VIDA DEL ERMITAÑO BORON. -Parte 2-

----- (Continuación parte 1) -----


Sucedió durante el ritual de la comunión. “Los asistentes aguardaban en fila y de pie, respetando el correcto desarrollo del culto. El obispo de Huesca elevó el pan consagrado sobre la píxide, se dirigió a la asamblea y propuso la transubstanciación sacramental.
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- Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
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Un silencio respetuoso acompaño la oblación de las especies. En medio de este decoro sagrado sonaron los primeros estruendos. Todos buscaron su procedencia y no la localizaron. Los presentes se observaron incrédulos, unos a otros, y luego se repitieron aún más profundos estampidos. El pueblo miró hacia el cielo y no vio rayos ni fragores, ni siquiera las nubes estaban tan alborotadas como para producir estrépitos. Por tercera vez tañeron retumbos como campanas diabólicas, y esta vez acompañados de un humo denso y lóbrego que cegó todo el interior de la capilla y se fue escapando por las aspilleras estrechas que calaban al patio de armas y al hondo barranco. El tufo, como los zumbidos, emanaba de los apoyos del Cristo, en el ábside, y todos pensaron, por un momento, si quizás era la talla de madera que prendía en llamas. No se podía distinguir nada y los murmullos rebotaron en los contrafuertes de la ermita. Los que permanecían en el interior se agarraron de las vestiduras y algunos atinaron las manos a la espada, precavidos por si aquello fantasmal que estrumpía era enemigo al que combatir. No olía a rescoldo, y ni siquiera desde las primeras bancadas se percibían las arcadas de la cabecera del templo. Al obispo de Huesca, Vidal Cañellas se le cayó la patena y también el cuerpo de Cristo, y el mismo persistía postrado frente a la imagen, temeroso y crédulo del portento. De la cruz, salieron rayos y centellas veloces, no pocos, sino cientos de fulgores que atravesaron la iglesia por todos los lados, y unos se perdían y otros golpeaban a los caballeros y les herían de quemadura, y otros semejantes a brasas rodaban hasta el altar e incendiaban las telas, y otros incandescentes como luciérnagas volaban hacia el patio, hacia la albacara y el pueblo las contemplaba horrorizado pensando que eran señales del apocalipsis. Todos a una, oyendo los truenos y temiendo el castigo sobrenatural, se arrodillaron y juntaron sus manos en plegaria; y como los de dentro vacilaban todavía, volvieron a tronar dos enormes estampidos y el humo se hizo más impenetrable y más brasas y tizones y centellas de colores se manifestaron, aun más poderosos, y entonces los reunidos se prosternaron. Los murmullos se acallaron y todos bajaron las cabezas y algunos entonaron ruegos y otras oraciones, cada uno la que mejor sabía.
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Y de la emanación brotaron palabras de hombre y todos las oyeron y entonces sí creyeron que se producía la encarnación de Cristo.
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- ¡Los hijos de Dios hicieron lo que desagrada a Yavé y sirvieron a los paganos. Abandonaron a Dios que los hubo sacado de las tierras del pérfido y siguieron a otros herejes y sus apostasías, y los adoraron, provocando por ello la ira de Yavé. Abandonaron a nuestro Señor para secundar a Baal y Astarte. Entonces se encendió contra su pueblo la exasperación del Padre; los rindió en cautiverio a salteadores que los saquearon y los entregó a sus enemigos de alrededor, a los que no fueron capaces de oponer resistencia. En todas sus expediciones la mano de Dios pesaba sobre ellos para hacerles mal, como el mismo Dios se lo había dicho y jurado. Así pues, les puso en gran angustia! -Todos escucharon acobardados. El obispo de Huesca, Vidal Cañellas, besó el empedrado-. ¿No recordáis las enseñanzas de vuestro Padre?
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El fraile Marcelo de Carcassonna, embozado entre el gentío, inquirió con osadía.
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- Así aparece escrito en el Libro Sagrado de los Jueces. Y tú que lo evocas, ¿eres Su Hijo, nuestro amado Jesús?
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Solamente el rey Jaime I y el franciscano Marcelo se mantenían erguidos y con la cabeza enhiesta, tratando de completar el borrón oscuro que se les iba formando a la vista, confundido en la nube de humo que se expandía lentamente hacia ellos.
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- ¡Hablo en Su nombre y por Su encargo y me encomienda que así lo exponga a los fieles que lo sean de fe y de comportamiento! -Los presentes se signaron la señal de la cruz balbuceando que aquello era una teofanía del Señor- ¿Acaso quien me pregunta, o alguno otro que calla, dudan de la palabra del Padre? ¿Acaso quien me pregunta o alguno otro que calla, recelan del mensajero de Dios?
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- Yo pregunto. -Prosiguió el fraile-. Me llamo Marcelo de Carcassona y soy monje franciscano. Si eres Cristo o le representas, no veas malicia en mi requerimiento. En el monte de los Olivos Jesús previno a sus apóstoles: ¡Cuidad que nadie os engañe! Porque vendrán muchos usando mi nombre y arguyendo, ¡Yo soy el Cristo!, y confundirán a los humildes. Leído es en Mateo y en Marcos y en Lucas. Todo cristiano debe asegurarse que honra al buen Dios.
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- ¿Honrar al buen Dios? -La voz del espectro rugió cargada de saña-. Si existe un buen Dios, ¿tal vez exista también un Dios imperfecto? Oíd todos. ¿No supone herejía maniquea? Sólo tú, Marcelo de Carcassona, sospechas. Los demás no. Y tú, contra la verdad, te obcecas en la desconfianza. ¿Acaso eres de ésos que se llaman a sí mismos cátaros, Marcelo de Carcassona?
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La aparición no permitió que el franciscano contestase. De su hilo y encadenándose con éste, retumbó un nuevo estruendo y las paredes de la ermita se doblaron hacia adentro, inclinándose también como el pueblo, y como los nobles y como el clero.
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- ¡No tengas en consideración a este fraile que te incomoda! -Susurró el obispo de Huesca, manteniendo la cabeza agachada-. Si no fueres el Salvador, tus destrezas le representan y las tomamos como maravillas.
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- ¡Escucha tú, mi legado, y obedece! -Vociferó el taumaturgo-.Tú que preparas las especies como lo hizo nuestro Señor Cristo en la Ultima Cena. Tú que ofreces el pan puro de la eucaristía a quien no lo merece. ¡Para su perpetuo conocimiento, te nombro fedatario de todo lo que aquí aconteciere¡
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- ¿Tú eres el anacoreta Borón? -El franciscano Marcelo de Carcassonna entrecerró los ojos en un intento vano por identificar a aquel que le acusaba-. Si, el loco de las cuevas! ¿No es cierto que he descubierto tu simulación? -Volvió a recorrer con su vista la silueta difusa-. Tu voz me es familiar, ermitaño. Me inculpas con ignominia, ... , y yo te acuso de impostor. ¿De qué trucos te vales para realizar estos asombros?
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El fraile intentó avanzar hacia el altar. El brazo poderoso del rey Jaime I le sujetó y le envió de nuevo hacia la galería.
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- Yo soy quien piensas. Y El me envía a manifestarme a los cristianos. ¿Recelas nuevamente? Aquel que crea en Cristo y su mensaje andará conmigo y su lealtad vencerá la suspicacia. El que no confiare en mí, a sí mismo se delata. Tú me has ofendido, Marcelo de Carcassona. Los presentes sois testigos de su calumnia y de su irreverencia, ... , y también sois culpables de la ira del Todopoderoso que dice: “¡Hombres pecadores que despreciasteis los consejos que por boca del eremita os di! Desdeñasteis su palabra, lo perseguisteis como hereje y le matasteis inclementes. Sólo os protege mi benevolencia y ésta es pagadera con honda contrición y profunda enmienda. Nadie es quien para ser admitido en mi Reino sin penitencia”. -La niebla ceniza se fue evaporando y escapando por las aspilleras y entre las juntas del techado, y se clareó delicada sobre el altar, perfilando una figura elevada, por delante del Cristo y su Cruz, con las manos extendidas hacia lo divino, las piernas fuertes apoyadas en el suelo, todo el cuerpo cubierto por un sayo de color pardo y dentro, en el hueco de la capucha, los ademanes y las formas del ermitaño Borón, los ojos plegados y las sombras disimulando las aristas de la cólera del Señor. Giró media vuelta y mirando la talla del Crucificado, le invocó.- ¡Tú, oh Señor que me envías! ¡Tú, oh mi Salvador que por el hombre y su pecado sufriste clavado en la Cruz! ¡Hágase Tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo! ¡Somos siervos y esclavos de Tu Poder y de Tu Gloria sin límites y a Ti, nos encomendamos! ¡Hágase en Ti, el deseo del Padre Dios!
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Sonaron dos tronadas y de nuevo el humo se tornó denso, como si las cenizas de mil incendios se esparcieran en la ermita. Del altar ciscaron rescoldos y paveses de colores. Y las puertas batieron y una gran ráfaga de aire gélido apagó todos los lucernarios. Y se hizo la oscuridad más total. Otros dos estruendos explotaron enganchados el uno tras el otro, y no brotaron en los pies del Cristo, que estos dos estrumpieron fuera, en la bóveda que cubre y que El gobierna, y las nubes se juntaron unas contra otras y surgieron rayos y centellas. Toda la muchedumbre permaneció estremecida. Y de pronto, una tormenta muy colosal se precipitó desde lo alto, como si los ángeles rompieran los diques del firmamento y el agua, tanta como la del diluvio, vertiera sobre Borondón. Los cerdos y las gallinas, los caballos, las cabras y las vacas, todas las bestias de los corrales se desataron y rompieron las cercas y huyeron tropezándose las unas con las otras. Las aves cayeron desde el cielo y desde las ramas de los árboles, todas muertas de una vez y enterradas en su propia mancada. Los niños se guarecieron bajo las faldas de las madres, y éstas bajo los hombros de sus maridos, y éstos también genuflexos cantando salmos y sosteniéndose los unos contra los otros. Y algunos que aún no hubieron bajado la cabeza avisaron a los restantes que las levantaran y corearan, ¡milagro!, ¡milagro! Y todos miraron hacia las almenas de la Torre del Homenaje, donde se mantuvieran ensartadas en las picas las cabezas de Cornel de Ahones, el sobrejuntero y el capitán de la guardia, y aún allí persistían carcomidas y sin dientes que en su lugar les tachonaron clavos roñosos, y sin ojos que en su lugar les embutieron brevas, y la carne magra que se desprendía ella sola y ya no había piel sino jirones y gusanos que hendían por las excrecencias y por las embocaduras de las orejas y también de la nariz y de la boca, y se notaban los huesos por debajo. El agua del cielo acabó lavando y cicatrizando toda esta sarracina, y donde encastraron las brevas brotaron ojos de hombre y donde hincaron los clavos herrumbrosos, surgieron dientes muy blancos y humanos, y en la carne pútrida y desprendida se fue contorneando y esculpiendo los rasgos que los tres cadáveres tuvieron en vida. Y se movieron y les nació el pelo que les corona; y el temporal milagroso seguía enjuagándoles y les reventaba las pústulas y les suturaba las heridas que les desollaron en tormento. De la ermita salieron a los gritos, y muchos de los nobles y de los clérigos lo observaron, como de las cabezas fueron creciendo, modelados de la mollizna, primero los cuerpos acéfalos y dentro las vísceras y los pulmones y un corazón palpitante, y otras tripas que los hombres contenemos, y del tronco florecieron los brazos y las piernas como retoños. Y más prodigioso, que no mostraban desnudez, que todo su cuerpo estaba cubierto por los ropajes y los armazones que les correspondían y que vistieran durante el acoso. Así, bajo la tromba, quedaron compuestos y rehechos y todos les sometieron la vista y no se atrevieron a cruzársela, temerosos de su furia por haberles combatido o por haberles traicionado. Y ellos, los tres mismos se descolgaron de las lanzas, y las tomaron como suyas, y con ellas descendieron las escaleras desde las saeteras hasta el patio de armas y allí se mezclaron con los súbditos y anduvieron entre ellos, por un pasillo que despejaba la gente que se les apartaba. Entraron en la ermita y también allí los nobles y los religiosos se empujaron para no entorpecer y hasta el obispo de Huesca, y hasta Lamberto de Bearn, les franqueó el paso, y hasta el mismo rey Jaime I se echó de lado. Y se oyeron muchos que rogaban y otros tantos que ansiaban escapar, y sucedió entonces que sobrevino un fuerte vendaval desde el interior y cerró las puertas y les mantuvo a todos allí secuestrados. Y continuaban gritando y suplicando benevolencia, y otros decían “milagro” y otros “teofanía” y otros lloraban de espanto. Los tres se acercaron al altar y se situaron detrás del eremita Borón que aún, con los brazos en aspa, recibía todo el poder inmenso del Crucificado. Una vez que los tres le formaron guardia, el ermitaño se giró, bajó los brazos, abrió los ojos y se quitó la capucha que le cubría la cabeza. La nube de ceniza hubo clareado y los presentes distinguieron con nitidez al anacoreta Borón resucitado y a los tres renacidos apoyados en las jabalinas.
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- Esta es la voluntad del Señor. -Miró al rey Jaime I y le señaló con el dedo-. A ti, corona de Aragón y de Valencia, te digo que retornes lo que despojaste a estos buenos cristianos y se lo incrementes en el duplo de su valor. Por tu injusto capricho, se mancilló su honor, se usurpó su legítima propiedad y se esparcieron sus cachos por la tierra y con ellos se alimentó a las bestias. A ti, rey Jaime, te auguro que El te forzará penitencia y arrepentimiento, y te reto a que conquistes tierras, aquí y en Jerusalén, y en el nombre de Dios luches contra el infiel para Su Gloria. Y se te concederá el perdón según le sirvas. He aquí Su voluntad. Y te profetizo que por muchos reinos que logres cristianizar, jamás, nunca en el tiempo del Señor conseguirás que te corone Su Santa Iglesia. Y ello te lo negará Gregorio IX y los continuos pontífices hasta un número de nueve, diez en suma, tantos como preceptos tienen la Ley Sinaítica que tú has despreciado. Y después irás al Juicio Final. Y tus súbditos esto lo sabrán y de ti murmurarán que fuiste gran rey y casi pagano. Y si así cumplieres, que te sea reservado un trono en el Paraíso de las Majestades. Y en perpetuo reconocimiento de tu enmienda, te impongo en el nombre de Dios, que postres las rodillas ante la Cruz del Hijo, y también esto otro exijo, que como prueba de vasallaje al Todopoderoso, a ti rey Jaime, te ordeno en el nombre del Magnánimo, que sometas en señal de pleitesía tu yelmo alado y rematado por cabeza de dragón, y así y por siempre sea tutelado y custodiado en esta capilla. Y a todos los presentes este mandamiento os digo: que prediquéis lo visto en el ancho mundo cristiano. Esta es la voluntad infinita del Señor y así se cumpla.
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Los asistentes se persignaron. Auparon las cabezas tumbadas en el enlosado y observaron a su rey. Este mantuvo la mirada fija en el taumaturgo durante unos instantes. Se giró y mandó a un paje que se aproximara con el casco. Cogió el yelmo alado con forma de dragón que tanto hubo temido el moro. Luego dio un paso hacia adelante y arrodilló una pierna. Ofrendó el frentero al altar y se llevó la mano al corazón.
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- ¡Hágase tu voluntad, mi Dios!
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- Y tú, Lamberto de Bearn, -prosiguió el ermitaño-, que blandiste la espada y degollaste feroz los corderos de mi rebaño. A ti te auguro que abandonarás esta tenencia y este reino, y desterrado irás a otros de infieles y allí lucharas por la Cruz, y no expiarás tus culpas hasta que ensartes tu espada en cien sarracenos por cada uno de los tres cristianos que masacraste por codicia. Nada poseerás y todo lo donarás a la Iglesia. He aquí Su voluntad. Y yo te profetizo, que por mucho que busques Su perdón, no tendrás descendencia, que tu simiente engendrará cuajarones y éstos fluirán en sangre por la hembra que contigo copule. Y si así cumplieres, Dios será benevolente y tu alma pasará de soslayo por el Purgatorio y te reflejarás en los pozos del Edén. Y en perpetuo reconocimiento de tu enmienda, te impongo en el nombre de Dios, que postres las rodillas ante la Cruz del Hijo, y también esto otro exijo, que como prueba de vasallaje al Todopoderoso, a ti, Lamberto de Bearn, te ordeno en el nombre del Magnánimo, que sometas en señal de pleitesía la daga que cercenó los cuellos inocentes y así y por siempre sea tutelada y custodiada en esta capilla. Y a todos los presentes, este mandamiento os digo: que prediquéis lo visto en el ancho mundo cristiano. Esta es la voluntad infinita del Señor y así se cumpla.
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Los testigos volvieron a persignarse. Todos atisbaron a Lamberto de Bearn. Este dudó y mendigó consejo a su rey Jaime I que afirmó con un leve movimiento. Extrajo la daga de su funda, se postró ante el altar y la posó, al lado del yelmo alado de su monarca.
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- ¡Hágase tu voluntad, mi Dios!
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- Y tú, Marcelo de Carcassona, -un gesto de ferocidad se dibujó en el rostro del ermitaño-, que fuiste cómplice, y sospechaste de mí y me avergonzaste. A ti, falso fraile, te despojo del sayo que no debes mancillar, y te condeno a un Juicio de Dios que garantice tu creencia o tu herejía. Y que dirija el proceso el dominico Atanasio, abad de Acevedo, que pruebe tu fe y se socorra de otros hermanos inquisidores para constatarla si la tuvieres. Y que se investigue tu cuna heresiarca por Occitanía. Afirmo que eres, maniqueo de convicción y de sacramentos ...
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- ... y yo digo que tu no representas a Dios, -le interrumpió insolente el franciscano Marcelo de Carcassona- . Morirás en las calderas del infierno.
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----- (Continúa en parte 3) -----

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