ESCENA 38. Los diez mandamientos.

Sé bien que mamá codició el mar y no lo gozó nunca (>Esc 30). Se bien que siempre se sintió defraudada por aquella carencia y que jamás culpó de ello a los designios inescrutables del Altísimo. Siempre tuve la duda, sobre si papá se ganaba más el cielo con su espiritualidad ortodoxa, o mamá con su religiosidad transigente. Ambos eran creyentes sin fisuras. Y si la sombra del desacato asomaba en alguno de sus actos, rápidamente lo curaban con penitencia.
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Papá nos enseño a temer la ira de Dios y mamá a complacernos en su benevolencia infinita. Papá nos leía los relatos apocalípticos del Antiguo Testamento mientras que mamá prefería los versículos clementes del Evangelio de Jesús. Ana comprendió por entonces el compromiso de Dios para con el pueblo elegido. Yo tarde más tiempo en entender la juramentación.
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Una semana santa, no recuerdo de qué año, nos llevaron a la capital a ver una película. Era la primera vez que yo pisaba una sala de cine y me entusiasmó. Proyectaban Los diez mandamientos. Asistí embelesado y atónito a las imágenes y lloré cuando la película se acabó. Papá quería saber si me hubo gustado. Le dije que sí. Papá insistió sobre si comprendí el mensaje implícito. Le dije que no y ello, le contrarió. De camino a casa, yo le pregunté a papá porque Dios mató a los primogénitos de todas las familias de Egipto. Me respondió algo tan embarullado que no me enteré bien, aunque asentí por acomodo. Cuando llegamos a casa, me sentó a su lado y me obligó a escuchar la lectura del Éxodo. No presté mucha atención, y en castigo, impuso a mamá que todas las noches, antes de dormir, me leyera un pasaje de la Biblia en lugar de los cuentos infantiles que su imaginación me regalaba hasta entonces.
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Y por mucho que mamá me las embelleció con lirismos, jamás descubrí donde se encontraba la piedad y la misericordia en ninguna de las plagas: ni el agua convertida en sangre, ni las ranas, ni los mosquitos, ni los tábanos, ni la peste, ni las pústulas, ni el granizo, ni la langosta, ni las tinieblas, ni mucho menos, la muerte de los hijos mayores, por más que representara, la institucionalización de la pascua. Y por mucho que mamá me explicó hasta la extenuación los sentidos literal, plenior, anagógico y típico de la interpretación bíblica, tampoco disipé mi confusión. Hasta que, aburrida de relatar todas las noches las repetitivas historias, apostó por un ejemplo alegórico: el viejo hacendado Vargas era el faraón egipcio y nosotros, el pueblo amado de Dios. De esta manera me fue fácil entender porque se merecían las penurias que el Señor les mandaba. Incluso que su primogénito Guillermo de Vargas, cayera fulminado por no inmolar una res, mojar un manojo de hisopo en su sangre y untar con ella el dintel de su hacienda.
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Así cobraba más sentido la Alianza. Sobre todo la que yo pacté con Ana en el río, intentando los dos inútilmente, separar a golpe de vara de avellano, las aguas de la corriente. Desde luego, no fuimos elegidos por Dios.
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- Te doy gracias Dios mío, por los beneficios que en este día que acaba me has concedido. Te pido perdón por todas las faltas cometidas y me pesa, de corazón, haberte ofendido. Propongo firmemente nunca más pecar. A cambio, te ruego que acurruques a mamá en tu regazo y le cuentes las más bellas historias de amor.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.