ESCENA 30. Las olas del mar.

Papá sonrió y permisivo, nos autorizó a jugar con mamá una partida de cartas los festivos después de dormir la siesta y de rezar el rosario. Con su beneplácito pero sin su compañía, porque papá nunca sujetó un sólo naipe en sus manos (>Esc 24).
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Mamá nunca pudo gozar el mar. Y sospecho que fue una de sus mayores desilusiones. A decir verdad, mamá vio poco más que las cuatro barriadas que equidistaban de nuestra casa: La Aceña por el norte, San Pedro por el este, San Esteban por el sur y Montellano por el oeste. De todos y de ninguno fuimos espurios hospicianos. De ninguno y de todos nos sentimos bastardos.
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Papá sí hubo disfrutado el mar. Durante la guerra luchó en el litoral y allí se empapó de grao miliciano. Algunas noches nos contaba anécdotas que le ocurrieron en el piélago, en el puerto, otras tumbado en la arena. Mamá entornaba los ojos y parecía que sintiera la marejada en sus pies. Entonces papá le mesaba el pelo y le prometía que cuando las cuentas mejoraran, nos llevaría a las playas de sus historias, y allí nos zambulliríamos hasta que el agua entumeciera nuestros cuerpos.
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Los Vargas poseían una casa solariega en un pueblecito costero, una segunda residencia donde la familia veraneaba los calurosos meses del estío. El año que papá y mamá se casaron, Guillermo de Vargas pretendió que mamá le acompañara de criada durante toda la canícula. Le contó maravillas del océano rompiendo en los acantilados, la espuma de las olas chocando contra la piel, el olor salado de la marea nocturna. Mamá no se decidía, le ilusionaba tanto embeberse de tales, como le afligía la cercanía del primogénito Vargas. Jamás tomó una postura. Papá la pidió en matrimonio y con el compromiso, mamá le entregó de dote el derecho de decisión y la posibilidad de gustar las caricias del ponto. Se casaron un 25 de julio, día de Santiago Apóstol, y como papá no le permitió acompañar a Guillermo de Vargas a la costa, a cambio y a la baja, la condujo de viaje de novios a un convento donde profesaba un hermano suyo capuchino. Trocó las olas quebrando contra las rocas, por las oraciones batiendo en celdas separadas de unos ejercicios espirituales.
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El año siguiente nació Ana. El alumbramiento desvió la atención de mamá hacia la criatura. Aún y todo, mamá vivió siempre con esa herida sangrándole desde los adentros. Yo no comprendía porque añoraba lo que desconocía. Nos tenía a nosotros, a papá, y un paisaje alrededor calcado del edén: ríos y torrentes, bosques y campas, picos y hondonadas. Abarcándolo todo siguió añorando los arrullos del océano.
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- Te doy gracias Dios mío, por los beneficios que en este día que acaba me has concedido. Te pido perdón por todas las faltas cometidas y me pesa, de corazón, haberte ofendido. Propongo firmemente nunca más pecar.
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A cambio, te ruego que permitas a mamá y a papá que se den unas zambullidas en las playas del Cielo.
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En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.