- (Continúa en parte 2) -----