ESCENA 35. La segunda aparición

Enriqueta se ganó mi indulto por el estómago: de primero una sopa de pescado con tropezones de pan tostado, y de segundo, una merluza en salsa de almejas, que de probarlas san Simeón el Estilita se habría bajado de la columna a escape. Puesto en paz conmigo, mis entrañas y la lengua bífida de Enriqueta, admití que lo que la mujer perdía por las fauces, lo compensaba sobradamente con las manos y la ciencia de la cocina.
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Ana y Meritoria escaparon a descansar, justo pago de un despertar a maitines y un cansancio acumulado en sus extremidades torpes. Ventura se disculpó y bajó a su estudio a retocar un proyecto. Me sentí solo y urgido del Señor. La abulia de las horas tontas me animó a acercarme a la iglesia a rezar.
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Salí del molino, ladeé la margen izquierda del torrente Aguaviva y atravesando el barrio de Testaferro por el Parterre, arribé al puente Viejo. Lo franqueé y escoltado por la cafetería con nombre inglés y panorámicas de Wisconsin, y por los rotulitos de neón del Banco Provincial, me topé de bruces con la plaza Mayor. Crucé su longitud y en las escaleras de la iglesia de san Bruno, fea como el alma de quien la construyera, miré al cielo. En el movimiento, tropecé de lleno con el contorno de la fortaleza. Empujé el portalón de la iglesia. Cerrado. En la fortaleza había una ermita y sopesé, excusa innecesaria, que igual estaba abierta.
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Deshice el itinerario que pateé con Ventura (>Esc 34). Vencí la calle Mayor y torcí rápidamente por la calle de la Salud, bordeando la iglesia. Desemboqué en la plazuela de la Judería y por la ronda de la Ermita, y a través de la costanilla estrecha como cadera de virgen, accedí a la subida rompedora hacia la fortaleza. Una peculiaridad llamó mi atención poderosamente en este trecho, los muchos azulejos cerámicos colocados en los umbrales de las casas que representaban escenas de la vida del santo Borón: un viejo ermitaño cocinando pócimas en una marmita; un rey, un caballero y un fraile prosternados ante el anacoreta; una figura escatológica emanando del humo; un eremita cubierto por un sayo y atendiendo parturientas, ... . Retuve en la memoria siete u ocho estampas distintas. La existencia de tantas me hizo suponer que o bien el santo Borón las regalaba, o en su defecto, la veneración de los fieles era sincera.
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Evité la escalinata de maderos, más recta y corta pero más empinada, y me encaminé por el sendero zigzagueante entre los árboles. Cuatro veces giré a la izquierda y otras cuatro a la derecha, descansé en dos ocasiones y otras tantas oteé el pueblo desde las alturas.
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Aparecí en el arrabal de la fortaleza (>Esc 31). En el explanada confluían dos caminos, el que yo ascendiera desde el pueblo, y otro que discurría por la parte trasera y que descendía por la vertiente norte hacia las espesuras de la Reserva Natural. De frente, dos torres barracanas semiderrumbadas daban la bienvenida al viajero. Penetré bajo una bóveda de medio punto volada que las unía, y anduve por un largo y ancho corredor flanqueado por dos cortinas barbacanas, coronadas ambas de almenas y saeteras. El pasaje finalizaba en otras dos atalayas gemelas entre sí y a las primeras, todo el conjunto engarzado por un paso de ronda. Seguido, se extendía una planicie rectangular, la plaza de la Albacara, en cuyo lado sur, sobre el pueblo, se intuía una fortificación albarrana destruida que protegía el flanco de su orientación, el ataque por el camino y el interior del recinto donde me encontraba, y que comunicaba por un adarve con la torre derecha de la segunda arcada, y a través de esta, con el castillo. El paño oriental consistía en un contrafuerte sobre el abismo, lo suficientemente holgado como para permitir el tránsito.

La mitad del lado norte de la plaza de la Albacara lo ocupaba la entrada a la alcazaba, flanqueada nuevamente por dos torres, la de la izquierda, la misma que la de la segunda arcada, y la de la derecha, independiente y más recia. Se conservaban las puertas restauradas, aunque una de ellas se notaba descolgada ligeramente de los pernios. La otra mitad era la fachada principal de la ermita. El conjunto original había sido modificado, transformando la torre derecha en un campanario. La plaza de la Albacara era la zona civil de la fortaleza, el lugar habilitado para el pueblo en tiempos de paz, donde por el día se instalarían los mercaderes y los artesanos con sus puestos, y por la noche serían expulsados a la explanada del arrabal. Únicamente en alguna que otra celebración solemne, el señor de la fortaleza abriría las puertas de la alcazaba y consentiría al vulgo el festejo y el solaz dentro del patio de armas del castillo.
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Penetré en el recinto interno, una planicie irregular completamente amurallada en toda su amplitud y contorneada al perímetro pentagonal de la cima. Cualquiera de sus cinco paños, excluido el sur, fue construido a ras del escarpe, un precipicio abisal de caída terrorífica. En cada ángulo se erigía una torre, la del Homenaje, en el vértice noreste y de extensión nada desdeñable, totalmente destruida desde media altura. Pegado al tabique sur de ésta, en toda la largura y compartiéndolo, se recostaba el lienzo norte del templo, un edificio de planta rectangular que se alargaba por el lado de levante hasta la plaza de la Albacara.
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La ermita había sido restaurada, y por el estado, deduje que recientemente. El tejado era de pizarra a dos aguas. La cubierta del lado este finalizaba por debajo del adarve del muro contrafuerte este. La cubierta del lado oeste vertía en pendiente hasta cubrir el pórtico lateral, retranqueado en la Torre del Homenaje, al norte, y en la del campanario, al sur. Distinguí una poterna cerrada por un candado, el acceso directo desde el patio de armas de la alcazaba al interior de la ermita sin tener que pasar por la Albacara. A su lado una pequeña boquera calada en el paredón del campanario era la entrada a la escalera que ascendía por el interior de la torre a la espadaña. Subí despacito y con precaución a lo alto y salvo unas vistas increíbles, no quedaba aparejo alguno. Desde allí, se veía perfectamente, no muy lejos, el convento de las monjas franciscanas. El pensamiento, soberano e impredecible, se me fue con ellas. ¿Qué dijo el padre Crispín? ¿Sabéis porqué había hoy tanta policía en el convento? (>Esc 34). No lo sabía y sólo podía sospechar que al final, alguien denunció en comisaría el envenenamiento del obispo y de las cinco hermanas. Como un fogonazo encadenado, avino a mi mente la conversación telefónica que Pelayo mantuvo el día anterior con la madre Severa, ella muy interesada en saber si yo andaba todavía por Borondón. Pelayo la engañó diciéndola que nos dejó en la parada del autobús, dirección a Huesca. (>Esc 27). ¿Qué querría la abadesa de mí? A saber, quizás clavarme en alguna cruz, a lo mejor decirme que ya había descubierto al saboteador por sus medios, ... , ¿tal vez preguntarme si era yo quien había denunciado el envenenamiento en la comisaria? Todo y nada era posible, pero prefería seguir manteniéndome oculto y disponer de la ventaja de tenerla localizada mientras ella a mí, me consideraba un prófugo.
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Subí tranquilo, bajé confuso. Circunvalé el campanario. El paño de la fachada principal de la ermita compartía la austeridad propia de las edificaciones militares, salvo en la portada de dos hojas, cerrada como el paraíso lo está indefectiblemente a los pecadores, con arco románico muy rebajado y un conjunto de seis arquivoltas, sobre el que se leía una inscripción en bajorrelieve que explicaba la construcción por un tal Maese Duran, la fundación en el siglo X y un comentario breve referido al milagro del ermitaño Borón que por estar escrito en latín vulgar mezclado con aragonés medieval no supe traducir.
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Trascribiría el texto. Rebusqué en el bolsillo interior del sayo y saqué un trozo roto de papel y el bolígrafo de apariencia normal que me dio fray Trasunto y que ocultaba en su interior un kit de nueve ganzúas profesionales (>Esc 06). De nuevo, el pensamiento, soberano e impredecible, me embutió una idea peregrina en el cerebro. La poterna de la galería lateral que daba acceso desde el patio de armas al interior del santuario estaba cerrada con un candado, y yo, por obra y gracia del novicio y sus habilidades de delincuente juvenil conocía las ocho maneras distintas de abrirlos y tenía las herramientas necesarias (>Esc 06). Por otro lado, la sensación de insatisfacción me había conquistado. El esfuerzo de la subida no era sacrificio suficiente como para poder ver el interior de la ermita que se presuponía embelesador. La lucha entre el bien, que me susurraba que si entraba estaría allanando una propiedad ajena, y el mal, que me gritaba que aquello era venial, que la casa de Dios no se podía allanar porque nos pertenecía a todos y que no había nadie por allí cerca, lo ganó quien mas chillaba.
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Regresé a la poterna, bajo el pórtico. El candado era de apariencia normal. Emplearía la técnica de la “llave maestra de dientes limados(>Esc 06). Extraje la ganzúa apropiada, la introduje en la abertura dejando un espacio, y cuando estaba en la posición idónea, le di un golpecito a la vez que giraba. El pistón se desbloqueó y el candado se abrió suavemente ante mis ojos.


Empujé la puerta atrancada y me respondió con un leve quejido al batir. Acostumbré los ojos a la oscuridad. Encajé de nuevo la hoja y anduve hacia el interior. La ermita, de forma rectangular y de tres naves, aparecía restaurada. Mediría veintitantos metros de hondura, por doce o catorce de anchura. Conté seis pares de columnas que soportaban el peso de la armadura de la techumbre central y de las laterales. El presbiterio se disponía con el altar centrado sobre el fondo de la ermita, a su izquierda, un capitel de interior gallonado desempeñaba de pila bautismal, y a la derecha, un atrio de lectura sobre un basamento.
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Rodeé el altar, me santigüé con el agua de la benditera, extraña palangana con un minúsculo corcho-tapón en su epicentro, y me acerqué, lo que pude, al ábside. Estaba elevado sobre la rasante de la nave unos treinta centímetros que se salvaban con dos peldaños. Una verja de hierro lo cubría en su totalidad. Resultaba imposible franquearla salvo por la puerta incorporada a la reja. La empujé. Permanecía cerrada, sólidamente encajada en el conjunto de la barrera. Introduje el morro entre los barrotes. El ábside, de unos seis o siete metros de diámetro, estaba casi a oscuras. La estructura interior apoyaba sobre trece arcadas en relieve, corridas y sucesivas a lo largo del lienzo curvo que se hundía unos veinte o treinta centímetros, la del medio de mayor vano y altura que las doce restantes. En el centro de aquella colgaba una talla románica de madera representando un ecce homo sufriente y realista. El cuarto de esfera nacía a partir de las arcadas y moría en el presbiterio. A los pies del Cristo, sobresalía un sepulcro de piedra incrustado en el pavimento a distintas profundidades, la cabecera a unos cincuenta centímetros y la postrera, a unos veinte centímetros, solución que conseguía situarlo en ligera pendiente para con ello permitir su contemplación desde el exterior del ábside. La tapa de la sepultura, también de roca, brillaba como si se hubiese calado en su extensión un cristal para observar el interior del sarcófago. Dos enormes candados, que trababan una gran barra de hierro engarzada en cuatro tubos huecos, dos en el lateral y otros dos en la lápida, impedían la apertura de la tumba. Por detrás, entre el sepulcro y el Crucifijo, un pequeño ambón de piedra servía de expositor de las tres piezas que el santo Borón obtuvo como símbolo de sumisión de aquellos que no creyeron en su milagro: el frentero con silueta de dragón alado de Jaime I, la daga de Lamberto de Bearn, y el Cristo apóstata de Marcelo de Carcassonna (>Vida del ermitaño).
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Retrocedí hacia la nave central y me senté en una de las bancadas corridas. Junté las manos, sometí la cabeza y recé a Jesús que sufrió por nosotros. Deseaba acercarme, arrancarle los clavos y lavarle las llagas, recostarle en mi regazo y confortarle con mi entrega, descenderle para salvarle del tormento. ¡Quería ir, pero las rejas no me hubieran permitido penetrar en el ábside para descolgarle del patíbulo!
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Ignoro cuanto tiempo permanecí allí, orando. Nunca el suficiente. Las rodillas me dolían. Me persigné repetidamente. Adapté los ojos a la oscuridad, apenas iluminada por la poca luz que entraba por los cuatro pequeños vitrales montados en las aspilleras de los muros laterales, dos en cada uno, y el lucernario de la fachada principal. Una ráfaga de viento suave penetró por una vidriera rota y agitó la portezuela del tosco confesionario que rompía la uniformidad del lienzo este. Me dirigí a cerrarla ...
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Todo ocurrió en cuestión de segundos. Primero escuché una llave introducirse en la cerradura. Luego giró una vuelta, y otra. La puerta principal se abrió y un gran chorro de luz procedente del exterior me cegó. Instintivamente me escondí en las sombras, detrás del confesionario, mientras sonaba una jaculatoria del rosario.
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- María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y ampáranos ahora, y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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Yo permanecía oculto en la nave derecha, tapado por el mueble confesionario y con la sana intención de retornar a la nave central y allí, hacerme notar. La otra persona se adelantó y penetró en la ermita, sin percatarse de mi existencia. Se inclinó y se persignó. Se trataba de una mujer que portaba un balde de plástico en la mano derecha y una bolsa en la izquierda. No quería asustarla y además debía buscar una explicación creíble, distinta al allanamiento, que sirviera de excusa de mi inesperada presencia. Me dispuse a carraspear una tos para llamar su atención y no atemorizarla. Lamentablemente, ella fue más rápida.
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Retumbó una fuerte ventosidad. Luego una flatulencia cadenciosa, con ritmo de cacharro viejo que no arranca. Finalizó la traca con un tercer aire postrero que resonó impío entre los paredones sagrados. ¡Me quedé helado, petrificado! Aquella mujer padecía de meteorismo atronador. Me avergoncé de estar allí, de violar la intimidad que ella presuponía. Retrocedí a la profunda oscuridad, enmudecido como un muerto y suplicando que no me descubriera, que suficiente castigo era padecer la turbación que ella no parecía sufrir, convencida de estar totalmente sola en la ermita.
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- ¡Perdóname estos pedos, mi Señor! -Confesó sin ánimo de enmienda-. He comido col y voy algo floja.
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Me asomé por el reborde. La mujer posó el balde, abrió la bolsa y extrajo unos utensilios propios de limpieza. Por lo que me anticipara Enriqueta (> Esc 33), debía tratarse de Cándida Venérea, la beata que se encargaba del aseo de la ermita, aquella que presenció la primera aparición del santo Borón. Desplegó por el pavimento los bártulos y se dispuso a lustrar, rodilla en tierra, los reposapiés de los bancos corridos, empezando por los más próximos a la entrada.
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No sé cuanto rato permanecí escondido, callado y sin apenas respirar, exhortando que Cándida saliera de la ermita. Tañeron cuatro ventosidades de olé y por cada estampido, una petición de remisión y una salve María que ella misma se dictó penitencia bastante para enmendar su meteorismo sacrílego. Rogué a Dios omnipotente, a la Madre Virgen, a los apóstoles y su sabiduría, que me concedieran el atributo de la invisibilidad o en su defecto, el tiempo mínimo para escapar sin ser visto. Noté picor sarpulléndome la piel, los músculos comenzaron a entumecerseme y los pulmones mendigaban aire. Cándida movía con afán el cubo, las caderas y los vericuetos intestinales. Reculaba desde el exterior hacia el interior, salve María que te va, salve María que te viene, distanciada tres columnas de mi posición. Sopesé lo factible de deslizarme a hurtadillas por la nave lateral embozado en la penumbra, la posibilidad de salir corriendo como alma que lleva el diablo, lo viable de introducirme en el confesionario y apalancarme dentro por los siglos de los siglos. ¡Qué situación tan grotesca y paradójica, que padece más el testigo del bochorno que el autor¡ Cada minuto que pasaba, cada salve María que escuchaba, me resultaba más complicado tomar una decisión. ¡Con lo fácil que sería abandonar la clandestinidad, desearle una buena digestión y marcharme a pasitos, como si tal cosa! El comportamiento humano es extraño y el mío, extremo. Por no molestar y sonrojarla conseguiría transformar una situación embarazosa hasta convertirla en dramática.
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Volví a suplicar a la escala completa de coros: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles, cualquiera me valía si me sacaba de allí. Imploré a san Vicente de Zaragoza, patrón de los retortijones de tripa para que le taponara un corcho milagroso en tal orificio. Incluso al santo Borón, allí presente, que se levantara de la tumba y me escondiera bajo su sayo ...
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... por segunda vez, el pensamiento, soberano e impredecible, me embutió una idea peregrina en el cerebro, una argucia basada en que Cándida aseguraba que se le había aparecido el ermitaño. Un golpe de sensatez casi me estampa contra al suelo. No dirás falsos testimonios ni mentirás. Mandamiento octavo de la Ley de Dios. La idea, a pesar de la prohibición expresa, me rondaba persistente. Urgía una justificación ética para ponerla en práctica y raspando, la encontré. Cándida, según Enriqueta (>Esc 33) y según Ventura (>Esc 28) era la testigo del milagro, ... , ¡y yo el abogado del diablo! Mi labor, fomentada, exigida y permitida por la Iglesia, consistía en enfrentar a Cándida contra sus propias incoherencias y averiguar si vio al santo, a un falsario o la mentirosa era ella. ¿Cómo saber el motivo por el cual un emisario de Dios mostraba sus dones sobrenaturales a una hembra víctima de meteorismo si no probándola?
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Mientras tanto, Cándida se había dirigido hacia la poterna que comunicaba con el patio de armas del castillo, allí por donde yo entré, alertada por un rayo de luz que penetraba por la rendija de la puerta que no estaba perfectamente encajada. La abrió lentamente ...
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No había tiempo que perder. Me subí la capucha del sayo. Aproveché que Cándida observaba absorta el candado forzado, para deslizarme sigilosamente desde la oscuridad del confesionario a la penumbra del presbiterio. Protegido por el altar, miré a la cabecera, pedí perdón a Jesucristo, y me incorporé, con los brazos extendidos en cruz. Entoné el timbre de voz más grave, aquel que pudiera inquietar hasta la conmoción a una mujer asustada.
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- ¡Tú, mi devota servidora, quien predica mi mensaje, quien atenúa mi soledad! Contéstame, sierva de Dios.
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Escuché un algo cayéndose y rebotando por el suelo. No podía verla pero imaginaba su creciente nerviosismo.
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- ¡Si! -Percibí su voz temblorosa-. Soy yo, Cándida.
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De entrada, no me equivocaba de persona. Giré, cuidando que la capucha me ocultara el rostro. Estaba arrodillada en la nave izquierda, con la cabeza sometida y las manos simulando un ocho.
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- ¡No temas, Cándida! Tú conoces mi identidad. Escucha al Altísimo Dios a través de mis labios. Haz esto que vengo a decirte. No cuentes a nadie esta nueva aparición milagrosa ...
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Cándida elevó la cabeza y clavó su perplejidad en mi figura difusa.
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- ¿Ni siquiera a mi confesor?
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La pregunta surrealista de Cándida me confundió. La estrategia era absurda, el engaño blasfemo, la pretensión estúpida, pero resultara como fuere, no la negaría un derecho inalienable.
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- ¡Únicamente a tu confesor, Candida! -Forcé una nueva inflexión de la voz-. Acude al pueblo y consígueme cirios que iluminen la ermita.
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- ¿Cirios ...?
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- ¡Velas, ... , tantas como puedas! Ten fe en lo sobrenatural, confía en tu corazón. ¡Ve ahora mismo y cumple mi mandato!

Cándida se levantó, tropezó con el cubo y salió corriendo. Detrás de ella y guardando una distancia prudencial, escapé yo. Unos minutos después, cruzaba el puente sobre el rio Borondón, camino del molino.