ESCENA 29. El milagro del ermitaño Boron.

No conseguía dormir, apesadumbrado por los desagradables acontecimientos ocurridos en el convento de franciscanas. Me incorporé de la cama, regresé al salón y retiré un santoral de la biblioteca de Ventura. Mi vista se detuvo en la cajita de puros. La abrí. El abuso del tabaco conduce indefectiblemente a la esclavitud. Al instante, acepté el aforismo y desterré de mi pensamiento las ganas de fumar. Me acomodé en el sillón. Abrí el martirologio y tanteé en el índice el capítulo del santo Borón. Páginas 874 hasta la 911, inclusive. Comencé la lectura y en llegar a su final, entregué las últimas horas del día.




Nunca antes, la lectura de una biografía santa produjo que mis manos temblaran. Era la primera vez que esto me ocurría. Introduje una señal en la página 911. Con los dedos humedecidos en saliva, regresé al principio del capítulo del ermitaño Borón. Página 874. Doblé el ángulo superior de la hoja, a modo de referencia. Cerré el grueso volumen y contemplé su portada con extrema fijación. Hechos y virtudes de los santos medievales. Tomo II, por Ramón de Guissóns, superior carmelita del monasterio de San Simón. Primera edición 1824.

Repicaron doce campanadas en el reloj de la casa de Ventura. Me levanté con pereza y torné a sopesar el tomo. Mi última caricia la acerté al crucifijo que me hubo protegido desde el pecho mientras releía la hagiografía del santo Borón. Lo besé y me sentí seguro.

Recoloqué el volumen en su sitio original. Salí del salón, con la extraña sensación de que un olor infecto y pútrido conquistaba lentamente la estancia.