ESCENA 37. Muerte y destrucción.

----- (Continuación escena 36) -----

Ventura se afanaba con la lumbre. El fuego, como la angustia del padre Crispín, despertaba de un adormecido letargo. De la chimenea surgió una llamarada violenta. Ventura se sentó con nosotros dos, la satisfacción dibujada en su rostro.
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- ¿Muerte y destrucción? -Repitió incrédulo-. Palabras mayores, Crispín.
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- Todo comenzó el viernes pasado. -Recordó el sacerdote-. Aquella tarde salí a pasear por el campo. Ya anochecido, regresé a la casa parroquial y me encontré a Cándida Venérea, una vecina que se encarga de limpiar la ermita, sentada en la puerta, con la cara desencajada y mortecina, aterida, temblando y presa de espasmos. La acomodé, la tapé con una manta y la preparé una tila para que se calmase. Poco a poco, su rostro lívido fue recuperando color. Más relajada, le pregunté que le ocurría, si padecía alguna enfermedad, si discutió con su marido. Nada de eso. ¡Me confesó que acababa de manifestársele san Borón en la ermita! -Suspiró y recargó aire. Ventura y yo le observamos, preocupados por su consternación-. Según su relato, estaba trabajando en una de las naves laterales cuando, repentinamente, la luz se apagó. De seguido oyó un estampido, como si un trueno hubiera estallado a pocos metros. Pensó que el ruido procedía del exterior y se incorporó. Sonó un segundo estrépito más fuerte, y comprobó que realmente surgió del ábside. Se aproximó a la verja temiéndose que algo hubo explosionado. De pronto, empezó a brotar humo del interior, una emanación densa y ceniza que se fue esparciendo, ennegreciendo la ermita. A continuación, del mismo corazón de la fumarada, fulgieron rayos luminosos y multicolores, en todas las direcciones. -Gesticuló con los dedos representando un festival pirotécnico-. Tronó un tercer estruendo y después, apareció el santo, una silueta difusa, que se elevó en el aire hasta incorporarse totalmente. El humo seguía expandiéndose sin cesar, emborronando la figura, impidiendo a Cándida que distinguiera con nitidez el aspecto del individuo. Escuchó un vozarrón grave que recitó un párrafo del Libro de Jueces. Otoniel, versículos 7 y 8. -Matizó su concreción-. En los últimos días lo he repasado tantas veces que me lo he aprendido de memoria. “Los hijos de Israel hicieron lo que desagrada a Yavé. Olvidaron a Yavé, su Dios, para servir a los baales y las aseras. Entonces la ira de Yavé se encendió contra Israel y los entregó a Cusam Risataim, rey de Edom. Los hijos de Israel estuvieron sometidos a Cusam Risataim ocho años”. -El párroco se llevó la mano a la mandíbula, como reordenando un detalle que le desconcertaba-. ¡Para ser exactos, tergiversó el original del Antiguo Testamento!
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- ¿A qué se refiere?
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- Donde se cita “Israel”, lo sustituyó por “Borondón”, imagino que para personalizar el mensaje y adecuarlo a nuestra particularidad.
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- Oséa, -intervino Ventura con ironía-, ¿que los vecinos de Borondón veneramos a otras divinidades y Dios, cabreado, nos esclavizó a un fulano de nombre impronunciable que nos tiranizó durante ocho años?
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- ¡Cusam Risataim fue un gobernante que se caracterizó por su enorme crueldad¡ -Matizo el padre Crispín-. Obligaba a las madres a matar a uno de sus hijos, o si se negaba, él mataba a todos. Su lema era “muerte y destrucción”. Otoniel, hijo de Quenaz, hermano menor de Caleb, le venció y libró a Israel de su terrorífica opresión.
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- Interesante variación, padre Crispín. -Desmerecí el comentario sarcástico de Ventura-. Continúe, por favor.
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- Gracias. -Dominó su excitación-. Después se identificó como san Borón y dijo que la hubo elegido a ella, a Cándida, para transmitirla un mensaje: su inminente venida para reprochar a la comunidad el olvido de los preceptos que antaño él nos hubo legado. Añadió que debíamos reflexionar sobre nuestro mal comportamiento y que cabía esperar la compasión ya que Dios le enviaba y en El abunda la benevolencia. La conminó para que difundiera el anuncio y se despidió hasta su próximo advenimiento. El humo se tornó más denso, destellaron fulgores, y un zambombazo mayúsculo retumbó en la nave. La luz se encendió de nuevo. La niebla tardó en disiparse, y cuando la claridad volvió a adueñarse de la ermita, el santo Borón había desaparecido sin dejar rastro. -El sacerdote resopló, extrajo un pañuelo de la sotana y se secó el sudor que le descabalgaba las gafas de la nariz. Retomó la narración que le ardía en la boca, como las chascas en el fogaril-. Cándida verificó que la reja permanecía cerrada y que dentro, en el ábside, no se ocultaba nadie y bajó en mi búsqueda.
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-¿Qué le aconsejó usted?
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- Que descansara, y que por favor, no comentara nada con nadie. No conseguí persuadirla. Me dijo que debía cumplir el mandato del santo, que no tenía alternativa, que asumía las complicaciones que el legado le acarrearía y que soportaría estoicamente las consecuencias que se derivaran de ello. Lloró impotente, preguntándose el motivo por el cual Borón la eligió a ella. Sabía que la tildarían de loca, de zafia visionaria, de meapilas, y a pesar de todo, se mostró inquebrantable. -El cura posó los ojos cansinos en el crepitar de los maderos-. Le prometo, padre Carmelo, que hice lo imposible para que desistiera de su intención. Yo no deseaba que la parroquia se alarmase, ni que la gente se mofara de Cándida. Pero su decisión ya estaba tomada. -Cruzó las manos-. Subí a la ermita, corriendo. La encontré desierta, la verja cerrada. La abrí y penetré en el ábside, tratando de descubrir algo que explicara el prodigio, el truco empleado. La sepultura del ermitaño persistía intacta, sin señales de forzamiento, la losa acristalada perfectamente incrustada y los candados, echados. Desesperado, retorné al pueblo y rogué a Dios que todo fuera un mal sueño.
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El padre Crispín respiró y modificó su posición en el sillón, momento que aprovechó Ventura para proponer una solución.
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- ¡Hay que internar a Cándida en un psiquiátrico!
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- Transcurrieron varios días y sucedió lo que tanto me temía. -Entornó los ojos, se recostó de nuevo y viajó al reciente pasado-. Cándida divulgó el mensaje del santo y produjo la consiguiente reacción de los vecinos: unos la acusaron de beata iluminada y otros la creyeron a pies juntillas. Y de seguido, el santo Borón comenzó a mostrarse en los lugares más insospechados. Un vecino me aseguró que vio su imagen reflejada en una charca; otro, que avistó su figura contrahecha en la torre de iglesia de San Bruno; un tercero lo encontró bañándose desnudo en el río; un cuarto le ayudó a recoger moras de entre las zarzas; y un quinto, me juraba y perjuraba que le descubrió paseando por el pueblo comiéndose un bocadillo de chistorra.
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- Anótese un sexto testimonio: Enriqueta Berrinchón afirma que le pilló orinando en la fuente calada en la tapia de su casa (>Esc 33). -Me propuse desdramatizar el relato-. La visión por influjo ocurre bastante a menudo, padre Crispín. La gente se autosugestiona, bien por propensión o bien porque creen ver lo que quieren ver, de resultas que perciben lo que realmente no existe.
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- Esas historias estúpidas no me impresionaron, no. -El párroco prosiguió perturbado-. A todos ellos les rogué que no dijeran nada, me lo prometieron, y tan pronto salieron a la calle, lo vocearon a diestro y siniestro. Ahora la parroquia anda alarmada. Las supuestas manifestaciones del santo son la comidilla, el tema de tertulia y polémica. Algunos vecinos opinan que algo de cierto habrá cuando tantos coinciden, otros se muestran indiferentes, y los escépticos, acusan sin nombrar que todo esconde un montaje de no se sabe bien quién y con qué intenciones. Intuí que esto iba a suceder y no intervine para evitarlo.
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- No se culpe, padre.
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- No di importancia a ninguno de estos testimonios, -me miró mendigando comprensión-, pero el relato de Cándida sonaba distinto a los del resto, tenía consistencia, contundencia y sensatez. -No quería desvelarnos si apoyaba aquella causa-. En principio, también dudé, lo achaqué a la manida sugestión: la ermita, su encanto medieval y el misterio que la envuelve. Y sin embargo, parecía tan segura de su experiencia, se mostraba tan consciente de lo dificultoso de argumentarla, de hallarse en un trance incómodo, ... , que su firmeza y el reconocimiento realista de lo que iba a tener que soportar, me tentó a reconsiderar si todo lo que me contó era una fantasía, un influjo, o una mentira. En definitiva, que su primera visión del santo se me hizo creíble.
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Repentinamente, Ventura se incorporó. El humo campeaba en su garganta. Tosió espasmódicamente.
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- ¿Su primera visión? ¿Se ha producido una segunda?
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- ¡Si, esta tarde! -Asintió el sacerdote con pesadumbre-. Otra vez en la ermita. Otra vez a Cándida.
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- Imposible ...
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Reparé en el súbito malestar de Ventura. Su sonrisa crónica le abandonó y en su lugar surgieron mohines de preocupación. Entornó los ojos, esbozó una mueca como de no entender nada y resoplando se recostó pesaroso sobre el sillón. ¿Por qué era imposible que Borón repitiera portento esta tarde? ¿Por qué era imposible que alguien que no creía en los santos, en los milagros y en la institución, pensara que era imposible que el santo se apareciera esta tarde? ¿Por qué me extrañaba que toda aquella sandez no mutara majaras a los cuerdos?
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- ¡Sí, Ventura, apenas hace tres horas! -Confirmó el padre Crispín con la voz rasgada-. Cándida me ha confesado que por segunda vez, se le ha manifestado Borón. Estaba limpiando en la ermita y oyó una voz procedente del altar. Vio al santo en el presbiterio, con los brazos extendidos en cruz y observando la talla de Jesús, enfrentado al ábside. Se identificó y le ordenó un peculiar encargo.
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- ¿Supongo que el taumaturgo se apareció de nuevo valiéndose de fenómenos de luz y sonido? -Pregunté con el propósito de descubrir un renuncio fantasioso en el relato de Cándida.
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- ¡No, padre Carmelo! -Negó vehemente con la cabeza-. Todo lo contrario, una maravilla austera, sobria: no hubo rayos ni sonaron truenos; por adusta, ni siquiera brotó humo. ¡Nada!. El taumaturgo estaba fuera del ábside y no dentro, a Cándida le pareció de estatura más baja y sin joroba, de timbre más agudo e incluso sospecha que le cubría un sayo distinto. ¡Todo diferente! En principio le ordenó que no comentara esta segunda venida, pero le autorizó que me lo contara a mí, como confesor espiritual. En esta ocasión Borón ha sido más comedido, ... , ¡más chapucero!
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- ¡Borón, -interrumpió Ventura-, o el imbécil que haya perpetrado esa mamarrachada!
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- Ustedes dos, Cándida y yo somos las únicas personas que conocemos este nuevo suceso. -Se llevó el dedo a la comisura de los labios y oteó intranquilo hacia la puerta de la cocina-. Sinceramente, no sé cómo actuar. Esto me supera. ¿He de comunicarlo al obispado? No me atrevo, supondrán que estoy chalado. En este pueblo los episodios milagrosos ocurrieron hace cientos de años, y me asusta que puedan repetirse. Cuando Cándida se marchó, fui a rezar al Señor, a solicitarle consejo. Y entonces me acordé de usted, padre Carmelo, y pensé que Dios le ha enviado en el momento oportuno. Usted brega constantemente con los hechos sobrenaturales, no se acobarda ante ellos. Yo, como decía su hermana, sólo soy un vulgar cura de pueblo (>Esc 34).
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Inteligente sacerdote que utilizaba en su provecho el demérito de Ana.
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- ¿Qué cosa le ha encargado el fantasmilla a Cándida? -Inquirió Ventura.
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- Quizás se expresó en sentido críptico. -Puntualizó el párroco-. La dijo que bajara al pueblo ...
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- ... y consiguiera cirios que iluminaran la ermita. -Vaticiné sobre seguro, beneficio por ser el suplantador (>Esc 35).
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El párroco me miró y percibí un destello de admiración en mí para él, recién descubierta capacidad adivinatoria. Ventura abrió los ojos, titubeó unos instantes y sopesó, que si no creía en las magias, menos iba a confiar en las cualidades premonitorias.
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- ¡Eso mismo, padre Carmelo, textualmente! -El cura tartamudeó perplejo-. ¿Se lo ha contado Cándida?
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Deje que el silencio nos envolviera un instante. Me levanté y aleteé las manos encima de la chimenea.
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- ¡Yo soy el santo chapuzas e imbécil que ha visto Cándida!
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- ¿Usted es el ermitaño Borón?
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- ¡Por Cristo que no! -Vociferé enojado por la inocencia del padre Crispín-. ¡No se líe y no me líe, por favor! -Giré mi cuerpo y lo enfrenté a su desconcierto-. Me encuentro en Borondón por una serie de coincidencias y casualidades que no vienen a cuento. Ni me ha guiado Dios, ni me ha enviado el Vaticano, ni me preocupa el santo Borón, ni sus realidades milagrosas. A pesar de ello, he escuchado los rumores de los recientes y supuestos prodigios. Sí, conozco la biografía del santo Borón igual que usted domina a la perfección la liturgia y Ventura la resistencia del hormigón. -Volví a sentarme en el butacón y a suavizar mi aspereza-. Esta tarde he subido a la ermita y estando allí, apareció Cándida y se puso a limpiar, sin percatarse de mi presencia. Se me ocurrió teatralizar una aparición divina, supongo que por desviación profesional. Comprendo que les resulte criticable, pero entiendan que soy el abogado del diablo en la Congregación de la Causa de los Santos. Siempre ando batallando con iluminados, con locos de atar que aseguran ver a Dios en la pizzería, a la Virgen en la discoteca, a san Pedro en la cola del hipermercado. ¡Se escandalizarían si supieran los métodos que empleamos para desenmascarar el engaño! Rozamos la falsedad y la adulteración y si alguna vez traspasamos el límite, la dispensa nos ampara, pues la intención es diferenciar lo hecho por Dios de lo maliciado por el diablo. La Iglesia ansía realidades, sucesos milagrosos con garantía de calidad y certificado de origen. Sí, me dejé aconsejar por la metodología común de cualquier impugnación, o tal vez, quise adelantar faena por si en el futuro me mandan regresar a Borondón para determinar la certeza de los recientes hechos. ¡Por eso monté esa burda representación! -Mentira. Ni oficio, ni gaitas. Lo hice únicamente por la necesidad de escapar de una situación embarazosa producida por una mujer atacada de un atroz meteorismo-. Interpreté de santo medieval y Cándida se lo tragó sin chistar. ¿Qué confianza nos merece la versión de Cándida? ¿Dónde está el ermitaño Borón? En el limbo y ahí permaneció también durante la primera manifestación. Cándida gozará de todo su crédito, conforme, pero o bien ha experimentado una alucinación, o es víctima en una suplantación, ... , o actúa de actriz principal en esta estúpida farsa.
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Desvié la mirada a la chimenea. No me apetecía cruzarla con sus gestos de sorpresa. Ni tampoco enredarme en un fenómeno mirífico que me era ajeno. Supuse que zanjé el asunto y aplaqué mi enfado.
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- ¿La escenita famosa se ha desarrollado tal y como Crispín nos ha explicado?
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- Sí.
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- Entonces, debemos presumir la sinceridad de Cándida, y derivado, su inocencia. -Ventura ahondó astuto-. Y si ahora no ha añadido nada de su cosecha, ¿por qué hemos de pensar que se inventó o tergiversó los detalles referentes a la primera aparición?
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- ¡Algún otro graciosillo se burlo de ella!
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- Pero, -el sacerdote replicó mi argumento defensivo-, existe una diferencia fundamental entre ambos sucesos.
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- ¿Cuál? -Pregunté molesto.
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- En la primera ocasión, Borón se manifestó detrás de la verja.
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- ¿Y?
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- ¡Qué únicamente hay una llave que permite el acceso! -Se desabrochó los botones superiores de la sotana y nos mostró un aro encordado de su pecho en el cual engarzaban tres llaves-. ¡Y sin esta llave, -blandió la más grande del juego-, nadie puede entrar ni salir del ábside!
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- Excepto, los mensajeros auténticos de Dios. -Sentenció Ventura.
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Las mujeres entraron en el comedor. La cena estaba a punto. Otra vez, el apetito se largó de acampada con la desgana