ESCENA 33. La fiel Enriqueta

Enriqueta me sirvió un almuerzo pantagruélico. Mi apetito, desganado desde el momento de mi estúpida inmolación en el convento, se lo agradeció y en prueba de ello, y de la renovada simpatía que nos brindábamos, tuve a bien cederle una oreja confidente para escuchar sus amargas vivencias existenciales. De esta manera pía, pasé más de una hora sin descoser la boca y sin atreverme a interrumpir la cascada de recuerdos que le avenían sin orden ni concierto.
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De preliminares, que de nueve a dos y de lunes a viernes, trabajaba de criada de Ventura, “hoy me he retrasado por que he ido al especialista de la zona anal, un forunculillo de nada Carmelo”, ella muy fina, que él, como todos los profesionales liberales, ganaba mucho dinero y se lo podía permitir. Maritornes de la casa, preparaba la comida, lavaba la colada y la tendía, y hacia otras variadas faenas. Con melifluidad, me fue introduciendo en trucos de abuela que demostraban su cualificación doméstica: “para evitar que las moscas invadan la casa, cuelgue ramitas de sauco, de espliego o de menta para ahuyentarlas; para comprobar antes si una prenda destiñe al mojarse, humedezca un algodón y póngalo sobre el retal unos minutos: si el algodón se vuelve del color de la tela, a la tintorería; para remediar en los muebles los mordiscos de los cachorros de perro, le aconsejo que los frote con aceite de clavo, -¿a los muebles o a los cachorros?-; y si no desea que los gatos se meen y se caguen en el jardín, esparza mondas de naranja por el mismo”.
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En el nudo fue confiándose y alegó que los curas y los frailes, servían para escuchar a los católicos y ella lo era y muy fervorosa, algo socarrona, transigía, pero bautizada y de las de patearse en procesión al santo.
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- Como lo oye, Carmelo, clavariesa de la Hermandad del Segundo Resucitado. En Borondón existen tres cofradías: la del Primer Resucitado, la nuestra y la del Tercer Resucitado. ¡El sábado, mañana no, el siguiente, costaleamos al santo Borón en primer lugar!
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Me levantó de la mesa y de la digestión, y de la mano me secuestró en el salón, simplemente para escucharle sus diretes mientras limpiaba el polvo y apañaba la estancia. Problemas de desamparo desde que su padre, “un bragueta floja verderón, se encoñó con una pelandusca, pelirroja de bote, que se teñía hasta el potorro, Carmelo”, dejándolas a su madre y a cuatro hermanas huérfanas e indefensas. De muy joven marchó a servir a la capital y allí mantuvo relaciones “con un chulo putas que la repudió sin himen y peor todavía, sin los ahorros de muchos años, que el virgo sólo es un pellejo, pero el dinero, que te quiten los ahorros sí que encorajina, Carmelo”. De él aprendió que “a los hombres no les conviene ponerse calzoncillos de pata porque descuelgan las pelotas y resultan más idóneos los ajustados porque las mantienen calientes, vivas y fecundas, Carmelo”. Tuvo algún que otro pretendiente, pero desflorada y en aquellos años, era carne de segunda mano, estigma bastante como para no interesar a nadie el compromiso. No volvió a yacer con varón, “y ni ganas, Carmelo, que todos los hombres tienen el cerebro en la entrepierna, menos los curas y los frailes, que como no se les pone tiesa, no cuentan”.
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Recién acababa de encerar el suelo de la sala. Yo permanecía arrinconado en una de las esquinas, para no molestar. Ignoro cómo llegaron las mopas a mis pies, si me las puse yo o me las calzó contra mi voluntad, pero sí recuerdo que me vi con dos gamuzas en las extremidades, patinando por la tarima, salón arriba, salón abajo, recogiéndome los faldones del hábito para no tropezar y sentirme más ridículo aún si cabía. Enriqueta me dejó en mi labor, agradeciéndome la ayuda que juraría que no le había ofrecido. Se fue a la cocina, a preparar la comida y a “pimplarse una copita de anissete, que a media mañana sentaba bien al cuerpo y aportaba calorías y lustre”. Desde allí, enumeró en voz alta el cúmulo de chascarrillos y chismorreos que le sobraban en la lengua, una miscelánea ecléctica que mezclaba “las desdichas de un vecino de Borondón que tenía un hijo invertido de sexo, con otro fulano al que la bebida le hacía creerse el emperador de Abisinia, o una viuda que ocultaba un pasado parrandero, con las películas de la televisión que cada vez resultaban más escandalosas, asco da como se besan, que se chupan la lengua y hacen ruidos y hasta parece que si te acercas te salpican, incluso un perro que le defecaba en el portalón de su casa, -por no esparcer mondas de naranja, se supone-, y como le pillara le iba a ensartar un palo por el culo al animal y otro al dueño”. Yo me mantenía, va y viene, deslizando en patines de trapo por un camino lúcido que no conducía a ninguna virtud, acaso a la humildad. Si Cristo enjuagó los pies sucios de los apóstoles, que no debiera hacer yo con unas gamuzas en las sandalias: abrillantar, y a medida que mi práctica me permitía mayor destreza, agacharme en cuclillas cada vez que circulaba por delante del espejo para no contemplar mi orgullo mancillado en aquella muy noble ocupación.
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- Y de las manifestaciones del santo, ¿qué? -Se asomó por la puerta que comunicaba la cocina con el salón-. Unas pasaditas más, Carmelo y se terminó el recreo. –Retomo el tema-. Usted, de esto que le comento, ni pajolera idea.
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- Algo he oído.
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- Yo le cuento, no se preocupe. ¡En la esquina, Carmelo, junto a la librería, con brío, más fuerte, por Dios¡ -Me señaló el vértice deslustrado-. Muchos de por aquí aseguran que han visto al santo Borón en estos últimos días. La primera, Cándida Venérea, una vecina que entre otras cosas, se encarga de limpiar la ermita de la fortaleza. Buena mujer y mejor cristiana, Carmelo. Después, no sé cuantos más afirman que el santo se les ha aparecido,... , incluso yo, le he visto con mis ojos.
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- ¿Usted también?
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- Cómo me llamo Enriqueta, se lo prometo, la noche víspera del santo Job. Bajo la lluvia y oculto en la penumbra, intuí una figura borrosa, un hombre cubierto con un sayo como el suyo, con capucha y todo. Trajinaba a saber qué junto a la fuente que hay en la tapia de mi casa. Creo que estaba, ¡meando! A decir verdad, ignoro si vestía un hábito o un chubasquero, pero desde luego, me pareció un individuo de lo más sospechoso. -Encogió los hombros-. Supongo que a los santos también les apretarán las ganas de orinar.
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- Algo muy normal.
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- ¡Normal no, jolines! -Acompañó su mano al mentón y dudó unos instantes-. Los santos se aparecen, ... , pero ¿para qué?
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- Para tomarse unos chatos con sus paisanos, Enriqueta.
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- ¡No se mofe de mí, caramba, que los santos no se maman! Digo yo que si se manifiestan será para otra cosa que no para empinar el codo en la tasca. Lo más seguro que para realizar un milagro.
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- O para enlucir las tarimas enceradas.
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- ¡Déjelo ya, refunfuñón! -Chasqueó los dedos invitándome a finalizar mi labor-. Al tiempo. San Borón va a hacer un milagro, cómo que Dios existe, Carmelo.
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Descabalgué de las gamuzas y admiré mi obra, como el Señor contempló la suya, un campo argénteo a mis pies. La puerta de la calle se abrió. Serían las doce de la mañana. Ventura entró en el salón.
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- ¡Por Dios, no me pise con esos zapatos embarrados!
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- ¡Qué brillo! -Se detuvo, inmóvil-. Enriqueta trabaja como los ángeles.
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Enriqueta irrumpió desde la cocina, embarcados sus pies de buque trasatlántico con las mopas que en ella, quedaban ridículas.
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- ¡Buenos días, don Ventura! -Gimoteó con voz melosa.
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- ¡Hola Enriqueta! Veo que ya conoce a Carmelo.
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- Sí. -Asintió modosa y complaciente-. El padre Carmelo y yo ya nos hemos presentado.
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- Carmelo a secas, Enriqueta.
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Mientras Enriqueta se escabullía en desbandada, expliqué a Ventura que Ana y Meritoria salieron de buena mañana. Propuso que fuéramos a buscarlas. Abandonamos el viejo molino, torcimos a la derecha y atravesamos el torrente por un puente de hormigón.
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- Con sinceridad, Carmelo. -Me preguntó Ventura-. ¿Ha enlucido usted el suelo? -Mi cara sonrojada era toda una respuesta- ¡Me lo temía! -Escondió una carcajada-. Si le consuela, en cierta ocasión invité a un cliente que se proponía encargarme el proyecto de construcción de una nave industrial. Le puso una bata por encima del traje, le endilgó un plumero y le tuvo, hasta que regresé, quitando las telarañas del garaje.
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- ¿Le contrató?
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- No, pero su mujer me lo agradeció eternamente. -Deduje que por corporativismo femenino-. Enriqueta es cerril, tanto como buena trabajadora, fiel, y muy leal.
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La carretera ascendía suavemente y giraba en doble curva para salvar un pequeño montículo elevado. A la derecha aparecían los primeros árboles de la Reserva Natural de Borondón, un bosque tupido e impenetrable que tapizaba más de las tres cuartas partes del término municipal. A la izquierda se perfilaba un grupo de casas señoriales, diez o doce a lo sumo, que pertenecían a los ilustres y adinerados del lugar. La senda continuaba recta hasta cruzar el río Borondón por un paso ancho y moderno, y desde allí subía zigzagueando por la montaña hasta la fortaleza de la cima. Una escalinata de maderos clavados en la tierra acortaba por entre la espesura. A medio ascenso del repecho, nos detuvimos en un mirador. El pueblo se extendía a nuestros pies, callado y hermoso (>Esc 25).