ESCENA 32. El viejo molino.

Me levanté de un salto impropio a los años que tengo. Me encontraba ágil, y tras un baño que por higiene me convenía, también sociable.
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Me dirigí al salón y me acomodé entre las orejas de un butacón inglés, rodeado por la chimenea, una de las grandes estanterías y el amplio ventanal que daba al jardín trasero, esperando que el reloj se acercara a una hora más prudente para atacar con mi optimismo recuperado al resto de los habitantes del molino, que sospechaba aún permanecerían encamados. Eran las nueve y diez de aquella espléndida mañana.
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Me aproximé a la cocina, sigiloso como un piel roja olisqueando enemigos pálidos. Sobre la encimera alargada y en perfecta simetría, formaban una jarra de leche, otra de café y sobre un plato hondo e inmenso, una surtida representación de bollería para mojar. Ana dejó visible un mensaje. “Carmelo: Prepárate el desayuno. Meritoria y yo nos vamos de paseo. No te preocupes”. Locas y siamesas, y como los viejos, insomnes.
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Introduje la vasija de leche en el microondas y recordé con afable melancolía, los quebraderos de cabeza de los monjes capuchinos de la fraternidad romana con los electrodomésticos (>Esc 04). Pobrecillos, se ahogaban en un vaso de agua. Fácil: meter la jarra y programar la temperatura y el tiempo. Sencilla tarea. Giré la ruedecita a 750 grados, mejor haber que deber, y el minutero a 120 segundos, mejor a cuatro minutos, que la energía ni ha de derrocharse, ni tampoco tacañearse con mezquindad. Elegí una napolitana de crema y medio llené una taza de aromoso café. Deslicé una panorámica sobre la cocina, ampulosa y limpia, de anuncio de detergente, tan aséptica y pulcra como los ojos de santa Marta debieron lucir, pues si fue promovida patrona de las faenas caseras, algún atributo higiénico le acompañaría. La bandejita dejó de rotar, abrí la portezuela y con parsimonia, cogí la vasija y vertí la leche caliente en la taza. La rebosé hasta su filo y me la arrimé a la boca.
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¡Dios de las quemaduras, cómo hubieron de sufrir los herejes en la hoguera! Brinqué como un saltimbanqui, cerré los labios y por no escupir el sorbo de café y leche hirviendo sobre el suelo inmaculado, me lo tragué, poniendo a prueba la consistencia de las primeras rampas que conducen al estómago. La taza tembloteó en mis manos, el contenido hizo intento de desparramarse, y sólo un reflejo condicionado logró que el líquido no se estampara en el solado. Los milagros existen, como la certeza de que ni una sola gota salpicó el gres. Suspiré, triunfante. Ninguna mancha por delante. Di media vuelta. Ninguna por detrás.
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¡De sopetón, la vi! Sentí un respingo indómito que me agitaba. La taza, continente y contenido, cayeron al suelo, a cámara lenta. Ella estaba cubriéndome la espalda, robusta y amplia, como un armario empotrado de cuatro cuerpos. Mostraba grabado en el delantal la imagen de una gallina campechana que anunciaba, ¡ ... para huevos, los míos!
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- ¡Me ha ensuciado mi cocina, ...
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- ¡Perdone, no la he oído entrar ...
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- ... mi delantal, ...
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- ... y me he asustado¡
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- ... y mi blusa!
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Y el bajo de mi sayo, y las sandalias que me regalara fray Grelo, y el suelo blanco nuclear, y el azar que trazó el vertido con la forma caprichosa de una zarpa, sí, la mano sangrante de café.
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- ¡No se preocupe! -Me ofrecí amistoso-. Yo lo limpiaré.
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- ¡Y luego querrá cobrar mi jornal! Apártese, y no me lo engorrine más.
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La mujer terminaba de quitarse el delantal y continuaba con los botones de la blusa. Conté cuatro antes de distinguir el sujetador negro apretujando la copa de los pechos mantecosos.
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- ¡Me llamo Carmelo, ... , padre Carmelo!
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Retrocedí ruborizado, la espalda contra pared, y rápido avancé hacia la salida que ella, con su figura grande de coloso, me taponaba. Frené para no tocar con la mano lo que ella me mostraba con descaro.
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- ¡Padre sólo tuve uno y le engatusó una putilla de feria, así que Carmelo y de usted! -Un pezón del tamaño de una bombilla, se le escapaba travieso del sostén- ¡Deje, deje! Me pagan para rascar la mugre de los demás, ¡cuatro duros para malvivir, Carmelo! - Aparté los ojos avergonzado mientras ella cubría sus carnes perladas con otra blusa que ni supe de dónde, ni cuándo sacó-. ¡Ande, ande! Llévese el delantal y la blusa al lavadero, al lado del garaje, y póngalo con la ropa sucia. ¡Y restriéguese los zapatos en esta bayeta que me lo va a pringar todo!
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No me gustó su tono imperativo. Respiré hondo, recogí el delantal y la blusa, y como acto de insurgencia, formé un gurruño y lo arrojé a sus pies, desdeñé su bayeta y pisando con impostura el suelo, para marcar las holladas de cafelechado, me alejé de la cocina convencido de que nuevamente, y como siempre, presentaba otra batalla contra la soberbia.
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Salí fuera. Hasta entonces no me había fijado en la edificación. El viejo molino restaurado estaba construido sobre una parcela inclinada que descendía en terrazas hasta una torrentera rápida y encabritada. Una alfombra de césped natural tapizaba la totalidad del solar, cuyo largo rondaría los cuarenta y algún metros, y el ancho, rayano los veinticinco. Sobre esta superficie enclavaba la planta del molino, un cuadrado de unos catorce metros de lado balconado en parte encima del rabión. El nivel más bajo alojaba la construcción primitiva, y el más alto, una ampliación de la edificación original que simulaba el estilo de ésta, aunque las fachadas se percibieran más nuevas. La casa vieja tenía tres plantas, la última abuhardilla y cubierta por un tejado a doble agua de pizarra negra que vertía su pendiente larga por encima de la ampliación moderna de una única altura. La parcela estaba cercada en todo su perímetro, de tapia por el sur, de jaras y matorrales por el arroyo y de seto de san Juan en el linde con el campo triangular vecino que contemplé según nos acercábamos (>Esc 28). En la zona baja del terraplén, una explanada de grava permitía el acceso al garaje. Y desde éste, una escalera ascendia al porche principal.
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El interior del molino se componía de un vestíbulo discreto. A la derecha, y coincidiendo enteramente con la ampliación moderna, el espacioso salón comedor, comunicado con la terraza de la parte trasera de la construcción. El resto pertenecía a la vieja casona. De frente, la cocina de anuncio de detergente, y a la izquierda, tres habitaciones, las que ocupáramos Meritoria, Ana y yo, voladas sobre la rueda del molino y orientadas hacia el arroyo y hacia la peña con la fortaleza idílica en su cumbre. El cuarto de Ana y el mío compartían un mirador asomado al torrente. Concluía la distribución con dos cuartos de baño completos, y una escalera, alfombrada como el distribuidor con una mullida moqueta corre-pasillos, que contactaba las tres alturas. Debajo, el garaje y el despacho de Ventura con entrada independiente por la parte inferior del terraplén. Encima, aunque no llegué a subir la tarde anterior ni la mañana presente, y siempre presuponiendo, la habitación del anfitrión con su baño incorporado, y otra más que por el momento, nadie ocupaba.
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Desde la terraza trasera una escalera estrecha, de piedra y sin pretil, descendía hasta la orilla del brioso torrente. En el curso y con forma de embudo, generaciones anteriores construyeron diques por encima del nivel del agua, para encauzar el afluente y dirigirlo hacia el mecanismo de palas y baldes que con su rotar producía la fuerza del molino. Varado e inútil, el armazón que sujetaba la rueda atrancada por su eje, descansaba ya de su antaña ocupación, ahora estético pero inútil.
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Levanté la vista y redescubrí la fortaleza de Borondón, pendida en la cima del pueblo, sujeta con alcayatas de rocalla a las paredes filosas de un solitario peñón. Disfruté su estampa misteriosa, medio destartalada y altiva como ilustre que empobrece. El castillo, majestuoso y semiderruido, me seducía. Contemplé la ermita que se suicidaba hacia el precipicio, asida al baluarte compañero, enteca e incapaz de apuntalar más a la fiel atalaya a la que antes de abandonar, se despeñaría amante con ella (>Esc 31).
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Los ladridos de un perro rompieron el encantamiento. Procedían de la finca triangular que lindaba con la parcela del molino. Subí un camino estrecho que salvaba el desnivel hasta una puerta enrejada. Descorrí el pasador y caminé unos metros en tierra extraña, un gran campo plantado de patatas, judías, pimientos, lechugas, ... . A mi izquierda, a unos cuatro o cinco metros, descubrí una caseta de aperos, pobre de apariencia y de supuesta fragilidad. A lo lejos se acercaba un campesino, azada al hombro y chucho sarnoso entre las piernas. Les esperé fraterno y cuando estaba cerca le saludé.

- ¡Buenos días! ¡Una mañana estupenda!

El agricultor me observó precavido. Agarró un botijo enramado a la sombra de un castaño y bebió un largo trago. Se secó con la bocamanga de la camisa.

- Tenga cuidado con el perro. A veces muerde.

- Parece tranquilo. ¿Qué tal la cosecha?

Por respuesta sorbió otro trago del botijo.

- ¿Usted no es de por aquí?

- No -Contesté amistoso-. Me alojo en casa de Ventura. ¿Le conoce?

- Sí. -Respondió lacónico.

- ¡Buena tierra! -Me agaché y desbrocé un montoncito-. Por lo que veo, cultiva de todo.

El labrador abrió compulsivamente los ojos chicos, se le hincharon las aletas de la nariz y frunció el ceño con disgusto. Agarró al perro por el collar y me transmitió hostilidad.

- ¿Se llama Carmelo?

- Sí.

- Pues alguien le busca. -Zanjó amenazador.

Una voz de mujer me llamaba desde la casa de Ventura. No la reconocí y dudé, hasta que un chillido histérico y desgarrador pronunció de nuevo mi nombre con el "padre" por delante. El enemigo que por estandarte portaba un delantal que decía, ¡... pa huevos, los míos!, pedía tregua.

- Bueno, ... , volveremos a vernos.

El campesino escupió al suelo, cerca de mis pies.

- No lo creo. -Presagió solemne-. Y le aviso que el perro ataca a quien pisa la campa escalena sin mi consentimiento.

Retrocedí, convencido de que aquel bicho sólo era fiero para masticarse su propio rabo buscando pulgas, y que el animal, por esta vez, no caminaba sobre cuatro patas.

Retorné al molino, encajé la verja y atranqué el pestillo. El vozarrón estridente insistía. Atravesé por el césped, hasta la terraza trasera.

La mujer salió del interior y me invitó a entrar. Igual de mole, igual de atribulada. Y sin embargo, su trato mudó de horrísono a hospitalario. Desconfié. Sobre la mesa de la cocina se disponía un desayuno listo para ser tomado. Me lo ofreció. Barrunté una encerrona, tal vez, en el transcurso lo envenenó. Imposible, pues nunca jamás se debe recelar de señora alguna que porte un delantal requetelimpio con el lema, ¡Vamos a freir morcillas, tralará!

- ¡Venga, hínquele el diente, Carmelo! Por cierto, me llamo Enriqueta Berrinchón.