ESCENA 34. El vulgar cura de pueblo.

Borondón se hallaba encajonado en un fondo de saco de la Reserva Natural, limitado al este por la carretera comarcal que conducía hacia la civilización, por el sur con el término municipal de Acevedo, cuyo linde estaba a menos de cuatrocientos metros; por el oeste, se encontraban las tierras de labrantío, y por el norte, la fortaleza en su escabel de roca. El río homónimo, tributario de un afluente del Aragón, feudatario éste del Ebro y todos del mar Mediterráneo, discurría aprisionado, bordeando desde atrás la peña del castillo. A la izquierda del curso desembocaba la torrentera del molino, de nombre Aguaviva, desproporcionada su modestia con la fiereza de su caudal. Se juntaban formando una lengua de tierra conocida como El Triunfo, donde emplazaban las casas solariegas de los ilustres locales. A las afueras del casco urbano y por su vertiente sur, el río Borondón confluía por la derecha con el Pilatos, ancho y mansurrón, afluente de vega y cultivo que se perdía a mi vista serpenteando entre los campos llanos y prósperos de poniente. A escasa distancia de la unión, el Pilatos se precipitaba por un salto, para caer en un estanque, la balsa de Pilatos. La suma del ímpetu y la placidez parían una corriente encabritada en el primer tramo, hasta estrellarse en unos remolinos próximos que transformaban el brío en calma.

El pueblo de Borondón comprendía dos barrios bien diferenciados, cada uno situado a un lateral del río. El viejo, denominado Albalá, en la margen derecha del curso, abarcaba las primitivas colaciones de san Pedro, de santa María y a la judería situada junto a la ladera de la roca. Hasta el siglo XVI dispuso de muralla, pero los nuevos enfoques, la ausencia de invasores y la expansión de la villa estallaron los paredones. Apenas se conservaban unos restos semiderruidos y reutilizados como tapial del cementerio. Por encima de las techumbres destacaba la iglesia de san Bruno y su campanario, fundación del siglo XVIII, que reemplazaba la medieval de santa María, quemada en un incendio cincuenta años antes. Sobre el solar y otros adyacentes, se edificó la actual, se reordenó el entorno y se dotó al pueblo de un nuevo callejero. Desde el mirador, se distinguían tres plazas en el barrio de Albalá: la plaza Mayor, cercana al puente Viejo, paso de piedra, antaño el único y de carros, ahora peatonal y de postal; a su derecha, la plaza de la Herrería, núcleo de la remota colación de San Pedro; y entre ambas y trasera a la iglesia de san Bruno, la plaza de la Judería, un manto de tejados que dejaba adivinar un paseo gozoso por sus callejuelas laberínticas. Enmarañadas entre las tres plazas, una telaraña de costanillas agónicas formaban un dédalo encantador.


En la margen izquierda del río Borondón, y también del torrente Aguaviva, se disponía, como un manchurrón de tinta sucia, el barrio de Testaferro, en referencia al hierro causa de su génesis. Desde los orígenes, Borondón fue conocido por las minas de plata de Argerón, situadas tras y a partir de la peña de la fortaleza, unidas a ésta por una cornisa angulosa que descendía ligeramente en dirección norte, hacia las cuevas horadadas en las montañas de alrededor. Con el tiempo, la plata desapareció y en su lugar, a finales del siglo XIX, los ingleses picaron hierro. Construyeron hiladas de viviendas de tres alturas, todas paralelas entre sí y orilladas al cauce. Las llenaron de bocas con hambre y pulmones con enfermedades. El barrio de Testaferro creció a matacaballo, sin coordinación y sin orden estético. Cuando la teta de la mina se secó, los que hubieron venido a su leche, se marcharon a otras ubres. Las casas fueron adquiridas por otro lumpen, el industrial y el despropósito urbano se configuró de nuevo. En la hondonada del sur, la papelera, montada después de la guerra civil, fue la fábrica nodriza de otros tallercitos sufragáneos que con el tiempo conformaron el polígono, un terreno coronado de chimeneas de enjundia y avenado de regatos ilegales que vertían sus ponzoñas en el tramo meridional del río Borondón. Esparcidos aquí y allá, se distinguían un campo de futbol desyerbado, un parquecito asilvestrado y un jardín cuidado, el Parterre.

De frontera con los dos barrios, el Triunfo, era la zona pudiente de Borondón, donde a principios del siglo XX se construyeron las mansiones los acaudalados. Enlazaba con el barrio Albalá por el puente que hubimos atravesado sobre el río Borondon, y con el barrio Testaferro, mediante el paso hormigonado sobre el torrente Aguaviva. Apenas se distinguían las cubiertas de los palacetes, entapujadas entre el espesor de los arboles.

- Subiendo por la carretera comarcal, a apenas ocho kilómetros, se encuentra la cima de Altapeña. Nieves eternas, Carmelo. Un paraíso todavía virgen.

- Debe sentirse orgulloso de Borondón.

- Sí. -Lanzó un suspiro desde lo alto del mirador-. Retroceda mil años en el tiempo. Una fortaleza inexpugnable, en la cumbre de un tolmo rocoso, un verdadero nido de águilas y a sus pies un arrabal que se arremolina buscando la protección. Así persistieron siglos y siglos, luchando unos contra otros. Llegó la revolución industrial y las minas de hierro de los británicos. Extrajeron mucho mineral de estas tierras. Inmigraron trabajadores y el barrio de Testaferro creció a golpe de pala, a fuerza de miseria. Luego levantaron la fábrica y el polígono industrial. El resultado, Borondón.

Me entretuve en el molino, pequeño desde la distancia. Localizaba en el extremo nordeste del pueblo, lindando con la torrentera que le alimentaba. Su rueda grande varada, y los engranajes tronchados. Años ha estaba apartado de Borondón, pero el crecimiento del barrio de Testaferro le engulló como un bolo y lo resituó en el vértice norte más próximo a la carretera comarcal. Detrás se distinguía el trazo milimetrado del campo con forma de triángulo escaleno (>Esc 27).

Escuché unos ladridos. El campesino iracundo faenaba la tierra.

- ¿Quién trabaja el sembrado que hay detrás del molino?

- ¿La campa escalena? –Así la llamó el labrador (>Esc 32)-. Supongo que se refiere a Luque Cruceta. -Entornó los ojos-. ¿Le conoce?

- Esta mañana he pasado desde su parcela a la finca esa por una verja. ¡El tal Luque, se molestó mucho!

- ¿Le comentó algo que pudiera irritarle?

- ¡No! -Negué con vehemencia-. Me mostré cordial y en pago, me amenazó con echarme al perro si repetía la excursión sin su consentimiento.

- La gente de aquí es áspera, como la lija. De cualquiera de las maneras, entre cuantas veces le plazca.

- ¿Sin permiso del propietario?

- No creo que Meritoria se lo prohíba.

- ¿Meritoria?

- El terreno pertenece a mi tía. -Disfrutó de mi confusión-. Luque solamente arrienda el beneficio de las cosechas.

Por toda contestación al galimatías sonó la campanada suelta de la una del mediodía. Ventura volvió a mirar a su pueblo, a entenderlo a través de las rendijas de la historia. Oteó el cielo azul y granado, se animó, y con arrojo, comenzó a descender los peldaños de la escalera de troncos. En referéndum celebrado consigo mismo, decidió que era hora de buscar a las mujeres.

Bajé tras él y al trote, decepcionado porque la visita a la fortaleza, un poco mas arriba, se quedaba aplazada por el momento. Acepté, porque el ritmo lo impone quien te hospeda, por la preocupación de ver a Ana y su novedad, y por el desconcierto de entender como cuadraba posible que el labrador hablara de su propiedad cuando realmente lo era de Meritoria.

A poco tropezamos con las primeras casas de Borondón. Embocamos como bárbaros por un callejón desierto y angosto. Las casas se oponían unas contra las otras, agujereadas de aspilleras, estrechucas y largudas como ojo oriental. Un pasadizo cubierto y encajonado comunicaba con la ronda de la Ermita, núcleo de la primitiva tenencia que creció al albur del castillo. Penetramos de lleno en la plaza de la Judería, seguimos por la calle de la Salud y aparecimos en la proximidad de la plaza Mayor, una cazoleta con forma de hexágono irregular que contenía el Ayuntamiento porticado, la iglesia de san Bruno, la sucursal del Banco Provincial y una cafetería que un indiano hubo bautizado con apelativo anglosajón, y que por escaparate mostraba algo tan añorado como los campos de regadío de Wisconsín.

Un golpe seco me acertó de lleno. Di media vuelta y resoplé de satisfacción. Ana y por sorpresa, me abrazaba. Meritoria cuchicheaba con Ventura y entre medios y en tierra de nadie, un sacerdote vestido con sotana, nos observaba como escultura de plomo.

- Carmelo. -Terció Ana-. Te presento a Crispín Garabato, el párroco de Borondón. Los viernes da misa en el convento (>Esc 08).

-De allí vengo ahora. -Extendimos las manos y nos saludamos. Presumí que rondaba los cuarenta. De media altura y exuberante en carnes, el sacerdote sonreía bobaliconamente. Le noté las manos calientes y sudadas, la pelambrera huidiza y unas gafas rebeldes que se le escurrían constantemente por la nariz. Me resultó simpático, tal vez porque como yo, vestía como manda el canon del religioso, es decir, de cura a la usanza-. Me ha contado su hermana que se encuentran de vacaciones en Borondón. -Ana afirmó-. Si permanecen de aquí en ocho días, podrán asistir a la romería del santo Borón. El mercado medieval les encantará, y la celebración y la procesión del patrón les emocionará.

- ¡No le prometo nada! Tengo mucho trabajo pendiente ...

- Mi hermano ocupa un puesto muy importante en el Vaticano, padre Crispín. -Ahondó Ana-. ¡Es la piedra triangular!

- ¡Ana, por favor! -Su exageración me incomodó-. En todo caso sería la piedra an-gu-lar.

- Ni caso, padre Crispín -La admiración de Ana hacia mí, por terca y recargada, resultaba embarazosa-. ¡La modestia le vence! El Papa y él ... , -Juntó los dedos índices extendidos uno contra otro en señal de confraternidad y más semejaba que el Santo Padre y yo fuéramos amantes que no afectos-, ... , uña y padrastro!

- Y carne, Ana. ¡Car-ne!

- Eso, uña, padrastro y carne. -Imposible, mejor rendirse-. Hasta practican al alimón el jueguecito ese del palito, la pelota y el agujero; como lo oye, en el Castillo del Golf, ... , o del Golfo, que ya me lío.

- Castell Gandolf, Ana, y acudí de turismo. -Desconozco de donde nacía esa reiterativa equivocación, que yo no tuve parte en ella (>Esc 11)-. ¡Jamás he tratado personalmente con Su Santidad.

- Mi hermano desempeña un cargo destacado en la Congregación de los Santos. No ejerce de vulgar cura de pueblo como usted.

¡Dios santo¡ Sólo el control entrenado en la escuela del prior Apuleto me impedía estrangularla. Para mi mayor gloria, Ana se alimentaba del desprestigio de los demás. ¿Dónde escondía la humildad? La suya, a flor de piel, que se le notaba, pero en lo concerniente a mí, Dios modeló el mundo en siete días, y yo lo hubiera finiquitado en cuatro, y sin sudar. ¿Qué idea, que mohín acompañaría “el vulgar cura de pueblo”, que aspaviento me ofrecería que dignificara mi cualidad de sobresaliente vaticano? Para mi asombro, incomensurable felicidad. El padre Crispín, asumiendo sinceramente su condición de “vulgar cura de pueblo” sonrió exageradamente y se mostró primero incrédulo y luego, al instante, temblorosamente turbado.

- ¿El padre capuchino Carmelo Constante de la Congregación de los Santos? -Su mente bullía excitada-. ¡Dios mío, he leído libros suyos, no sé si todos, pero muchos, sí! El calendario perpetuo de los santos modernos. ¿Cuál más, lo tengo en la punta de la lengua? Los santos de perfil. ¿Cómo se titulaba aquel? ¡Ah, sí! El camino del martirio. ¡Seguro que me falta alguno!

- No se olvida de ninguno, padre Crispín. Únicamente he escrito los tres ensayos que usted ha mencionado.

- Y montones de artículos en distintas revistas. ¡Le admiro mucho, padre Carmelo!

El “vulgar cura de pueblo” tornó a colocarse las gafas rebeldes. Me congratuló el pensar que de los quinientos ejemplares de tirada de cada uno de mis libros, alguien los hubo leído y no los utilizó de yesca. Egoístamente me sentía más cercano ahora al padre Crispín y un regustillo de aprecio me rondó condescendiente.

- Me da un poco de vergüenza pedírselo padre Carmelo, pero me gustaría hablar largo y tendido con usted, si me permite ese honor, por supuesto.

- Cuando lo desee, padre Crispín.

Ventura se acercó, empujando la silla de Meritoria.

- Véngase a comer con nosotros, Crispín. -Invitó cortés.

- ¡Me apetecería, pero no puedo! He quedado con Marco Misionero, el director del Banco Provincial, para tratar sobre la renegociación de un préstamo concedido a la parroquia y que nos es complicado su pago. Se me ha ocurrido una fórmula que tal vez nos financie. Espero persuadir a don Marco para que coopere. -Depositó su pesadumbre en el extremo contrario de la plaza. Todos le seguimos su mirar. Desde los rotulitos con ofertas bancarias de la oficina del Banco Provincial, se aproximaba hacia nosotros un hombre atildado, vestido de bancario, con pasos resolutivos de bancario, impávido como los bancarios. El señor director, con cara de bancario. Un rostro que, inexplicablemente, me resultaba familiar, aunque no logré recordar el motivo-. Por cierto, Meritoria y Ana. -Preguntó antes de alejarse- ¿Sabéis porqué había hoy tanta policía en el convento?